Alonso Sánchez Baute - Parábola del salmón

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"Adoro viajar sin norte, sin brújula; adoro viajar siguiendo el impulso del camino, el vagabundeo; viajar acompañado solo de la curiosidad. Es ingenuo pensar que quien vuelve es el mismo que partió. Si así sucede, el viaje fue perdido porque viajar es cambiar".Un periplo a contracorriente por Barcelona, Río de Janeiro, São Paulo y Buenos Aires.Un libro que cruza la frontera entre ficción, crónica y memoria; un escritor por cuyas venas transitan con la misma intensidad lo urbano y lo lírico.

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Ya en la calle, oigo a un par. “Se pasó de coca con la viagra”. Los ojos se me despepitan. La culpa se desliza por todo dentro de mí como la luz del sol que penetra en una habitación y poco a poco se adueña de la mañana. Me pongo pálido por dentro, me cojea el alma. Siento ganas de llorar, pero me contengo. ¿Por qué habría de permitirlo? ¿Acaso llorar me va a hacer más fuerte? ¿Acaso lloraba aquellas tardes en que pasaba aquello? “¡Ni mierda!”, me digo con rabia y sigo a paso firme, pero lento. Resistir no es gritar, ni camorrear, ni alardear con golpes de pecho, como los gorilas, para parecer feroz y ahuyentar al enemigo. Es más bien permanecer en pie. Solo eso. Como el boxeador apaleado contra las cuerdas, el rostro sangrante, los ojos en carne viva y sin una ñisca de fuerza para sostenerse y, aun así, se niega a dar el brazo a torcer cuando su entrenador tira ante el juez la toalla para dar por terminada la contienda. Así he sido desde pequeño: prefiero morir a ser derrotado. No por los hombres, inseguros, frágiles y fracasados, sino por la vida, que es lo que importa.

Por eso, lo que me asusta ahora en Barcelona es pensar que, si algo me pasa, nadie sabrá quién soy, de dónde vengo ni para dónde voy. Eso es lo que me preocupa: lo que sucederá con mi cuerpo cuando ya no esté aquí para ocuparme de él. ¿Me llevarán a la morgue y me enterrarán luego como a un n.n.? Como al poeta, quizá, que todavía nadie sabe dónde diablos lo escondieron tan pronto lo fusilaron, mientras que a sus asesinos les rinden en sus tumbas honores y pleitesías.

Siento un ardor que me sube del estómago. El esófago me quema. Debo detenerme a mitad de la calle porque la tos no me deja respirar. Entro a una farmacia a comprar alguna pastilla. Detesto tomar pastillas. Puedo estar muriéndome, pero creo que los medicamentos matan más de lo que alivian. En esta ocasión parece que no hay de otra. Me piden fórmula médica. “¿Para una gastritis? Pero si eso en Colombia se vende como pan recién salido del horno”. La chica se alza de hombros, como diciéndome vaya y cómprelas en su país.

Camino al hostal. La quemazón es cada vez peor. Siento salir del esófago una humareda negra. Me digo una y otra vez que aquello no es gastritis, que el ardor es puro invento mío, que desde chico todos los problemas los somatizo, que aquello no es más que culpa por lo que he presenciado en el sauna. La culpa por haber estado allí. La culpa que es también el miedo de saber que aquello bien pudo haberme pasado a mí. La culpa: esa lombriz que culebrea por entre mis tripas alimentándose de mis miserias, de mis miedos, de mis complejos; esa larva que me irrita y me amarga y me atormenta; ese gusano que sonríe con mis angustias; esa que solo es feliz haciéndome sentir poca cosa, convenciéndome de que soy menos que nada. ¿Para qué arrancar ese gusano de las tripas si es el que alimenta la tortura y el dolor? La culpa, esa amargura que me anima la vida.

Podría comerme una pepa sabiendo que cualquier mal se me va pronto, pero me da por pensar en aquel chico que murió por los excesos. “Pero yo no meto coca ni tomo pastillitas azules”, me digo para caer en mi propia trampa. ¡Qué fascinante es el autoengaño! Lo conozco bien, mejor que las palmas de mis manos. Pero lo dejo que actúe porque, ajá, no es malo mentirse a uno mismo una que otra vez. Así me digo y así de fácil me convenzo porque la que es puta es práctica, como dice mi amigo, la Lupe; y la vida ha de seguir. De modo que saco otra pepa del bolsillo, la miro. La carita feliz esculpida en una de sus caras me hace ojitos. Susurra suave y melodiosamente: “Trágame, trágame”. Salivo de placer imaginando oír el gluglú mientras atraviesa mi garganta. Pero no. Entro a un locutorio y mando un mail a N, mi amigo en Berlín: “El muerto es otro”.

Subo a la habitación. Entro al baño, enciendo la luz. Toda la pared del fondo es un solo espejo. Detesto los espejos, no soporto que me miren los espejos, aborrezco la sola palabra. ¿No basta con tener que “verme” por dentro todos los días? El amor es para los lindos y con los estragos de la noche estoy ahora muy feo para que alguien me quiera. ¡Ni yo mismo soy capaz de consentirme! Orino con la luz del baño apagada; orino como si nunca antes hubiera orinado: demoro más de cinco minutos desocupando la vejiga. A la cama entonces. Doy vueltas y vueltas y vueltas. ¡Cuánta falta me hacen mis almohadas que de tanto usarlas están ya talladas con las formas de mis sueños! Los científicos del caso afirman que a una persona que no duerme durante largos períodos se le imposibilita generar nuevos recuerdos. Dicen que el cerebro hace clic y desconecta el limbo al que van a parar todas esas nuevas experiencias que luego se entremezclan en la memoria como si fueran una ensalada de lechuga, tomate, zanahoria y aguacate. Hubiera sido feliz de haber conocido este dato en la niñez con tal de evitar que se almacenara todo aquello que nunca debió suceder y que no lograba ahora que rebotara y saliera corriendo, ahuyentado por el chispún chispún chispún y la alegría y el jajajá.

En lugar de un sueño esto es una pesadilla: de nuevo lo de antes, lo de siempre, ese pánico al pensar que moriré solo, a 8.582 kilómetros de casa, y que encontrarán mi cadáver varios días después, cuando la hediondez inunde todo el hostal. Es un miedo recurrente —denso, pesado—, que me paraliza nomás con pensarlo y ahora está ahí, acostado a mi lado en esa cama fría, en esa cama extensa, en esa cama a la que le sobra más de la mitad del colchón. Y así estoy ahora: solo. Como cuando de niño enfrenté el abismo de vivir en pecado o no vivir. Y luego negarme en público para sobrevivir. El miedo ahí y uno sin poder hablarlo, sin tener al lado a alguien en quien confiar.

Y había una rabia. Todo me molestaba: la gente, la casa, el colegio, yo mismo. En el audio que retumbaba en mi cabeza se repetían el ¡buuuuum!, el pum pam, el traca traca. El silencio de esa rabia era buscado: sabía que cada palabra que dijera era una bala dispuesta en el tambor. No quería matar sino tan solo herir para que cada vez que esas personas me vieran recordaran, con su propio dolor, el dolor que me habían causado. “Aunque el destino sea trágico, hay que seguir adelante”, había anotado la frase en otra servilleta olvidando el nombre de su autor.

En casa de mis padres, donde vivía, me movía a hurtadillas, con el temor siempre de un nuevo regaño, de una nueva culpa, de otra comparación. ¿Cómo vivir en casa propia cuando no eres más que un invitado? Yo mismo también me castigaba. ¡Y bien fuerte! Me deslizaba cauteloso, como un ratón, usando siempre zapatos de suela silenciosa; ni alzaba la voz ni carcajeaba para que no me notaran; sonreía para que de antemano me perdonaran la existencia. Hubo un tiempo en el que evitaba de mi mente cualquier idea “abyecta” creyendo que alguien podía leerla y descubrir el “pecado” que arrastraba. Y a la hora de las comidas me concentraba en lo que había en el plato, evitando tener que sostenerle a alguien la mirada para que no pudiera leer mis pensamientos.

Fueron tiempos difíciles. Siempre lo fueron: el mundo no es un buen lugar para vivir. Era la culpa, ahora lo sé, la culpa por saber que me habitaba lo que para los otros no era más que la maldad, ese “monstruo” que crecía en mí cada vez con más fuerza y no lograba dominar. Aquel daño que me hacía a mí mismo… No lo sabía, pero así opera la culpa. ¿Cómo no temer de ti mismo cuando todos te gritan que por dentro arrastras al mismísimo demonio?

En aquel entonces vivía en una esquizofrenia. Oía voces en mi cabeza: la voz de mi propio Pepe Grillo que me decía que cualquier cosa que hacía estaba mal hecha; una voz que me limitaba, que me reprendía, que me insultaba, que me inmovilizaba, que me ataba, que me impedía cualquier vestigio de libertad. “No hagas esto, ni aquello, ni mucho menos eso otro”. Muchísimos años después aprendí de todo eso que no hay mayor miedo que el que uno siente por uno mismo, por dejar aflorar todo aquello que se reprime, por permitir que otro supiera —¿o sepa? ¿Cómo debe ir el verbo aquí?— lo que movían mis deseos, lo que yo era; miedo a permitirme todo aquello de lo que me sabía capaz. El lío es que, de tanto pensar en ti, te vuelves narcisista y el problema con el narcisismo no es el egoísmo, sino la incapacidad de entender que los otros también sienten. El narcisismo no deja ver a los otros. Nos hace insensibles ante todo lo que no sea el yo.

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