– ¿Qué aspecto tiene?
– Parece un estudiante tardío… Viste una parka. Un hombre no lleva parka a menos que sea un estudiante tardío.
– O un cineasta que investiga o un explorador friolero o un licenciado en historia que prepara una tesis sobre la hermana de Juana de Arco… Hay muchas hipótesis, ¿sabes?
– Es la primera vez que me fijo en un hombre desde que…
Jo se detuvo. Todavía le costaba hablar de la partida de Antoine. Tragó y se repuso.
– Desde que Antoine se fue.
– ¿Os habéis vuelto a ver?
– Una vez o dos… cada vez, él me sonríe. No se puede hablar en la biblioteca, todo el mundo está en silencio… Así que nos hablamos con la mirada… Es guapo, ¡qué guapo es! ¡Y romántico!
El semáforo se puso en rojo y Jo aprovechó para sacar papel y lápiz de su bolso y preguntó:
– ¿Sabes cuándo Audrey rueda con Gary Cooper… y él habla un inglés raro?
– Era un auténtico cowboy. Venía de Montana. No decía yes o no, decía yup y nope. Ese hombre que ha hecho soñar a millones de mujeres hablaba como un granjero. Y, sin intención de decepcionarte, era más bien soso.
– El dice también: «Am only in film because ah have a family and we all like to eat!». ¿Cómo traducirías eso en lenguaje cowboy, precisamente…?
Shirley se rascó la cabeza y metió una marcha. Dio un volantazo a la derecha, otro a la izquierda y consiguió, tras insultar a dos o tres automovilistas, salir del atasco.
– Podrías poner: «Yo hago pelis pa dar de come a mi familia, que todos tienen buen saque…». Algo así. Mira en el plano si puedo girar a la izquierda, porque todo está atascado.
– Puedes, pero luego tendrás que volver a girar a la izquierda.
– Giraré a la izquierda. Es el lado del corazón, mi lado.
Joséphine sonrió. La vida se transformaba en centrifugadora con Shirley. Nunca se detenía en las apariencias, las convenciones, los prejuicios. Sabía exactamente lo que quería; iba derecha al grano. La vida según Shirley era sencilla. A veces se sorprendía de la forma en la que educaba a Gary. Hablaba a su hijo como si fuese un adulto. No le ocultaba nada. Le había dicho a Gary que su padre se había volatilizado cuando nació, le había dicho también que, el día que se lo pidiese, le daría su nombre para que lo buscase si quería. Había añadido que estuvo locamente enamorada de su padre, que había sido un niño deseado, amado. Que la vida era muy dura para los hombres de hoy en día, que las mujeres les exigían mucho y que no siempre tenían las espaldas lo suficientemente anchas para cargar con todo. Entonces, a veces, preferían darse a la fuga. Eso parecía haberle bastado a Gary.
Durante las vacaciones, Shirley se iba a Escocia. Quería que Gary conociese el país de sus antepasados, que hablara inglés, que conociese otra cultura. Ese año, cuando volvieron, Shirley estaba sombría y huraña. Se le había escapado esta reflexión: «El año que viene iremos a otra parte…». Después no volvió a mencionarlo.
– ¿En qué piensas? -preguntó Shirley.
– Pienso en tu lado místerioso, en todo lo que no sé de ti.
– ¡Mejor! Saberlo todo del otro es aburrido.
– Tienes razón… Sin embargo, a veces me gustaría ser vieja porque pienso que entonces sabría exactamente quién soy yo.
– En mi opinión, y sólo es una opinión, tu místerio reside en la infancia. Hay algo que pasó que te ha bloqueado. Me pregunto por qué te haces tan poco caso a ti misma, por qué tienes tan poca seguridad…
– Figúrate, yo también me lo pregunto.
– ¡Haces muy bien! Eso es un principio. La pregunta es la primera pieza del puzle a colocar. Hay gente que nunca se hace ninguna pregunta, que vive con los ojos cerrados y que nunca encuentra nada.
– No es tu caso.
– No… Y va a ser cada vez menos el tuyo. Hasta ahora te habías atrincherado en tu matrimonio, en tus estudios, pero estás empezando a sacar la nariz fuera y van a pasar cosas ¡ya verás! Cuando empezamos a movernos, empezamos también a remover la vida a nuestro alrededor. Y no te vas a librar. ¿Nos queda mucho?
A las cuatro en punto, avistaron la puerta de la empresa Parnell Traiteur. Shirley aparcó en el vado, impidiendo la entrada y salida de vehículos.
– Quédate en el coche y muévelo si molesta, ¿vale? Yo voy a hacer la entrega.
Joséphine asintió. Se colocó en el asiento del conductor y contempló a Shirley hacer juegos malabares con las cajas de pasteles. Las colocaba con el hombro, las apilaba bajo el mentón, las sostenía con los brazos y avanzaba a grandes zancadas. De espaldas parecía un auténtico hombre. Llevaba un peto de trabajo y una chaqueta gruesa. Pero sólo tenía que darse la vuelta para convertirse en Urna Thurman o Ingrid Bergman, una de esas rubias altas, cuadradas, la sonrisa franca, la piel clara y los ojos rasgados como los de un gato.
Volvió dando brincos y besó las dos mejillas de Jo.
– ¡Pasta! ¡Pasta! ¡Voy a poder salir a flote! Me toca bastante las narices este cliente, pero me paga bien. ¿Vamos a la cafetería y nos premiamos con una cervecita?
A la vuelta, mientras se dejaban arrullar por el traqueteo de la furgoneta, y Joséphine pensaba en el esquema de su conferencia, una silueta que cruzaba frente a ella la sacó de sus pensamientos.
– ¡Mira! -gritó Jo agarrando a Shirley por la manga-. Allí delante.
Un hombre en parka, con media melena castaña, las manos en los bolsillos, cruzaba sin prisas.
– No puede decirse que sea nervioso. ¿Le conoces?
– ¡Es él, el hombre de la biblioteca! Ese… ya sabes… mira que guapo e indolente.
– Como indolente, sí, es indolente.
– ¡Qué presencia! Está aún más guapo que en la biblioteca.
Joséphine se echó hacia atrás en su asiento por miedo a que él la viese. Después, sin poder aguantar, se acercó y pegó la nariz al parabrisas. El chico de la parka se había vuelto y hacía grandes gestos mostrando el semáforo que iba a pasar a verde.
– ¡Ay! -dijo Shirley-. ¿Ves lo que yo veo?
Una chica rubia, delgada, encantadora, se lanzó hacia él y le agarró. Le metió una mano en el bolsillo de la parka y le acarició la mejilla con la otra.
Joséphine bajó la cabeza y suspiró.
– ¡Ya está!
¿Ya está qué? -rugió Shirley-.Ya está que no sabe que estás aquí. Ya está que puede cambiar de opinión. Ya está que te vas a convertir en Audrey Hepburn y seducirle. Ya está que dejas de comer chocolate mientras trabajas. Ya está que adelgazas. Ya está que él no ve más que tus grandes ojos, tu talle de avispa y ya está que cae a tus pies. Ya está que eres tú la que metes la mano en el bolsillo de su parka. Y ya está que echáis una canita al aire. Es así como debes pensar, Jo, y no de otro modo.
Joséphine la escuchaba todavía con la cabeza gacha.
– No debo de estar hecha para vivir grandes historias de amor.
– No me digas que ya te habías imaginado toda una novela.
Jo, lastimosa, afirmó con la cabeza.
– Me temo que sí…
Shirley metió una marcha, empuñó el volante, y arrancó de un golpe seco y violento, descargando toda su rabia contra la calzada y dejando en ella la huella de sus neumáticos.
* * *
Esa mañana, al llegar al despacho, Josiane había recibido una llamada de su hermano para informarle de que su madre había muerto. A pesar de que sólo recibió golpes de su madre, lloró. Lloró por su padre muerto diez años antes, por su infancia salpicada de sufrimiento, por la ternura que nunca tuvo, la risa que nunca compartió, los cumplidos que nunca escuchó, sobre todo por ese vacío que tanto le dolía. Se sintió huérfana. Después se dio cuenta de que era realmente huérfana y redobló su llanto. Era como si recuperase el tiempo perdido: de pequeña no tenía derecho a llorar. Un gesto de llanto y venía la bofetada, que silbaba en el aire y llegaba para quemarle la mejilla. Comprendió, mientras derramaba las lágrimas, que estaba tendiendo la mano a esa niña que nunca había podido llorar, que era una manera de consolarla, de tomarla en sus brazos, de hacerle un pequeño sitio a su lado. Es extraño, se dijo, tengo la impresión de desdoblarme: la Josiane de treinta y ocho años, astuta, determinada, que sabe llevar las riendas de la vida sin ser vapuleada, y la otra, la niña de cara sucia y torpe a la que le duele la tripa de miedo, de hambre, de frío. Llorando, las reunía a las dos y se sentía bien con ese encuentro.
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