El continuaba «cambiando de aires». Con Mylène. Va a hacer seis meses que se airea, pensó, sintiendo cómo montaba en cólera. Hundirse en esos ataques de rabia era cada vez más frecuente.
Cuando él vino a buscar a las niñas a principios de julio, fue doloroso, muy doloroso. La puerta del ascensor que se cierra. «¡Adiós, mamá, trabaja bien!». Y después el silencio en el hueco de la escalera. Y después… había corrido hasta el balcón y visto a Antoine que cargaba el coche, abría el maletero, colocaba las dos maletas y… delante, en el lugar que antes ocupaba ella, un codo que sobresalía. Un codo de algodón rojo.
¡Mylène!
Se la llevaba de vacaciones con sus hijas.
¡Mylène!
Estaba sentada en su sitio.
¡Mylène!
Sin esconderse, el codo apoyado fuera del coche. Su codo rojo.
Jo sintió, por un instante, ganas de correr y coger a sus hijas por el cuello y arrancarlas de las garras de su padre, pero se lo pensó. Antoine tenía todo el derecho, el más estricto derecho. No había nada que decir.
Se había dejado caer sobre el suelo de cemento del balcón. Se había tapado la cara con los puños y llorado, llorado. Un buen rato. Sin moverse. Pasando y repasando sin parar la misma película. Antoine presentando a Mylène a sus hijas, Mylène sonriéndolas. Antoine conducía. Mylène llevaba el mapa. Antoine proponía detenerse en un restaurante, Mylène lo elegía. Antoine había alquilado un piso con las niñas y Mylène. La habitación de sus hijas, su habitación con Mylène. El dormía con Mylène y sus hijas, en la habitación de al lado. Por la mañana, preparaban el desayuno juntos. ¡Todos juntos! Antoine iba al mercado con sus hijas y Mylène. Corría por la playa con sus hijas y Mylène. Llevaba a la feria a sus hijas y a Mylène. Compraba algodón de azúcar a sus hijas y a Mylène. Las palabras formaban una única cantinela que recitaba «sus hijas y Mylène, Antoine y Mylène». Entonces había respirado profundamente y gritado: «¡Familia recompuesta y una mierda!». Se había extrañado de oírse gritar así y había dejado de llorar.
Ese día, Joséphine había comprendido que su matrimonio había terminado. Un codo de tela roja había sido más eficaz que todas las palabras dichas entre Antoine y ella. Se acabó, se había dicho dibujando sobre una hoja de papel un triángulo que había coloreado de rojo chillón. Se a-ca-bó. Punto y final.
Había colgado el triángulo rojo en la cocina encima de la tostadora con el fin de contemplarlo todas las mañanas.
Al día siguiente, había retomado sus traducciones.
Más tarde, cuando viajó a Deauville, a casa de Iris, supo que Zoé había llorado mucho durante ese mes de julio. Se había enterado por Iris, que lo sabía por Alexandre, a quien Zoé se había confiado. «Antoine les ha dicho que tendrían que ir acostumbrándose a Mylène porque pensaba vivir con ella, y tenían un proyecto para después del verano… ¿Qué proyecto? Nadie lo sabe…». Las niñas no hablaban de ello. Joséphine se había mordido la lengua para no hacerles preguntas.
«¡Esas pobres niñas han empezado mal la vida!», había declarado su madre a Iris. «¡Dios mío, lo que se obliga a sufrir a los niños en nuestros días! Y luego nos extrañamos de que la sociedad vaya mal. Si los padres no saben comportarse, ¿qué se puede esperar de los hijos?».
Su madre. Ya no la veía. Desde el mes de mayo. Desde su enfrentamiento en el salón de Iris. Ni una palabra. Ni una llamada de teléfono. Ni una carta. Nada. No pensaba en ello continuamente, pero cuando oía, en la calle, a una mujer de su edad inclinada sobre una anciana a la que llamaba «mamá», sentía cómo sus rodillas flojeaban y buscaba un banco para sentarse.
Y, sin embargo, se negaba a dar el primer paso. Y, sin embargo, no quitaba ni una sola coma al discurso que había pronunciado esa noche.
Se preguntaba incluso si no había sido esa escena con su madre la que le había dado la energía para trabajar. Nos sentimos muy fuertes cuando dejamos de hacer trampas. Esa noche dejaste de fingir y, desde entonces, ¡mira cómo avanzas! Esa teoría era de Shirley. Y Shirley podía no estar equivocada.
Sola. Sin Antoine, sin su madre. Sin hombre.
En la biblioteca, en los estrechos pasillos, entre los estantes de libros, había chocado contra un hombre que caminada en sentido contrario. Ella llevaba los brazos cargados de libros y no lo había visto. Todos los volúmenes habían caído al suelo con gran estruendo, y el desconocido se había agachado para ayudarla a recogerlos. Él la había mirado con los ojos como platos, lo que había provocado a Joséphine un ataque de risa que le obligó a salir para calmarse. Cuando volvió, él le guiñó un ojo en señal de connivencia. Se había sentido turbada. Toda la tarde estuvo buscando su mirada, pero él había mantenido los ojos fijos en sus papeles. Una de las veces que levantó la mirada, él ya se había ido.
Lo había vuelto a ver y él le había hecho una señal con la mano con una sonrisa muy dulce. Era alto, flaco, el pelo castaño le caía en los ojos, y sus mejillas parecían aspiradas de lo hundidas que estaban. Colocaba delicadamente su parka azul marino sobre el respaldo de la silla antes de sentarse, le quitaba el polvo, la alisaba y se dejaba caer como un bailarín sobre la silla girando el respaldo. Tenía las piernas largas y delgadas. Jo le imaginaba bailando claqué. Con medias negras, chaqueta negra y chistera negra. Su rostro cambiaba a menudo de apariencia. A ella le parecía guapo y romántico, y un instante después pálido y melancólico. Nunca estaba segura de recordarlo. A veces perdía su imagen y debía mirar varias veces antes de reconocerlo, en carne y hueso.
No se había atrevido a contarle la historia del hombre joven a Shirley. Se habría reído de ella. Pero tendrías que haberle invitado a un café, preguntado su nombre, saber sus horarios. ¡Qué tonta eres!
Pues, sí… ¡Soy tonta y eso no es nada nuevo!, suspiró Joséphine, garabateando en su hoja de cuentas. Lo veo todo, lo siento todo, capto miles de detalles como astillas que me despellejan viva. Miles de detalles que a otros no les afectan porque tienen la piel de cocodrilo.
Lo más duro era el no dejarse invadir por el pánico. El pánico llegaba siempre por la noche. Sentía crecer dentro de ella el peligro del que no podría huir. Daba vueltas y vueltas en su cama sin conseguir dormirse. Pagar la letra del piso, la comunidad, los impuestos, la bonita ropa de Hortense, el mantenimiento del coche, los seguros, la factura del teléfono, el abono de la piscina, las vacaciones, las entradas de cine, los zapatos, los aparatos dentales… Enumeraba los gastos y, con los ojos abiertos, aterrorizada, se acurrucaba entre las mantas para dejar de pensar. A veces se despertaba, se sentaba en la cama, y hacía y rehacía las cuentas de arriba abajo y constataba que no, que no lo conseguiría a pesar de que, de día, las cifras habían dicho que sí. Encendía la luz, presa del pánico, iba a buscar el trozo de papel en el que había escrito sus cuentas y las repasaba de arriba abajo hasta conseguir cuadrar… su conciencia, y apagaba la luz, agotada.
Tenía miedo de la noche.
Echó un último vistazo a las cifras a lápiz y a las escritas a bolígrafo rojo y constató, tranquilizada, que por el momento no se desbordaban. Su mente voló hacia la conferencia que debía preparar. Recordó un pasaje que había leído. Se había dicho que sería útil copiarlo y servirse de él. Fue en su busca y lo encontró. Decidió colocarlo al principio de su conferencia.
«Los trabajos de historia económica destacan toda la etapa que va desde 1070 hasta 1130 en Francia: encontramos en aquel entonces tanto abundantes fundaciones de burgos en entornos rurales como los primeros signos de desarrollo urbano, tanto la penetración de la moneda en el campo como el establecimiento de corrientes comerciales interurbanas. Y ese tiempo de dinamismo e innovación es también aquel en el que la extorsión señorial se hace sistemática. ¿Cómo abordar la relación entre estos dos hechos: despegue económico a pesar de los señoríos o gracias a ellos?».
Читать дальше