Florine empezaba a existir. Joséphine la veía físicamente. Alta, rubia, bien formada, blanca como la nieve, el cuello largo y delgado, los ojos verdes almendrados, rodeados de pestañas negras, una frente alta y abombada, un tinte admirable, la boca dibujada y rosada, las mejillas sonrosadas, los mechones rubios levantados por una diadema bordada, cayendo en cascada sobre su rostro. Entre otras perfecciones, tiene manos de marfil, manos largas, suaves, de dedos finos como cirios y ornados por brillantes uñas. Manos de aristócrata.
No como las mías, pensó Joséphine echando afligida un vistazo a sus uñas llenas de pielecillas.
Sus padres son nobles arruinados que viven en una casa burguesa que deja pasar el agua y el viento. Sueñan con recuperar su esplendor pasado casando a su única hija. Pertenecen al mundo de la campiña y del burgo. Viven del escaso beneficio de sus tierras. Sólo poseen un caballo, una carreta, un buey, cabras y ovejas. Pero las armas de su escudo, reproducidas sobre un gran tapiz, ornan el muro de la sala común donde se reúnen durante las veladas.
Esta historia empieza durante una velada…
Una velada, en un pequeño burgo de Aquitania, en el siglo XII.
Tendré que inventarme un nombre para el burgo. Por la noche se reúne la gente de la misma familia o los vecinos. Una noche pues, mientras los abuelos, los hijos, los nietos, los primos y primas están reunidos, se da la noticia de que el conde de Castelnau ha vuelto de una cruzada. Guillermo Larga Espada es un noble valiente, rico y hermoso.
Aquí pondré la descripción de Guillermo…
Su cabellera dorada brilla al sol y sus soldados le localizan durante las batallas por su coleta desplegada como un estandarte. El rey se ha fijado en él y le ha otorgado tierras que Guillermo ha añadido a su condado. Posee un hermoso castillo, que su madre, viuda, guarda durante su ausencia, y tierras extensas y fértiles. Quiere casarse y todos hacen conjeturas sobre la identidad de la futura condesa. Es esa noche en la que Florine desea anunciar a sus padres que ha elegido seguir la regla de san Benito y entrar en un convento.
Empiezo, pues, por la velada. Florine busca la ocasión para hablar con su madre. No, con su padre… Es el padre el que importa.
Les vemos pelar guisantes, limpiar verdura, zurcir ropa, lavar, reparar, cada uno se ocupa de las tareas de la casa mientras conversan. Se habla de lo cotidiano, los últimos escándalos del burgo (los hombres acusados de bigamia, una granjera que ha hecho desaparecer a su último retoño, el cura que revolotea entre las niñas…), hay mofa, suspiros, se habla de ovejas, de trigo, del buey que tiene fiebre, de la lana que hay que cardar, de la viña y de las semillas que hay que comprar; después la conversación se centra en temas recurrentes: las obras que terminar, los hijos que hay que casar, los numerosos impuestos, los nacimientos que se suceden demasiado rápido, esos niños que «no hacen más que comer»…
Pongo entonces el acento en la madre de Florine. Una mujer ávida, de corazón seco, interesada, y el padre más bien justo y bondadoso pero dominado por su mujer.
Florine intenta atraer la atención de su padre y meterse en la conversación. En vano. Los niños no tienen derecho a hablar si no se les anima a ello. Florine debe hacer una reverencia cuando se dirige a sus padres. Entonces calla y busca el momento en el que pueda hablar. Una vieja tía masculla y afirma que no hay que hablar de cosas fútiles, sino de hechos magníficos. Florine levanta los ojos hacia ella con la esperanza de que empiece a hablar de Dios y de que pueda entonces expresarse. ¡Pero, no! Nadie escucha a la anciana tía y Florine permanece en silencio. Por fin, el señor del lugar, aquel que todo el mundo está obligado a respetar, se dirige a su hija y le pide que le traiga su pipa.
¡Como yo cuando era pequeña! Era yo la que tendía la pipa a mi padre. Mamá le tenía prohibido fumar dentro de casa. El iba a fumar al balcón y yo le seguía. El me mostraba las estrellas y me enseñaba sus nombres…
El padre de Florine fuma en casa; es Florine la que le llena la cazoleta. Ella aprovecha para anunciarle sus intenciones. Su madre los oye y se escandaliza. Ni hablar de eso: ¡se casará con el conde de Castelnau!
Florine se resiste. Asegura que su prometido es Dios. Su padre le ordena ir a su habitación, encerrarse en ella y meditar el primer mandamiento de Dios: honrarás a tu padre y a tu madre.
Florine se retira a su habitación.
Ahí describo la habitación: sus cofres, sus telas tintadas, sus iconos, sus bancos y asientos, su cama. Los cofres y los baúles están provistos de múltiples cerrojos. Tener las llaves de los cofres es señal de importancia doméstica. En su habitación, cuando todo el mundo se ha marchado, Florine escucha a sus padres en la habitación de al lado. A veces su madre se queja: «No tengo nada que ponerme, no me cuidas… Fulana va mejor vestida que yo, mengana más adornada, todo el mundo me encuentra ridícula…». Ella se queja continuamente y su marido permanece en silencio. Esa noche hablan de ella, de su papel de hija. Una hija de buena familia hace el pan, las camas, lava, cocina, se ocupa de todos los trabajos de telar y aguja, borda cojines. Todo es dirigido por los padres: ella debe obedecerlos en todo.
«Se casará con Guillermo Larga Espada» -asegura la madre-, esa es mi última palabra.
Su padre se calla.
Al día siguiente, Florine entra en la cocina y su niñera se desmaya. Su madre acude y se desmaya a su vez. Florine se ha afeitado la cabeza y repite obstinada: «No me casaré con Guillermo Larga Espada, quiero entrar en el convento».
Su madre se recupera y la encierra en su habitación.
Indignación general: llueven los reproches y las quejas. Se la priva de llaves, de libertad, se la trata como a una sirvienta en la cocina. Florine es muy hermosa. Florine es perfecta. Ningún chisme corre con su nombre, el cura responde de ello. Se confiesa tres veces por semana. Será una esposa ideal. Todo hace pensar a los padres en una buena boda.
Está encerrada en su casa. Vigilada por su madre, su padre y la servidumbre. Un trabajo doméstico solitario y silencioso acabará con todos los sueños ridículos que pueda nutrir esa descerebrada. Se la mantiene alejada de las ventanas. Se vigilan mucho las ventanas, pues son peligrosas para la virtud de las hijas. Abiertas a la calle, cubiertas por contraventanas, autorizan los peores libertinajes. Se espía, se mira, se conversa de un ventanal a otro.
La reputación de Florine ha llegado a los oídos de Guillermo Larga Espada. Pide conocerla. La madre la cubre con un velo bordado y miles de colgantes para esconder su cráneo afeitado.
La entrevista tiene lugar. Guillermo Larga Espada queda fascinado por la belleza silenciosa de Florine y por sus largas manos de marfil. La solicita en matrimonio. Florine debe ceder. Decide que ese será su primer grado de humildad.
La boda. Guillermo desea una gran boda. Hace levantar un inmenso estrado cubierto de tablas, donde más de quinientas personas festejan durante ocho días. El estrado está decorado de tapices, de valiosos muebles, de armaduras, de telas venidas de Oriente. En las pilas arden los perfumes. Para proteger a los comensales, se ha tendido un inmenso velo de paño azul claro, bordado y adornado de guirnaldas vegetales mezcladas con rosas. Una credencia de plata cincelada preside el estrado. El suelo está cubierto de hojas. Cincuenta cocineros y pinches se afanan en las cocinas. Los platos se suceden unos a otros. La novia lleva un tocado de plumas de pavo real cuyo precio es lo que gana un buen obrero en cinco o seis años de trabajo. Durante toda la jornada de la boda ella mantiene los ojos bajos. Ha obedecido. Ha prometido ante Dios ser una buena esposa. Mantendrá su promesa.
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