El producto estrella: mi fondo blanco. ¡Lo adoran! Se transforman en muñequitas redondas y pálidas. Apenas la coloco en los estantes, la mercancía desaparece entre sus pequeñas y ávidas manos. Míster Wei me ha propuesto asociarnos. Mitad y mitad. Yo aporto mi savoir faire, la filosofía, el espíritu, el buen gusto francés, y él se ocupa de la fabricación y de la venta. Dice que no costará nada producirlo. Tengo que hablar de ello con Antoine. Tiene tantas preocupaciones que tengo miedo de sobrecargarle con mis proyectos.
Esa misma noche, mientras Pong les servía en silencio, Mylène anunció que había enviado un proyecto de contrato a míster Wei y que estaba pensando asociarse con él.
– ¿Lo has firmado?
– No, todavía no, pero está casi hecho…
– ¡No me habías dicho nada!
– Sí, cariño, te hablé de ello, pero no me escuchaste. Pensabas que era una diversión de niña pequeña. Hay mucho dinero en juego, sabes.
– ¿Has pedido consejo a alguien antes de firmar?
– He hecho redactar un contrato muy simple, con el monto de las inversiones, el de los porcentajes, un depósito de licencia a mi nombre pagado por Wei… Algo muy claro y que yo pueda entender.
Soltó una risita ahogada para demostrar a Antoine que no era víctima de su inexperiencia.
– ¿Has empezado estudios de derecho? -preguntó Antoine en tono socarrón-. Pásame la sal, quieres… ¿Esto es un guisado de qué? ¡No sabe a nada!
– Antílope…
– Pues está asqueroso.
– Ahora no tengo mucho tiempo de cocinar.
– Pues, vaya, prefería cuando tenías tiempo. Habrías hecho mejor abriendo un restaurante.
– ¿Ves? No se puede hablar en serio contigo.
– Vamos, te escucho.
– Bien: en mi último viaje a París fui a ver a un abogado especializado. En los Campos Elíseos…
– ¿Y quién te dio su nombre?
– Llamé a la secretaria de tu suegro. Se llama Josiane. Muy amable. Nos hemos caído bien. Le dije que llamaba de tu parte, que necesitaba una información, el nombre de un buen abogado, uno bien astuto acostumbrado a pelearse con los tiburones más duros del planeta.
– ¿Y?
– No fue difícil: me dio un nombre, un teléfono, y llamé. Como llamaba de parte de Marcel Grobz, fue muy amable y aceptó ocuparse de mi asunto. Incluso me invitó a cenar; fuimos a un callaré ruso al lado de su despacho.
– ¿Hiciste eso? ¿Te serviste de las relaciones de Chef cuando ni siquiera le conocías? Y eso que puede que él te deteste.
– ¿Y por qué iba él a detestarme? No le he hecho nada…
– Te recuerdo que, por culpa tuya, dejé a mi mujer y a mis dos hijas. Me parece que olvidas…
– Yo no te pedí que te fueras. Fuiste tú el que te marchaste solo… Tú el que me embarcaste en esta aventura.
– ¿Porque ahora te arrepientes?
– No. No me arrepiento de nada. No sirve de nada arrepentirse. Intento arreglármelas, eso es todo. No tienes por qué enfadarte conmigo por eso…
Discutían en voz baja para no despertar las sospechas de Pong. Discutían sonriendo, pero cada palabra susurrada era una flecha envenenada. ¿Cómo empezó esto? Se preguntó Antoine volviendo a servirse vino. Le doy demasiadas vueltas a las cosas. Debería hacer como todo el mundo y dejar de pensar. Ganar dinero pero, sobre todo, dejar de pensar. Es en África donde he sido más feliz y creí que, al volver, sería feliz de nuevo. Empezar de nuevo aquí. Y me traje a esta adorable zorrita que decía que iba a cuidar de mí. ¡Tonterías! Sólo yo puedo cuidar de mí mismo y me saboteo con método y encarnizamiento. ¿Por qué reprochárselo? No es culpa suya. Me he vestido con ropa demasiado grande para mí. Jo tiene razón. Todas tienen razón. Lanzó una sonrisa irónica, una sonrisa que se reía de sí mismo, pero Mylène la confundió.
– ¡Oh! ¡No te enfades! Te quiero tanto. Lo he dejado todo para seguirte. Habría ido a cualquier sitio… Sólo quiero dedicarme a algo. No estoy acostumbrada a no hacer nada. Siempre he trabajado, desde que era pequeña…
Redondeaba la boca como una niña a la que hubiesen sorprendido diciendo una gran mentira y que defiende su inocencia. Sus grandes ojos azules le miraban con un candor que le irritó.
– ¿Y no intentó seducirte en el cabaré?
– Ves el mal por todas partes.
– Eres temible, Mylène, temible… Y todo eso sin decirme nada.
– Quería darte una sorpresa… Y, además, cada vez que intentaba hablarte, cambiabas de tema. Así que renuncié. Pero no debes enfadarte, cariño, es sólo para entretenerme, sabes… Si no funciona, míster Wei perderá lo que ha puesto y yo no habré invertido nada de nada. Y si funciona, me lleno los bolsillos y tú te conviertes en el director general de mi pequeña empresa.
Antoine la contempló estupefacto. Estaba pensando en contratarle. Debía de estar calculando su salario y la suma de su prima anual. Un chorro de sudor recorrió su espalda y después sus axilas, sus brazos, su torso… No, ¡eso no! ¡Eso no! Apretó los dientes.
– Cariño, ¿qué te pasa? ¡Estás completamente mojado! Se diría que sales de la ducha. ¿Estás enfermo?
– He debido de comer algo en mal estado. Es este guiso de antílope que no me pasa.
Tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó para ir a cambiarse.
– Sabes, mi amor, no debes enfadarte. Es como una apuesta. A lo peor no funciona. Y a lo mejor, sí. Y entonces seré rica, rica, ¡rica! Sería divertido, ¿no?
Antoine se detuvo en el umbral de la casa. No había dicho «seremos», había dicho «seré». Se quitó la camisa y desapareció en el interior.
* * *
Philippe Dupin se dejó caer en el sofá del despacho de su mujer y suspiró. Si le hubiesen dicho que un día rebuscaría entre las cosas de Iris como un marido celoso… Cuando veía, en el cine, a un hombre haciendo eso, le compadecía. Abrió una carpeta rosa colocada sobre la mesa, en la que Iris había escrito en grandes letras NOVELA. Abajo, en rotulador verde: «Una reina tan humilde». Quizás pretende escribir otras, pensó abriendo la carpeta. O hacer que otros se las escriban. Era más fuerte que él, tenía que saber la verdad. Enfrentarse a ella hubiese sido más noble. Pero no se podía hacer frente a Iris. Siempre acababa escurriéndose. Cuando había vuelto del programa de televisión que él había visto junto a Alexandre y Carmen, mientras cenaban en la mesita baja frente al televisor, ella se había plantado delante de ellos y había lanzado triunfante: «¿Qué tal he estado? Soberbia, ¿no?». No tuvieron el valor de responderle. Ella había esperado y, después, ante el silencio que se prolongaba, había suspirado: «¡No sabéis nada! Eso se llama marketing, y si no se hace eso, el libro no se vende. Soy una completa desconocida, es una primera novela, ¡hay que ponerla en órbita! Y, además, ¡va a crecer!», había añadido pasándose los dedos por el pelo. Se acabó la discusión. Al día siguiente, había corrido a su peluquería para que le hiciesen un corte, uno auténtico de los de ciento sesenta y cinco euros. Los cabellos cortos subrayaban la inmensidad y el brillo de sus grandes ojos azules, la línea de su largo cuello, el óvalo perfecto de su rostro, sus hombros dorados brillaban como las iniciales de un blasón sobre un tapiz. Parecía un paje inocente. «Mamá, mamá, ¡parece que tienes catorce años!», había exclamado Alexandre. Philippe se había sentido turbado y, si no hubiese sido por el sordo asco que sentía por todo ese asunto, se habría emocionado.
Abrió la carpeta. Estaba llena de recortes de periódico. De los diarios. Los mensuales no habían salido todavía. Van a llenarse con ella, con sus mentiras, sus alegatos. Recorrió con la mirada los primeros artículos. Algunos firmados por periodistas que él conocía. Hablaban todos de Iris y de su audacia. «A star is born», titulaba uno de ellos. «La sorpresa del chef», titulaba otro. Un periodista más serio se preguntaba dónde se detenía el espectáculo y dónde empezaba la literatura, pero reconocía que el libro estaba bien escrito, aunque era «un poco universitario» y muy bien documentado. «Se ve bien que Iris Dupin conoce el siglo XII de memoria y nos lo hace revivir con maestría. Todo es real. Todo es intrigante. Se pone uno a seguir la regla de san Benito como quien sigue la intriga de una película de Hitchcock». Recorrió los artículos con la mirada. Seguían reflexiones de Iris sobre la escritura, la dificultad de una primera novela, las palabras que huyen, la angustia de la hoja en blanco. Hablaba muy bien de aquello, recordaba sus años de estudios en Columbia, sus pinitos como guionista, citaba los consejos de Gide a un joven escritor: «Para no sentirse tentado de salir, ¡aféitese usted el cráneo!». «Lo que no me atreví a hacer, por coquetería, me ha sido impuesto. No se puede hacer trampas con la escritura. Siempre te descubre. No estoy arrepentida, sólo vivo para la literatura». O bien: «He vivido nueve meses bebiendo tan sólo agua hervida y comiendo patatas de piel roja, sólo así encontraba la inspiración». En las fotos, llevaba unos vaqueros de cintura baja, una camiseta que apenas le llegaba por encima del ombligo y, con su nuevo corte a lo garçonne, ponía una expresión de quinceañera rebelde. En otro, le habían escrito «love» y «money» con carmín sobre la nuca, y ella se dejaba fotografiar la cabeza inclinada con el fin de que las dos palabras se viesen bien. La leyenda decía: «Lleva sobre su nuca la historia de su novela y el destino del mundo». ¡Casi nada! Suspiró Philippe, ¡el destino del mundo sobre la nuca de mi mujer! Otro añadía: «Los adolescentes se van a volver locos, a los hombres les va a encantar, las mujeres van a encontrar su portavoz. Este libro es la reconciliación de los Antiguos con los Modernos». Más abajo, se enteró de que un millonario ruso había puesto a disposición de Iris su avión privado con el fin de que pudiese ir de compras a Londres o a Milán, y que una marca de perfume quería comprar el título del libro para lanzar una nueva fragancia. A todas estas propuestas, Iris respondía, modesta, que se sentía muy halagada, pero que todo eso estaba «muy lejos de la literatura. No quiero convertirme en un mono de feria. Pase lo que pase, sea el libro un éxito o un fracaso, yo continuaré escribiendo, es lo único que me interesa».
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