Alonso Sánchez Baute - Parábola del salmón
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De mi paso por el ejército también recuerdo a un par de compañeros, hoy ya muertos, que cada domingo, al regreso de la franquicia del fin de semana, armaban corrillo para contar anécdotas de burdel y noches largas. Con frecuencia esas historias eran protagonizadas por travestis a los que seducían en la avenida Caracas y luego abandonaban en cualquier paraje tras golpearlos y torturarlos. Se ufanaban al hablar de aquello como quien necesita exhibir su masculinidad. Los veía tan cobardes… pero los oía en silencio, muerto del miedo.
Uno de esos días salí del cine Almirante, en la calle 85 con 15, horrorizado luego de haber visto Cruising, la película en la que Al Pacino hace de policía infiltrado en el mundo gay de NYC en la búsqueda de un asesino cuyas víctimas eran gais. Ante las nuevas realidades a las que me enfrentaba la vida en aquel entonces, no pude hacer más que agarrarme la cabeza con desesperación, como cuando la virgen arranca sus cabellos en agonía, y gritar al universo: “¿Todo esto es lo que me espera?”.
Ahora acababa de salir del clóset, pero aún nadie lo sabía. Con la publicación de mi primera novela, el 15 de diciembre de 2002, apenas una semana antes de iniciar este viaje, tuve en mis manos el primer ejemplar. Finalmente me había quitado de encima tormentos y maldiciones, y el peso de un piano que cargaba a cuestas como si fuera el mundo entero. Ya nadie podría ahora cuchichear a mis espaldas —chismoseando, intrigando, burlándose a hurtadillas—, porque yo mismo acababa de gritarlo a los cuatro vientos en esta novela que en ese momento apenas unos cuantos conocían. Y de repente, en esos pocos días sin corsés ni apretadas vestiduras, había entendido, así de rápido, como si lo que me hizo sudar petróleo por más de treinta años, de súbito se hubiera esfumado, que ya no necesitaba aceptarme gay, sino tan solo ser. ¡Tanto tiempo desgastado padeciendo en silencio por el temor de que otros dijeran lo mismo que, al decirlo yo, en menos de un santiamén me inundó de tranquilidad! Sabía que ellos, los otros, los de mi pueblo, no dejarían de murmurar ni de rechazarme, pero no importaba porque yo ya no me rechazaba ni tampoco tenía intenciones de olvidarlo.
De modo que ya no había nada que hacer. La decisión estaba tomada y, con la publicación de la novela, mi homosexualidad sería cosa pública. Sin embargo, al cerrar el Diario, de Orton, en medio del down porque había dejado de sentir el placer de la droga, me pregunté otra vez, como veinte años atrás: “¿Nunca termina la pesadilla?”.
Entro a un bar a reponer fuerzas con un trago. Está vacío y triste, como en Sunlights in a Cafeteria o como las salas de esos videos de cine porno gay en Bogotá en los que hombres solitarios apuran una cerveza sentados frente a la barra mientras de fondo se oye, desgarradoramente trágica, la voz de Isabel Pantoja, de Rocío Dúrcal, de la Jurado, de Juan Gabriel. ¡Cómo nos gusta echarle sal a la herida y embadurnarla luego con limón! En este mismo bar al que he entrado a darme fuerzas he oído de fondo una canción con esa voz ronca y envolvente de Leonard Cohen que traduce del inglés:
Como un pájaro en un cable,
como un borracho en un coro de medianoche,
he intentado, a mi manera, ser libre.
Salgo de nuevo a la calle buscando el abismo, o al menos algún hueco donde caer. ¡Ah, el spleen! En Valledupar, al spleen le decimos “nomehallo”. Cuánto disfrutaba durante estas caminatas en Barcelona ese estrés existencial que me llevaba constantemente a preguntarme: ¿quién me llevará a Viznar, me ejecutará frente al barranco y enterrará mi cadáver en un lugar en el que no lo encuentre nadie? O, acaso, ¿dónde hay cerca un río Ouse para rellenarme de piedras los bolsillos y perderme para siempre entre sus aguas? Lo fácil es morir. El lío es lo otro: ¿cómo soportar este cuerpo, esta existencia, durante otros cuarenta años?
De la vida solo importa el viaje, así que de nuevo a lo de antes, a caminar pensando que, por estas mismas calles, cincuenta años atrás, anduvieron Carlos Barral, Juan Goytisolo, Juan Marsé. ¿En cuál de todos estos edificios de la calle Muntaner queda ese sótano más negro que su reputación al que de día regresaba Gil de Biedma con los ojos rojos, los párpados pesados y la borrachera todavía viva, dando tumbos para sostenerse en pie y sabiendo que la muerte era el único argumento de la obra?
Poesía es lo que los ojos disfrutan mientras camino. Las hojas revoloteando sobre las aceras cubiertas como nieve. Nieve amarilla y roja; una señora toda pizpireta, muy alta y muy rubia, arropada en mink hasta las rodillas; otra que respira pequeños soplos de niebla, con boina negra y ojos grandes, inmensos, como los de Picasso o los que Francesco Clemente deja en los rostros de sus lienzos; las mesas y las sillas de los cafés sobre el andén esperando clientela; la banca cerca del semáforo y un viejo mirando pasar el tiempo, mirando pasar la belleza; las palmas sobre Diagonal, orondas y altaneras; los árboles con sus hojas sepias, el color de la nostalgia, el de las fotos viejas; la gente trotando a cualquier hora del día o la noche, casi siempre adultos. “¿El gimnasio es solo para los jóvenes?”, me pregunto. La calle en cambio es de todos, porque hay más: motos, cientos de ellas, parqueadas sobre la vía Enrique Granados; los cupcakes en esa misma calle; los perros tristes llevados de la mano de sus dueños. ¿Por qué los perros son tristes en Barcelona? ¿Acaso solo yo los veo tristes? ¿Acaso el triste soy yo?
Me reflejo en una vitrina. Flaco, mal vestido, ojeroso, estragado, con los crespos largos y mal peinados. ¿Realmente luzco así o me he dejado llevar por las palabras del poeta? A veces sucede que la realidad que creemos ver es apenas la que recordamos. En tiempos de “globalización” ya no se sabe cuál pensamiento es propio y cuál se ha plagiado de la literatura, del cine, de la poesía, del periodismo, incluso de los amigos. ¿Quién lo dijo primero? ¿Acaso no somos más que la suma de todo lo que hemos conocido? Como cuenta Borges en aquella historia de un cuento suyo en el que quien lo cuenta es un muchacho que al final del cuento mata a un forastero y años después Borges descubre que ese cuento suyo ya hacía parte de la literatura, primero de la mano de Chéjov y luego escrito por Agatha Christie.
Por si las moscas, entro a consentirme en una peluquería. Me siento en la primera silla desocupada. ¿Veinte euros solo porque el peluquero me desmote con la cuchilla número uno a cada lado y con la número dos por la parte de arriba, tal cual me motilo desde mis tiempos en el ejército? Qué desperdicio de dinero: ¡menos vale una pepa! Mientras lo pienso, viéndome en el espejo, descubro a mi lado una cara conocida. Es aquel al que antes vi a la salida de la discoteca. Lo oigo hablar y su acento se me antoja cercano. Dice que ha llegado a vivir a Barcelona apenas un par de meses atrás, con ansias de encontrar un hueco en el mundo que se ajuste a la medida de su libertad. El peluquero lo oye contarle la historia de un reciente disgusto con su novio. Luego lo aconseja y yo tomo nota a hurtadillas. “En el amor, a veces hay que cortar con el pasado para poder avanzar”. El muchacho dice que le ha invertido tiempo a esa relación y que ahora no quiere perderlo. El peluquero cambia de parecer: “Tienes que liártela para no dejar que se te escape”. El muchacho lagrimea un poco: creo que realmente ama al chico que ha perdido. Cuenta que hasta lo ha ayudado a salir adelante con su dinero. Y así, en lugar de hojear la Hola mientras mi peluquero termina lo suyo, disfruto de una radionovela en vivo y en directo, al tiempo que una pregunta busca respuesta en mi cabeza: “¿De dónde diablos conozco a este tipejo?”. Su cara angulosa da círculos en mi memoria, pero no logro recordar si es algún paisano, pues su acento me suena cada vez más vallenato, o si simplemente lo he visto por ahí, caminando igual que yo por la ciudad. No es tanto que sea bonito, sino que es muy atractivo. ¡Joder! Con cara dura, como la del tropelero del barrio, cejas superpobladas, nariz recta y la mirada tan cerrera como el primer café de la mañana. Parece un boxeador enfurecido deseoso de demoler a cualquiera a puñetazos. La barba incipiente le ayuda a esa imagen de potro salvaje que invoca al sexo… ¡Sexo! Freno en seco la perorata en mi cerebro. “¡Calmáte Pepe Grillo —le hablo con acento vallenato porque me acompaña desde que nací—: dejáme respirá, pa podé pensá normal!”. Volteo a verlo de nuevo y me vienen de inmediato a la memoria sus nalgas macizas. Y esas nalgas, como la magdalena de Proust, desencadenan otros recuerdos en los que al final aparece su nombre: Jean Franko. Caigo en cuenta de que el hombre es venezolano y de ahí la candencia al hablar tan cercana a la mía. Nos levantamos casi al tiempo de la silla, yo primero, y noto que me saca en altura más de una cabeza. Advierto bajo su buzo de cuello tortuga que su lomo es delgado y macizo, como el de un torete. Dejo que él pague y, luego de pasar yo por la caja, me devuelvo al peluquero a darle su propina con la clara intención de averiguar si de veras es quien creo. “Joder, que en Barcelona no es el único”, y al decirlo se le alegran los ojos con picardía. “¿Y si yo también me quedo a vivir acá? ¡No sería mala idea, eh!”. El chico sonríe y entiendo su insinuación cuando me recomienda que vuelva a su local si quiero toparme con algún otro pornstar.
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