Bruno Padín Portela - La traición en la historia de España

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La nómina de traidores que pueblan la historia de España desde la Antigüedad clásica hasta hoy es extensa. Sus vidas y sus traiciones componen un nutrido mosaico sobre el que se ha construido una identidad resiliente y esencialista, y una historia de héroes y villanos sobre la que acomodarnos.
Traidores a la nación, como el conde Don Julián, traidores épicos y justos, como El Cid, traidores al rey, como Antonio Pérez, o a su sangre, como el príncipe Carlos, desleales todos. Pero también colectivos, movimientos sediciosos que buscan romper el orden natural, el agazapado enemigo interno que todo lo enturbia: judíos –luego convertidos en marranos–, moriscos, comuneros, catalanes y, ya en la época contemporánea, los masones y su sociedad secreta, los liberales y afrancesados, y los comunistas eternamente conjurados.
Estos dos modelos, el traidor políticamente activo y el enemigo oculto, pasarán de la historiografía española a las tres historiografías nacionalistas: la gallega, con su enfrentamiento entre el celta y el romano o el español; la vasca, con su reivindicación de la pureza de sangre; y la historiografía catalana, con su contraste entre catalanes y españoles. Todos estos temas pueden verse a lo largo de este libro, en el que la traición y el traidor aparecen como una especie de maldición en la historia de España.

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El 10 de agosto se hallaba el formidable caudillo del Profeta sobre la Jerusalen de los españoles. Desierta encontró la ciudad. Sus murallas y edificios fueron arruinados, el soberbio santuario derruido, saqueadas las riquezas de la suntuosa basílica; solo se detuvo el guerrero musulman ante el sepulcro del santo y venerado Apóstol; sentado sobre él halló un venerable monje que le guardaba: el religioso permaneció inalterable, y Almanzor, como por un misterioso y secreto impulso, se contuvo ante la actitud del monje y respetó el depósito sagrado [22].

El nuevo modelo es copiado literalmente por Miguel Morayta, aunque hay autores en este cambio de siglo, como Rafael Altamira, que guardan absoluto silencio con respecto a esta cuestión. Añade Morayta una supuesta conversación que habría mantenido el caudillo musulmán con el religioso cristiano que se encontraba rindiendo culto al apóstol, e incluso llega a decir que Almanzor dio órdenes de que se protegiese el propio sepulcro con el fin de evitar su violación:

Penetrando más allá que en sus pasadas expediciones, llegó á Santiago, la ciudad sagrada de la cristiandad española (…) Poco apercibida para una defensa, sus habitantes la habían abandonado, en tal modo, que cuando al día siguiente los musulmanes se desparramaron por las calles de aquella ciudad, sólo hallaron un monge junto al sepulcro del Apóstol. «¿Qué, haces ahí? –le preguntó Almanzor–. Rezo á Santiago, contestó. Reza cuanto quieras», repúsole el ministro, y prohibió que le hicieran daño, ordenando además que se custodiara la tumba del Apóstol, á fin de que no fuese profanada. Toda la ciudad fué destruida, murallas, casas é iglesias (…) Santiago había llegado á ser á manera de como lo fue Jerusalem para los cristianos de Oriente, el santuario á donde se dirigían en peregrinación los cristianos de Occidente [23].

Algunas fuentes narrativas indican, además, que Almanzor contó con el apoyo de una serie de traidores que facilitaron su entrada [24]; traición recogida brevemente por las historias generales. Así, Lafuente expresa que era cierto que tras partir Almanzor de Córdoba y «encaminándose por Coria y Ciudad Rodrigo, incorporáronsele, dicen, los condes gallegos en los campos de Argañin, y juntos marcharon sobre Santiago» [25]. Altamira es, si cabe, más escueto, y admite que Almanzor «penetró en Galicia ayudado por los condes sometidos y por la escuadra enviada á Oporto» [26]. Sería Morayta quien más elocuentemente lo pondría de manifiesto. Según él, la historia del califato andaluz contenía demasiados episodios que debían avergonzar a la cristiandad por haber estado empañados por la traición. Destaca que estos traidores fueron los responsables de que la tarea emprendida en 711 de recobrar España se alargase tanto:

La historia del califato andaluz contiene muchas páginas de verdadera vergüenza para la cristiandad. De ellas resulta, con cuánta facilidad los cristianos independientes se ponían á los piés de los muslimes. Sancho el Gordo y el conde Sancho Garcés llegan á ser soberanos merced á la intervención armada de los muslimes; los condes gallegos ayudan á la destrucción de Santiago; condes castellanos son los que marchan en la vanguardia del ejército de Almanzor en algunas de sus correrías por Castilla; y cristianos leoneses, navarros y castellanos son los que constituyen el nervio de las fuerzas, que permiten al hajib cordobés llegar triunfante á los más lejanos confines. La Reconquista, aunque obra nacional, se retardó á causa de intermitencias censurables, producidas por los mismos á quienes cumplía realizarla [27].

Regresando a la leyenda del abad tenemos noticia de que, después de abandonar el templo compostelano, se produjo un cerco prolongado del que merecerían recordarse dos episodios por encarnar a la perfección, a pesar de encontrarnos en Portugal, el ser nacional español. Uno de ellos es la entrevista que el abad mantiene desde una almena con el traidor y el otro es la salida que los sitiados eligen tras más de dos años de penurias. En cuanto al primero, Zulema intenta persuadir al abad para que se convierta al islam y le advierte que ese mismo día entrará en su castillo, matando a todos los hombres y mujeres que encontrase. El abad don Juan, por supuesto, se niega y realiza una acerba defensa del cristianismo: «Sabe que ni por miedo del rey Almançor ni por el tuyo se me da nada, porque yo fio en la merced de Dios e del apóstol sant Matheo e del apóstol Santiago, que lo hará mejor comigo que tu dizes, e que me vengará de ti, así como de malo traidor, desconocido a Dios e a mí, porque andas en figura de diablo e no de hombre. E vete, traidor, quítateme delante» [28].

Es entonces cuando se llega al momento culminante del asedio. El abad, consciente de que su número es muy inferior al de sus enemigos, decide, reunidos todos en el castillo, matar a los hombres viejos, las mujeres y los niños, es decir, aquellos que no servían para pelear, y quemar las cosas del castillo: «Digo vos que yo he pensado una cosa, como quier que sea peligroso de los cuerpos, será muy gran provecho de las ánimas» [29]. La resolución del sitio consistió en una opción que no aparecía por primera vez en la historia de España: el suicidio colectivo. La primera en morir fue Urraca, hermana del abad, y sus hijos. El resto, al ver el ejemplo que daba Don Juan, comenzaron a matarse: «E sabed que acaesció uno degollar a su padre e a su madre e a su muger e a sus hijos, e cada uno a sus parientes, hasta que no dexaron ninguno en todo el castillo» [30]. El suicidio equivaldría al asesinato de uno mismo, lo que en principio contravendría uno de los mandamientos. Los Evangelios narran varios suicidios pero no los castigan explícitamente. Podemos razonar, sin embargo, que cometerían pecado porque se trata de la asunción de un poder reservado en exclusiva a Dios, que es quien decide cuándo y cómo debe morir una persona. A pesar de ello, prefieren morir antes que vivir bajo el yugo de la media luna.

Recuerda este desenlace a las viejas glorias que encarnaban las resistencias de los saguntinos contra los cartagineses o de los numantinos y los cántabros contra las legiones romanas. Allí también se vivieron cercos en los que se terminó, tras soportar grandes penurias, optando por la muerte. La diferencia es que en la leyenda del abad los muertos acaban resucitando. En la Antigüedad hispana, ayudados por lo que historiadores romanos habían escrito, se tendió a glorificar estos episodios porque representaban a la perfección el ser español, caracterizado por esa preferencia de morir a vivir como esclavos. Haberlo hecho contra los musulmanes, los enemigos más importantes de época medieval, otorga mayor simbolismo. Se repiten las escenas que tanto ayudaron a inflamar los sentimientos nacionalistas y patrióticos.

La conclusión de la leyenda tiene como protagonista al abad y a Zulema, quien «quando vio al abad don Juan, no lo conosció, por las armas que llevaba demudadas; y pensó que era Bermudo Martínez». El abad, aprovechando la confusión, golpeó con la espada a Zulema, provocándole una gran herida, «en manera que la cabeça y el braço derecho le cortó». Después, contó con la ayuda de otros religiosos: «sepáis por cierto que no hubo monge que no matasse diez moros» [31]. Aquí es donde se cumple el final al que Zulema estaba destinado en virtud de su incestuosa concepción.

Tras la batalla, al abad le llegan noticias acerca de los que habían muerto para evitar la esclavitud, «haziéndole saber que todos los hombres y mugeres, quantos eran muertos, eran bivos y sanos, y que estavan en cuerpos y en ánimas». Un episodio análogo nos lo narra fray Juan de Marieta en el siglo XVII. El capitán García Ramírez, ante la preocupación de que la invasión musulmana llegase a la ermita de Nuestra Señora la Antigua, cerca de Madrid, y la profanasen, decide edificar una pequeña capilla que protegiese la imagen. Los musulmanes entendieron que el capitán pretendía erigir una fortaleza en su contra, por lo que entraron en guerra. Temiendo que su mujer y sus tres hijas cayesen en manos invasoras, prefirió matarlas él mismo antes de que cayesen en manos de infieles, y así «degollò a su muger e hijas, y dexando los cuerpos por enterrar en la santa ermita, encomendados a nuestra Señora, para que si acaso entrasen, aunque muertos no los ultraxasen» [32]. Finalmente García Ramírez logró la victoria y, al regresar a la ermita, halló los cuerpos resucitados, puestos de rodillas y alabando a la señora de Atocha con las señales de la espada en las gargantas.

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