Bueno, mis niñas, ya conocéis todo o casi todo de mi nueva vida. Se hace de día y voy a reunirme con mi ayudante para preparar las tareas de hoy. Os escribiré dentro de poco y muy a menudo, porque os echo de menos y pienso mucho en vosotras. He colocado vuestras fotos sobre la mesa de mi despacho y os presento a todo el que me pregunta: «Pero ¿quiénes son estas señoritas tan guapas?». Y contesto con orgullo: «Son mis hijas, las chicas más guapas del mundo». Escribidme. Decidle a mamá que os compre un ordenador, así podré mandaros fotos de la casa, de los cocodrilos y de los chinitos en pantalón corto. Ahora hay equipos muy baratos y no debería de suponer un gran gasto. Os envío un beso tan fuerte como mi amor por vosotras, papá.
P.D.: Adjunto una carta para mamá…
Hortense tendió una última hoja a Joséphine, quien la dobló y la metió en un bolsillo de su delantal de cocina.
– ¿No la vas a leer ahora? -preguntó Hortense.
– No… ¿Queréis que hablemos de la carta de papá?
Las niñas la miraron sin decir nada. Zoé se chupaba el pulgar. Hortense pensaba.
– ¡Qué estupidez eso de los cocodrilos! -dijo Zoé-. ¿Y por qué no se ha quedado en Francia?
– Porque en Francia no se crían cocodrilos, como bien dice. -suspiró Hortense-. Y, además, no paraba de decir que quería irse al extranjero. Cada vez que le veíamos, sólo hablaba de eso… Sólo me pregunto si ella se ha ido con él…
– Espero que le paguen bien y que le guste su trabajo -añadió Joséphine rápidamente para que las niñas no se pusiesen a hablar de Mylène-. Es muy importante para él salir a flote, tener de nuevo responsabilidades. Un hombre que no trabaja no puede sentirse bien consigo mismo… Y, además, está en su elemento. Siempre le gustaron los grandes espacios, los viajes, África…
Joséphine intentaba conjurar con palabras la aprensión que sentía. ¡Qué locura!, se decía. Espero que no haya invertido en ese negocio… ¿Qué dinero podría invertir? ¿El de Mylène? A mí me hubiese costado ayudarle. No iba a ser yo la que le echase una mano. Recordó entonces que tenían una cuenta común en el banco. Se propuso hablar con el señor Faugeron, su interlocutor en la entidad.
– Yo me voy a ver en mi libro sobre reptiles lo que fabrican los cocodrilos -declaró Zoé saltando de las rodillas de su madre.
– Si tuviésemos Internet, no necesitarías consultar un libro.
– Pero no tenemos Internet -dijo Zoé-, así que yo miro en los libros…
– Estaría bien que nos comprases un ordenador -dejó caer Hortense-. Todas mis amigas tienen uno.
Y si ha pedido prestado dinero a Mylène, es que su historia es seria. Quizás vayan a casarse… ¡Pero no, idiota, no puede casarse con ella, ¡no está divorciado!, suspiró Joséphine en alto.
– ¡Mamá, no estás escuchándome!
– Sí, sí…
– ¿Qué te he dicho?
– Que necesitabas un ordenador.
– ¿Y qué piensas hacer?
– No lo sé, cariño, tengo que pensármelo.
– Pensándotelo no vas a poder pagarlo.
¡Estará tan guapa como ama de casa! Rosada, fresca y delgada, esperando a Antoine, saltando al jeep para dar la vuelta al parque, preparando la comida, hojeando un periódico en una gran mecedora… Y por la noche, cuando él vuelve, un boy les sirve una buena cena que degustan a la luz de las velas. El debe de tener la impresión de reconducir su vida. Una nueva mujer, una nueva casa, un nuevo trabajo. Nosotras tres debemos de parecerle grises en nuestro pequeño piso de Courbevoie.
Esa misma mañana, la señora Barthillet, la madre de Max, le había preguntado: «Y bien, señora Cortès, ¿sabe algo de su marido?». Ella había respondido una tontería. La señora Barthillet había adelgazado mucho y Joséphine le había preguntado si estaba a régimen. «Se va usted a reír, señora Cortès, ¡hago la dieta de la patata!». Joséphine se había echado a reír y la señora Barthillet había continuado: «En serio, una patata cada noche tres horas después de la cena, y todas las ganas de dulce desaparecen. Parece ser que la patata, tomada antes de dormir, libera dos hormonas que neutralizan las ganas de azúcar y de glúcidos en el cerebro. Ya no se tienen ganas de picar entre horas. Así que se adelgaza, científicamente. Fue Max el que me encontró eso en Internet… No tiene usted Internet, ¿no? Porque si no le hubiese dado el nombre de la página. Curioso ese régimen, pero funciona, se lo aseguro».
– Mamá, no es un lujo, es una herramienta de trabajo… Podrías utilizarlo para tu trabajo y nosotras para los estudios.
– Lo sé, cariño, lo sé.
– Eso dices, pero no te interesa. Y, sin embargo, se trata de nuestro futuro…
– Escucha, Hortense, yo haré lo que sea por vosotras. ¡Lo que sea! Cuando digo que me lo voy a pensar, es para no hacerte promesas que no pueda cumplir, pero quizá lo consiga.
– ¡Oh, gracias mamá, gracias! Sabía que podría contar contigo.
Hortense se echó al cuello de su madre e insistió en sentarse sobre sus rodillas como Zoé.
– ¿Todavía puedo, mamá, no soy demasiado vieja?
Joséphine se echó a reír y la estrechó contra ella. Se sintió más emocionada de lo que hubiese debido. Tenerla contra ella, sentir su calor, el dulce olor de su piel, el ligero perfume que subía de su ropa llenaba sus ojos de lágrimas.
– Ay, mi niña, te quiero tanto, si supieras. Me siento tan desgraciada cuando nos enfadamos.
– No nos enfadamos, mamá, discutimos. No vemos las cosas de la misma forma, eso es todo. Y sabes, si a veces me enfado es porque, desde que papá se fue, estoy triste, muy triste, así que lo pago contigo gritándote, porque tú sí que estás…
A Joséphine le costó mucho contener sus lágrimas.
– Eres la única persona con la que puedo contar, ¿lo entiendes? Así que si te pido mucho es porque para mí, mamaíta, tú lo puedes todo… Eres tan fuerte, tan valiente, tan tranquilizadora.
Jo se llenaba de valor escuchando a su hija. Ya no tenía miedo, se sentía capaz de todos los sacrificios para que Hortense siguiese acurrucada contra ella y le diese toda su ternura.
– Te prometo que tendrás tu ordenador, cariño. Para Navidad… ¿podrás esperar hasta Navidad?
– Oh, gracias mamaíta. No podrías darme una alegría más grande.
Rodeó con sus brazos el cuello de Joséphine y apretó tan fuerte que ésta gritó: «¡Piedad! ¡Piedad! ¡Me vas a romper el cuello!». Después corrió a reunirse con Zoé en su habitación para anunciarle la buena noticia.
Joséphine se sentía aliviada. La alegría de su hija se reflejaba en ella y la liberaba de sus preocupaciones. Desde que había aceptado las traducciones, había apuntado a Hortense y Zoé al comedor del colegio y por las noches casi siempre cenaban lo mismo: jamón y puré. Zoé comía haciendo muecas, Hortense mordisqueaba. Joséphine rebañaba sus platos para no tirar nada. Por eso engordo, pensó, como por tres. Terminada la comida, lavaba los platos -el lavavajillas se había estropeado y no tenía dinero para arreglarlo o reemplazarlo-, limpiaba el mantel de hule de la mesa de la cocina, sacaba sus libros del estante y se ponía a trabajar. Dejaba que sus hijas encendiesen la tele y retomaba la traducción.
De vez en cuando oía sus comentarios. Cuando sea mayor seré diseñadora, decía Hortense, montaré mi propia casa de modas… Pues yo coseré vestidos para mis muñecas…, respondía Zoé. Ella levantaba la cabeza, sonreía, y volvía a zambullirse en la vida de Audrey Hepburn. Sólo se detenía para asegurarse de que se habían lavado los dientes e iba a darles un beso cuando se iban a la cama.
– Max Barthillet ya no me invita a su casa, mamá… ¿Por qué crees que es, mamá?
– No lo sé, cariño -respondía Joséphine, ausente-. Todos tenemos nuestras preocupaciones…
Читать дальше