He estado alimentando a un monstruo, pensó Philippe. Esa constatación no era dolorosa. En eso se demuestra que el amor se aleja de uno: ya no duele. Se mira el objeto que antaño se amó con mirada fría, se constata que es de una forma, o de otra, y que no se puede cambiar. Soy yo el que ha cambiado. Así que se acabó. Se acabó del todo. Todo lo que sentía ahora era asco mezclado con una cólera imprecisa. Durante años estuvo obsesionado con ella, sólo tenía una preocupación: gustarla, impresionarla, convertirme en el mejor abogado de París y después el mejor abogado de Francia y después un abogado internacional. Había empezado a coleccionar obras de arte, a comprar manuscritos, a financiar compañías de ballet, óperas, había creado un fondo de mecenazgo… Para que ella estuviese orgullosa de él. Orgullosa de llamarse señora de Philippe Dupin. Sabía que no respetaba el dinero: Chef le había dado todo el dinero que quería. Ella quería ser una creadora. Escribir, dibujar, dirigir, ¡cualquier cosa! con tal de que le reconocieran un talento. Él le había ofrecido toda una paleta de talentos. Había creído, ingenuo, que le bastaría con estar a su lado cuando él eligiese cuadros o financiara la creación de un espectáculo para ser feliz. A él le hubiese encantado que ella le acompañase a las ferias internacionales de arte moderno, que asistiese a las reuniones donde eran leídos manuscritos de obras de teatro, que le ayudase a elegir, a seguir los ensayos. Al principio había estado presente, pero pronto se había desinteresado. No era a ella a quien se honraba, sino al dinero, al nombre y al gusto de su marido.
Sus ojos dieron la vuelta a la habitación y reconocieron cada obra de arte. Es la historia de nuestro amor. De mi amor, corrigió, porque ella nunca me ha amado. A ella le gusté. Ella me apreció. Sus mentiras tuvieron éxito allí donde mi amor ha fracasado. Ya no la quiero y ya no podré pretender lo contrario nunca más. Para la supervivencia de una pareja, es mejor dos buenas mentiras que dos verdades malvadas. Era el final. Sólo le quedaba una cosa por hacer y se iría. De forma grandiosa. Un poco ridícula, es cierto, pero grandiosa. Organizar un final con elegancia. ¡Será mi propia obra de arte!
Sus ojos se fijaron en el último recorte de prensa. Un artículo que no hablaba de ella, sino del festival de cine de Nueva York. Había subrayado un nombre con fosforescente amarillo: Gabor Minar. Era el invitado de honor: se presentaba su último largo metraje, Gypsies, premiado en el Festival de Cannes. Ya está, pensó Philippe, Gabor Minar… El eterno Gabor Minar, con su pose de director barroco y deslumbrante. Con su físico de rebelde despreocupado y sus películas de ritmo asombroso. Se decía de él que había despertado al séptimo arte anclado en sus efectos especiales. Que había sabido devolver al cine su sentido y su riqueza. En la foto, sonreía, con mechones de pelo en sus ojos, el cuello de su polo abierto. Cerró la carpeta con un gesto seco, miró la hora, era demasiado tarde para llamar a Johnny Goodfellow. Le llamaría mañana.
Cuando Iris volvió aquella tarde, blandía un número de l'Express.
– ¡Número cuatro en la lista de ventas! En quince días. He llamado a Serrurier, sacan cuatro mil quinientos ejemplares diarios, además de la tirada inicial. ¿Te das cuenta? Cada día cuatro mil quinientas personas compran el libro de Iris Dupin. Entro en los primeros puestos. La próxima semana, te apuesto que estoy en el número uno. Y tú que te preguntabas si era necesario dejarme cortar el pelo en público.
Se echó a reír y besó la revista.
– Hay que vivir conforme a nuestra época, querido. Ya no estamos en los tiempos de los trovadores, eso seguro. Carmen, deprisa, deprisa, a la mesa, tengo un hambre de lobo.
Sus ojos brillaban con una llama dorada y dura que quemaba la revista que sostenía entre sus manos. La bajó, se giró hacia él extrañada por su silencio, le dirigió una gran sonrisa e inclinó la cabeza esperando que la felicitase. El se inclinó educadamente y la felicitó.
* * *
Joséphine se frotó los ojos y se dijo que no estaba soñando: la mujer, sentada frente a ella en el autobús 163, leía su novela. La leía hambrienta, metida en el libro, pasando las páginas con cuidado, devorando cada línea como si no quisiera perderse ni una miga. A su alrededor, la gente se movía, hablaba por teléfono, tosía, se hablaba, ella no se movía. Leía.
Joséphine la miró de arriba abajo asombrada. ¡ Una reina tan humilde en el 163!
Así que era verdad lo que escribían en los periódicos: su libro se vendía. Como rosquillas. Al principio no se lo creía. Había llegado a decirse que debía de ser Philippe el que los compraba todos. Pero ver Una reina tan humilde en el 163 le demostraba que el éxito era real.
Cada vez que leía una buena crítica, tenía ganas de lanzar gritos de victoria, de reír hasta llorar, de dar saltos de canguro. Corría a casa de Shirley. Era el único sitio donde podía dejar libre curso a su alegría. «Funciona, Shirley, funciona, ¡he escrito un best seller! Te das cuenta, yo, la pequeña investigadora oscura, con un salario de miseria, conferencias polvorientas, ¡el patito feo que no entiende nada de la vida! En mi primer intento, ¡doy un golpe maestro!». Shirley gritaba Olé y bailaban un flamenco endiablado. Gary las había sorprendido una vez rojas y sin aliento.
Después, con el paso del tiempo, la invadió una sensación de enorme vacío. La sensación de haber sido robada, engañada, utilizada. Ensuciada. Iris estaba en todas partes. Iris sonreía en todos lados. Los ojos azules de Iris la sorprendían en todos los quioscos de periódicos. Iris hablaba de la angustia de escribir, de la soledad, del siglo XII, de san Benito. ¿Cómo se le había ocurrido su historia? Al entrar en el Sacré-Coeur, una noche de melancolía. Al mirar la estatua de una santa tan hermosa, de rostro tan dulce que le había escrito una historia a medida. ¿La idea de llamarla Florine? Estaba haciendo un pastel para mi hijo y vertí harina marca Francine en el molde. Francine-Florine-Francine-¡Florine! Joséphine escuchaba anonadada: ¿pero de dónde saca todo eso? Un día la escuchó incluso evocar a Dios y a la inspiración divina para explicar la fluidez de su escritura, «no soy yo la que escribe, me lo dictan». Joséphine se había caído de golpe sobre el taburete cerca de la pila. «¡Eso sí que es tener cara!», repetía.
Abrió la cristalera que daba al balcón y miró a las estrellas. Esto es demasiado, ¡ya no puedo más! Ya es bastante duro verla posar, apropiarse de Florine, pero si, además, se apropia de ella misma también. ¿Qué me queda? ¿Hacer el zángano? ¡Los zánganos son feos! ¿Y cómo sabe ella que os hablo? Nunca se lo he dicho o sí, quizás una vez… ¡Se sirve de todo! Es un vampiro.
Esa noche, tras haber sorprendido a una lectora en el autobús, llamó a la puerta de Shirley. No había nadie. Volvió a su casa, encontró una nota de Zoé que decía: «Mamá, voy a dormir en casa de Alexandre, Carmen viene a buscarme. Hortense me ha dicho que te diga que salía esta noche, que volvería tarde, que no te preocupases, te quiero, Zoé».
Estaba sola. Se recalentó un resto de quiche, añadió dos hojas de lechuga y vio caer la noche. Triste, tan triste.
Cuando anocheció, abrió la cristalera que daba al balcón y miró las estrellas.
– ¿Papá? -intentó-. ¿Papá? ¿Me oyes?
Y añadió con una vocecita de niña:
No es justo… ¿Por qué es ella la que siempre está en primera fila, dime? Una vez más, me han borrado. Cuando éramos pequeñas y nos hacía una foto, mamá insistía para que se viese bien a Iris. Los ojos de Iris, el peinado de Iris, apártate un poco, Jo, no veo el bajo del vestido de Iris.
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