Rosa Chacel - Estación. Ida y vuelta

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Estación. Ida y vuelta: краткое содержание, описание и аннотация

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Estación… muestra ya en todo su esplendor las más brillantes facetas del talento de Rosa Chacel: la capacidad de reflexión -muy orteguiana también- sobre conceptos o actitudes (véase por ejemplo el hermoso párrafo que empieza: `Es cobarde temer las sorpresas`), y la emoción y belleza en las descripciones de objetos y paisajes cotidianos: un patio, el silencio, los abrigos…

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Desde aquel día la escalera tuvo sus sombras. Los vecinos, al llegar o al salir de sus puertas, notaban que algo huía, que la escalera se quedaba con el gesto falsamente tranquilo de «Aquí no ha pasado nada». Nosotros, en cambio, nos compenetramos con ella, dejamos de temerla y nos decidimos a habitar sus batientes de oscuridad. Su condición de sitio transitorio llegó a influirnos de tal modo, que nuestras efusiones, aunque durasen horas, tuvieron siempre el atropellamiento y la ansiedad de una continua llegada o despedida.

Los que están agobiados de trabajo se lamentan de no ver la primavera por no poder ir al campo. Algunos llegan al verano diciendo que no se han enterado de ella. Peroéstos son los que no la conocen sin sus atributos de estampa japonesa. Los observadores del año, sobre todo los enamorados del año madrileño, con su invierno moscovita y su verano tropical; los que viven pulsando los días con atención de labradores, porque saben la repercusión de las locuras del año en su cosecha, la sienten venir estén donde estén. Para ésos hay una primavera de interior, de dentro afuera. No necesitan esas irrupciones en que la primavera abre ventanas con el aire tibio de su abanico. Cosa que no sucede hasta que ha llegado a la pubertad. Podría decirse que la ven nacer. Al lado de cada solitario, en el rincón más oscuro y cerrado, en cualquier cosa, en un objeto duro y sin apariencia de capacidad para las repercusiones vitales, el que está a la expectativa de la primavera la ve nacer en su momento.

Este año llegó a la casa en algo imperceptible de puro corriente. La mañana que notamos en la escalera, a la hora que barren el portal, que el olor del serrín mojado era como el de la lluvia cuando hay cerca pinares. Bastándonos esto para que se declarase en nosotros el estado primaveral, para que volviésemos a sentirlo, a encontrarla en mil cosas; para que fuera invadiéndonos la vida y obligándonos a modificarla. Comprendimos que había llegado el tiempo de faltar a clase. ¡Cómo nos gustaba imaginar la clase en esos días en que el profesor se encuentra sólo con un alumno! El viejo alumno y alumno viejo que no falta en ninguna, como si todas las aulas tuviesen una plaza de alumno profesional para que los días de des-bandada puedan ejercer el rito, el profesor en su tribuna y el alumno en el primer banco, hablando mano a mano de cosas fuera de programa. Por las mañanas se salvaban las clases pensando en preparar la escapada de la tarde. El fresquito de las ocho, al salir en nuestra calle sin sol, nos hacía olvidar la primavera; nos resultaba siempre sorprendente ver pasar a las cocineras con su ramo de rosas asomando en la cesta. Y esta impresión estimulante y optimista de nuestras mañanas llenarían mi recuerdo si no me hubiese encontrado también en el portal, al volver solo un día de fiesta, con la chica del velito, que bajaba. Y si la observé fue porque llevaba una tristeza… Porque llevaba su velito prendido con una tristeza especial. Una muchacha que seguramente no era triste; parecía como si aquel día estrenase su tristeza: la ostentaba como una indumentaria más refinada que la de costumbre. Como esas chicas que han estado ahorrando todo el año para estrenar un día vestido, medias y zapatos del mismo color; que para ellas es el colmo de la elegancia.

Aquella chica parecía vestida por primera vez del color de su tristeza, y cuando me dio los buenos días, de su voz también se desprendió el mismo tono. Como la que va vestida de heliotropo y el perfume también es de heliotropo, que es ya la perfección.

No sé por qué presentí que tenía relación con nosotros, y subí corriendo, porque sabía que se me esperaba en el descansillo. En el modo con que ella me alargó una mano, sin despegarse de la barandilla, comprendí que había interrumpido una despedida, que había cogido la mano que se quedó colgando del apretón de la del velito lánguido.

Yo quería saber si bajaba de allí aquella chica y si era amiga suya; pero a todas mis

preguntas contestó en síntesis diciéndome que era una chica que había nacido el mismo día que ella, realzando inconscientemente este detalle al hablarme de la chica, influida por ese parentesco que establecen las madres entre sus hijos y los de otra cuando nacen el mismo día. Así como a los que se crían de la misma mujer se les llama hermanos de leche, a éstos debía llamárseles hermanos de día. Yo estuve por preguntarle por qué llevaba así el velito su hermana de día; pero no se lo pregunté porque era otra cosa la que más necesidad sentía de preguntar. No podía olvidar el buenos días confidencial de la muchacha, que seguramente me conocía, y que había sido como decirme: «Ya te contarán, ya te contarán». En el primer momento de sentirme interesado por ella tuve curiosidad por saber su secreto; esperaba encontrar cierta gracia en su tristeza novelera. Pero es que al verla no pensé que estaría ligada a nosotros por el punto de su nacimiento; que habría entre ella y lo más mío aquella consanguinidad de tiempo. Mirando la cabeza de mi novia en su impecable desenvoltura me resistía a comprender que hubiese sido concebida en el mismo seno temporal que la de aquella chica de velito. Y, sin embargo, tenía que avenirme a reconocer que le había bastado pasar por la escalera para difundir su tónica en nosotros: nuestro descansillo estaba lleno de su tristeza; la luz y el silencio tenían una huella misteriosa, arropadamente erótica, como un rincón de iglesia; y mi novia me parecía que acababa de sacar su frente del confesonario de aquel velito, de haber recibido debajo de él encapuchadas confidencias. El recuerdo de la muchacha se me hacía por momentos insufrible; falsa virgen que había venido a hablar a mi novia de su velito, de todos los trapicheos pueriles que arman las mujeres de esa clase alrededor de tal tema. Luchaba por convencerme a mí mismo de que no seguía aún velada por aquel préstamo de tristeza; pero me rendía a la evidencia de una sombra que había en sus párpados, como si se hubiese impreso sobre ellos una negra y enredada trama; y le caía tan postiza, que parecía disfrazada con trapos de otra mujer. Yo sentía la urgencia de que se los quitara; pero no antes de buscar su sabor entre aquel nuevo adobo, y mientras me contaba, yo iba desechando la historia, pero no perdía los rictus insospechados que alteraban su boca, re-cogiendo en apretada impronta sus pequeños gestos amargos.

A fuerza de decirlo: «La vida no es eso, la vida -la nuestra- no tenemos que aprenderla de nadie; nos la inventaremos nosotros», conseguí borrar su mala impresión, y el momento me ayudó prodigiosamente. Ese dios del momento es uno de los espíritus más poderosos, lo mismo cuando es propicio que cuando es hostil. Pero hay que tener una gracia especial para contentarle, porque no se da a razones. A veces estamos poniéndolo todo en nuestras palabras, porque lo que esperamos lograr con ellas nos es esencial, y si no conseguimos interesar al espíritu del momento, la luz entorna los ojos y oímos el bostezo de una puerta. En cambio, otras veces, como aquélla, el momento se mete de lleno en nuestra conversación y la súbita animación de su fisonomía hace que no sea un frío acceder lo que consigamos, sino una espontánea convicción y un sentimiento.

La puerta del piso, que se abrió en aquel momento, tardo en cerrarse; porque se había abierto para que nosotros mirásemos. La casa nos sonrió con la perspectiva de todas sus puertas abiertas. En la habitación del fondo, las rayas de sol de la persiana teclearon en el juego de damas de los baldosines y por el tubo acústico del pasillo nos llegó todo el concierto de sus sonidos; porque estábamos ya en junio y junio es el mes musical. Es el mes en que los pianos, después de habernos atolondrado durante la primavera con el arrullo de sus ejercicios, nos sorprenden a veces con ráfagas estupendas que entran por los balcones entornados idealizando el olor del momento, haciendo de cualquier olor casero un aroma limpísimo, lleno de la pureza de Bach, y se siente y en él tanto la plenitud estival que resulta profanación cualquier género de temor ante la vida. Yo le ofrecía para contentarla aquel día de sol que brillaba en el fondo del pasillo, y nos fuimos buscándole a la calle, siguiéndole hasta su declinar en una noche profundamente oscura, como digno reverso.

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