Rosa Chacel - Estación. Ida y vuelta

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Estación… muestra ya en todo su esplendor las más brillantes facetas del talento de Rosa Chacel: la capacidad de reflexión -muy orteguiana también- sobre conceptos o actitudes (véase por ejemplo el hermoso párrafo que empieza: `Es cobarde temer las sorpresas`), y la emoción y belleza en las descripciones de objetos y paisajes cotidianos: un patio, el silencio, los abrigos…

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En 1918 publica Juan Ramón su Diario de un poeta recien casado. ¿Puede darse mayor desafinación? Disonancias andaban por la música y palabras gruesas por la poesía; pero esta palabra, que no atentaba al buen gusto por obscena, sino por modosa, casera, moral… Esta palabra, en mi generación ansiosa de amor libre -y de amor «fuori legge», dicho sea de paso- encontró plena acogida. Nuestra rigidez cerril, nuestra elementalidad asnal, que no se había dejado jamás «épater» por flores del mal, asimiló un cierto puritanismo que daba novedad a las buenas costumbres empolvadas. Se trataba de hacer entrar en la escena de lo más elaborado personajes que, entre bastidores, eran empujados hasta incorporarlos al drama. Ya Rubén había dicho a su Francisca: «Pones amor donde no puede haber, y con esto la había llenado de amor, no sólo suyo, sino nuestro. Milagrosas disonancias preludiaban la nueva era.

Repito que esto no es un resumen: no es ni siquiera un esquema. Es un simple rendimiento de cuentas, una exposición de los valores que invertí, por mi libre elección, en un mínimo volumen pretencioso y obstruso, según dicen.

Puedo todavía señalar dos cosas culminantes que aparecieron poco después del 20: la traducción del primer tomo de Freud (encuentro tan sorprendente como el de un viejo amigo distante, porque el mundo de los sueños nunca, ni en mis primeros años, tuvo secretos para mí) y la traducción de El retrato del artista adolescente. El descubrimiento de Joyce me dio la seguridad de que, en novela, todo se puede hacer: poesía, belleza, pensamiento, horror, fealdad, blasfemia, pertinacia de la fe… Con ese equipaje me fui a Roma, reciencasada, en 1922.

En aquel tiempo todavía lo primero que se le ocurría a un novelista novel era urdir un conflicto en triángulo. Eso es lo que pensé, por supuesto, pero no quise seguir un relato de hechos, realista. Concebí el conflicto, con todos sus ángulos, dentro de la mente de un hombre, y lo primero que decidí para el ente pensante que quería crear era el nombre: no adopté la mayúscula, no abusé del yo, porque me esforcé en alcanzar la interioridad en que nada se nombra. Esta es una pretensión imposible, pero aun sabiéndolo, traté de aproximarme a ello. Excluidos los nombres de las dos personas unidas, base del triángulo, denominadas únicamente como yo y ella, la interioridad, que quiere parecer informulada, no logra ser coherente más que mediante la exactitud rigurosa de las secuencias. El encadenamiento de las ideas, imágenes, sentimientos, queda eslabonado por sus enganches naturales, es decir, que el discurso de una idea -por ejemplo- llega en su desarrollo a suscitar una imagen; ésta, a su vez, se extiende, y su mostración hiriente provoca un sentimiento que, al invadir con su poder, al hacerse dueño de la situación, conduce a decisiones, aclara o agrava dudas, ahonda abismos, enreda o desenreda laberintos, etc. Todo esto pasa, repito, en la mente de un hombre que, fuera de esto, en el plano de los hechos se ha debatido con su circunstancia externa, en la que seres humanos, ciudades, obras, tienen sus nombres, y que, espectador de sí mismo, trata de salvarse salvando de ella -de su total, racional, homogénea esencia- lo que prevalece como verdad, lo que, sin ruptura, sin solución de continuidad, sin olvido ni negación de las falsas rutas de las enmiendas, de los traspiés peligrosos o ridículos, inmune al cansancio, afronta todo nuevo camino.

Este fue mi propósito. Si lo logré o no, podrá ser ahora nuevamente juzgado. Con este equipaje volví de Roma en el 27; se lo envié a Ortega -a quien no conocía-, que, por mi buena prosa, me incluyó en la Revista de Occidente. Pero dio la casualidad de que ya no se iba a continuar la colección «Nova Novorum», en la que yo tenía -por el género y por las dimensiones- puestas esperanzas, y permaneció el libro inédito tres años, hasta que encontró la acogida de Julio Gómez de la Serna en la Editorial Ulises.

Podría contar muchas cosas más de las que interesan a los jóvenes de ahora sobre aquel tiempo, pero en letras de molde no me gusta contar cosas. Las contaría incansablemente si, rodeada de ellos -en algún rincón de hogar, a la antigua, al amor de la lumbre, o a la moderna, en cualquier bar o terraza sobre los tejados, en cualquier playa o mesón de carretera- pudiéramos dilapidar el precioso ¡y tan parco! patrimonio que nos ha sido dado, el tiempo.

ROSA CHACEL, 1974.

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN «ESQUEMA BIOGRÁFICO»

Nací en Valladolid el 3 de junio de 1898. Recuerdo los primeros nueve años de mi vida que pasé allí, día por día. Me es difícil, sin embargo, consignar un esquema que pueda dar idea de su tónica. Mi vida espiritual llegó a ser en aquella época tan intensa, que en años posteriores me ha sido difícil superarla. Por una condición paradójica de mi temperamento he merecido entre mis íntimos el título de «trabajador sin materias», porque siempre ha sido mi fuente de actividad lo falto, lo ausente, lo distante. En esa primera infancia, mi vida fue enteramente sedentaria y enteramente ocupada por una obsesión de heroísmo; mis juegos predilectos eran la guerra y la caza. Solitaria, sin un amigo de mi edad, recluida en el mundo más pequeño resto de mi porvenir, por mi parte, podía resolverse o quedarse sin resolver. Esto lo decidí a los once años, a los ocho ya había frecuentado una academia de dibujo, nada más llegar a Madrid, me informé de las que estaban a mi alcance, y al curso siguiente reanudé mi aprendizaje. A los diecisiete años ingresé en la Escuela de San Fernando. Frecuenté el Casón, el Museo y, por último, el Ateneo. Mi posición espiritual estaba sólidamente asegurada. Había conseguido amigos, maestros y, sobre todo, colaboración vitalicia para mis aventuras íntimas. No aludo, ni de pasada, a mi historia afectiva, porque no sabría hacerlo esquemáticamente; algún día constituirá un libro de ochocientas páginas. Dejé la escultura, que para mí no había sido más que un vehículo, aunque me aseguraban que haría algo en ella. Pero entonces empecé a escribir, y puede decirse que a leer. Hasta tanto, mi trabajo intelectual no había te-nido verdadera orientación. A los veintitrés años salí de España y caí en la Academia de España en Roma, en calidad de pensionada consorte. En los cinco años siguientes, algunos viajes por Europa, una estancia larga en los Alpes de la frontera austriaca y otra en Venecia. Frecuentes vueltas a Roma. Allí logré otro gran periodo de cultivo espiritual, sin relación ninguna con la vida de Italia. Simplemente, por estar mi vida íntima en el mejor de los mundos, tener un gran estudio silencioso, un jardín de verde perenne y una urraca amaestrada, única amistad que dejé allí.

Este libro es el trabajo de mis dos últimos años de Roma y fue mi pasaporte de regreso al intentar recuperar aquí un puesto. Me valió, como casi todas mis cosas, más de lo que esperaba; seguramente más de lo que vale. Aunque no coincide con casi ningún hecho de mi vida, le considero autobiográfico, y aunque él empieza a vivir ahora, es el reflejo de una realidad mía ya lejana. Pero en mí la impaciencia y la paciencia viven haciéndose mutuas concesiones impuestas por la lentitud de mi acción, que no encuentro medio de vencer. Estos tres últimos años todavía están muy cerca y no me doy cuenta de lo que ha pasado en ellos. Ni de si ha pasado algo o no ha pasado nada.

ROSA CHACEL, 1930.

I

A estas horas estará ya medio patio en sombra. Pero aún quedará un poco de sol en el oasis.

Nuestro patio, tan desnudo y tan carcelario, lleno de los llantos de los chicos y de todas las voces del interior, ¿cómo iba a ser tan aprisionador del sol y tan risueño en ciertas horas si no fuera por el oasis? Esos pobres bambúes, plantados en su barril, con sus aspidistras abajo y su pelusilla verde alrededor del sumidero, hacen del patio periscopio de las primeras y últimas alegrías del día, le obligan a sorberlas por encima de la casa y de todo el barrio para guardarlas, presas entre sus paredes blancas. Cuando se va la luz, queda allí el espejismo de lo claro, y en las ventanas de arriba, el cartel estrepitoso, blanco, naranja y negro de «Poniente, el mejor brillo para cristales.

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