Se levantó, se estiró y decidió ir a tomar un café para ordenar las ideas. Echó una última mirada de sospecha hacia el despacho de Chef. ¿Qué estaría pasando entre él y su mujer? ¿Cedería al chantaje y la sacrificaría sobre el altar del parné? El rey Parné. Así llamaba su madre al dinero. La adoración al rey Parné. Sólo nosotros, los pobres y los humildes conocemos esa postergación ante el dinero. No lo guardamos como algo merecido o como un botín, lo ensalzamos, lo idolatramos. Nos precipitamos sobre el más mínimo céntimo que cae y rueda por el suelo. Lo recogemos, lo frotamos hasta que brilla y lo olfateamos. Lanzamos una mirada de perro apaleado sobre el rico que lo ha dejado caer y que no se ha tomado la molestia de agacharse a recogerlo. Y yo con esos aires de mujer liberada, yo he sido explotada toda mi vida por el rey Parné, le debo la pérdida de mi virginidad, los primeros puñetazos en la nuca, las primeras patadas en el vientre, he sido humillada y golpeada, en cuanto veo un rico no puedo impedir mirarle como a un ser superior, levanto los ojos hacia él como si fuera el Mesías, me postro ante él para llenarle de incienso y mirra.
Furiosa contra sí misma, se colocó la falda y fue a echar una moneda en la máquina de café. El chorro hirviendo cayó sobre el vaso y esperó a que la máquina hubiese terminado de escupir su bilis negra. Agarró el vaso con las dos manos y disfrutó del calor que desprendía.
– ¿Qué haces esta noche? ¿Vas a ver al Viejo?
Era Bruno Chaval, que acababa de hacer una pausa frente a la máquina de café. Había sacado un cigarrillo que golpeaba sobre el paquete antes de encenderlo. Fumaba cigarrillos sin filtro, lo había visto hacer en las películas.
– Ay, no lo llames así.
– ¿Tienes un ataque de amor, chata?
– No aguanto que le llames el Viejo, así de simple.
– ¿Así que al final estás enamorada del gordito?
– Pues, sí.
– ¡Ah! Nunca me lo habías dicho.
– La conversación nunca ha sido una prioridad entre nosotros.
– Entiendo: estás de mala leche. Me callo.
Ella se encogió de hombros y frotó su mejilla contra el vaso caliente.
Permanecieron en silencio durante un rato, sin mirarse, bebiendo café a pequeños sorbos. Chaval se aproximó, pegó su cadera contra la de ella y dio un golpe de riñon, como si nada, para verificar que estaba realmente enfadada. Después, como no se movía, como no le rechazaba, hundió la nariz en su cuello y suspiró:
– Hummm, hueles a jabón del bueno. Tengo ganas de tumbarte y tomarme mi tiempo para olerte.
Ella se apartó dando un suspiro. Como si se tomase su tiempo. ¡Como si la acariciase! ¡Se dejaba querer, eso sí! Era él el que se tumbaba y ella debía hacer todo el trabajo hasta que gemía y se relajaba. Con suerte, después se lo agradecía o la abrazaba.
Cínico y encantador, arqueando su fino talle, encendiendo su cigarrillo, quitándose un mechón de pelo molesto, no dejaba de mirarla contemplándola con la satisfacción de un propietario contento con su adquisición. Sabía doblegarla, seducirla. Desde que se la había metido en el bolsillo -o más bien en la cama-, se había vuelto vanidoso. ¡Como si fuera una proeza! Se apropiaba del triunfo de su conquista y se le estiraba el cuello. Tenía acceso al jefe gracias a ella y el poder estaba al alcance de su mano. No era más que un vulgar empleado ¡e iba a convertirse en socio! Los hombres son así, no saben aceptar el éxito o la gloria sin extender las plumas y pavonearse. Y desde que Josiane le había prometido que hablaría con el Viejo y que conseguiría su ascenso, echaba humo de impaciencia. La buscaba por todos lados, en los pasillos, en los recodos, en los ascensores, para que ella le tranquilizase. ¿Ha firmado ya? ¿Ha firmado? Ella le rechazaba, pero siempre volvía. ¿Qué te has creído? La incertidumbre me pone de los nervios. ¡Ya me gustaría verte a ti!, gemía.
Esta vez también le hubiese querido preguntar: «¿Y bien? ¿Te ha dicho algo?». Pero se veía perfectamente que no era el momento. Esperó.
A Josiane no le duraban mucho los enfados. Era más bien simpática con los hombres. ¿Cómo es que no los odio más?, se preguntaba. ¿Cómo es que todavía me gusta hacer el amor? Incluso a los gordos, los feos, los violentos que me forzaron no los odio. No se puede decir que me hayan dado mucho placer, pero siempre vuelvo a caer. Y si disfrazan sus sucios vicios de suavidad y ternura, me pongo a cien. Basta con que me hablen suavemente, que me consideren un ser humano con alma, cerebro, corazón, que me concedan un sitio en la sociedad, para que me vuelva a convertir en una niña. Todas mis cóleras, mis rencores, mis venganzas desaparecen, estoy dispuesta a sacrificarme para que continúen hablándome con respeto y consideración. Que me digan palabras bonitas. Que me pidan mi opinión. ¡Qué tonta soy!
– Venga, guapita, ¿hacemos las paces? -susurró Chaval apoyando su mano sobre la cadera de Josiane y haciéndola girar contra él.
– Para, nos va a ver.
– ¡Que no! Diremos que somos buenos compañeros y que estábamos bromeando.
– Que no, te digo. Está en el despacho con la Escoba. Si sale y nos ve, la cago.
A lo mejor ya la he cagado. A lo mejor ya me ha sacrificado en el altar de la empresa. Con el tiempo que hace que quiere deshacerse de la fábrica de Murepain, estará dispuesto a todo para que ella firme. Va a prometerle mi cabeza en una bandeja. Yo no valgo mucho en comparación con ese contrato. Y entonces todo se irá al garete, Chef, Chaval y el dios Parné. Todos se pondrán al abrigo y yo me encontraré en la calle con el culo al aire, como siempre. Al pensar eso, Josiane perdió todo su valor y sintió cómo se reblandecía. Se apoyó contra Chaval y perdió valentía.
– ¿Al menos me quieres un poco? -preguntó con una voz que mendigaba ternura.
– ¿Que si te quiero, preciosa? ¿Acaso lo dudas? Estás loca. Espera un poco y verás cómo te lo demuestro.
Deslizó una mano bajo su trasero y se lo cogió.
– No, pero… si al final no sale bien, por suerte o por desgracia, ¿seguirás conmigo?
– ¿Qué? ¿Ha dicho algo contra mí? Dime, dime…
– No, pero de pronto tengo miedo…
Ella sintió cómo el dios Parné blandía un enorme cuchillo para rebanarle el cuello. Le temblaba todo el cuerpo y sintió un enorme vacío en su interior. Cerró los ojos y se acurrucó contra él. El reculó un instante, pero, viendo que se había puesto lívida, la sostuvo y la cogió por el talle. Ella se dejó llevar mientras murmuraba «sólo unas palabras, dime unas palabras bonitas, es que tengo tanto miedo, lo entiendes, tengo tanto miedo…». El comenzó a enfadarse. Dios, ¡qué complicadas son las mujeres! pensó. Hace apenas un minuto, me manda al cuerno, y un minuto después me pide que la consuele. Molesto, la tenía contra él, casi la sostenía porque la sentía sin fuerzas y abandonándose. Tan débil, a punto de desmayarse. Le acariciaba el pelo distraídamente. No se atrevía a preguntar si el Viejo había firmado su ascenso, pero eso le carcomía por dentro, así que la sostenía como quien tiene un paquete del que no puede desembarazarse. Sin saber muy bien qué hacer: ¿apoyarla en la máquina de café?, ¿sentarla? No había sillas… ¡Ay!, refunfuñó, eso el lo que pasa cuando pone uno su futuro en manos de una tía. Lo único que deseaba era librarse de los brazos de esa mujer. Follar vale, pero nada de chorradas después. Nada de juramentos de amor, de besos lacrimógenos. En cuanto nos acercamos demasiado, pillamos todos los miasmas de la afección.
– Venga, Josy, ¡domínate! A ver si al final sí que nos van a ver. Venga, ¡vas a estropearlo todo!
Ella se enderezó, se separó titubeando, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y pidió perdón… Pero era demasiado tarde.
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