Algo que escribí en mi pubertad con esa letra agarrapatada que me cuesta tanto a mí mismo leer, dice: “Salvo escribir, todo me asusta”. Escribir era lo que hacía para liberarme, pero, ante todo, lo hacía como un acto de resistencia. ¿Escribo, luego vivo? Era también lo único en lo que confiaba, y por eso estoy cargado de papeles desde la adolescencia: cuadernos, libretas, hojas sueltas, post-it, pañuelos, servilletas. Cajas repletas con papeles en los que he documentado toda mi existencia. Y luego está la soledad, esa mariposa negra que se mete en el alma y una vez allí es imposible de espantar. Leo en una libreta de tiempo atrás: “Nadie imagina lo difícil que es tener que vivir solo conmigo mismo. Necesito la compañía de mis demonios. De todos. Me ayudan a enfrentar, día a día, no el odio, ni la furia, ni la burla, ni aquello ni lo demás, sino lo peor: la resignación, eso de tener que ser lo que soy como si se tratara de un libreto escrito desde el más allá; un libreto al que no puedo aportarle nada diferente de lo que ya dice; un libreto en el que me debo conformar con ser tan solo el protagonista; un libreto en el que ‘elegir’ no es un verbo que pueda pronunciar en primera persona”.
De modo que para lograr el sueño esa tarde en Barcelona, me imaginé en otra piel, en otro cuerpo, en otros huesos más fuertes que los míos. “Si fuera un animal, sería un morrocoyo”, me digo. Como hubiera querido serlo cuando niño para perderme en la tierra y no volver a casa nunca más, pero también por saber que su corteza es tan fuerte que nadie puede atravesarla. Entre sueños, oigo en la habitación de al lado, o creo oír durante la duermevela, un piano alegre y una voz que canta que se me hace familiar.
I wish I knew how
It would feel to be free
I wish I could break
All the chains holding me
I wish I could say
All the things that I should say
Say ‘em loud say ‘em clear
For the whole round world to hear.
No sé hasta las cuantas duermo. Solo sé que, al despertar, la pena me obliga a mantenerme acaracolado bajo las cobijas. Está todo tan oscuro y hay tanto silencio que imagino estar en un ataúd. Solo se oye, como una uña que se hace trizas al deslizarse sobre un vidrio, la voz de aquella mujer en la habitación de al lado; la voz de aquella mujer que ahora identifico claramente: la voz de Nina Simone, tan desgarrada, tan desgarradora, como la cuerda de una guitarra.
I wish I could give
All I’m longin’ to give
I wish I could live
Like I’m longin’ to live
I wish I could do
All the things that I can do
And though I’m way overdue
I’d be starting anew.
Al segundo día, la culpa comienza a disiparse. La idea no es morir. La idea es vivir al límite. Como un funámbulo cojo que camina sobre la cuerda floja. Pienso que mañana amaneceré con los labios desbordados de aftas, como cuando le tenía miedo al sida y pensaba que moriría con la boca colmada de llagas. Las llagas del estrés, del miedo, de la culpa; las llagas de la muerte. “Lo malo de morir es que uno no puede disfrutar de su propio funeral”, me digo sabiendo que hay algo peor: que cuando uno muere la vida sigue como si nada para los demás. Uno bien muerto y todos esos hijoeputas bailando sobre la tierra, como la cola que le han cortado a una lagartija. Pero no hablemos de esto por ahora, pues las hormonas vuelven a impacientarse.
Como si fuera un adolescente alebrestado, el resto de los días camino como perro jadeante buscando en cada rincón un celo nuevo. Acaso, como escribió mi propio sabio catalán, “para saber de amor, para aprenderle, haber estado solo es necesario. Y es necesario en cuatrocientas noches —con cuatrocientos cuerpos diferentes— haber hecho el amor. Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen”. Porque así, Gil de Biedma se me adelantó y escribió todo lo que yo hubiera querido tener el talento para escribir.
Todo empezó en mi adolescencia, mucho tiempo después de descubrir que crecía en mí ese otro yo que para el resto del mundo no era más que un súcubo, un pecado, una aberración (cómo resuenan las palabras de esa Iglesia que nos llena el morro de perversiones). No solo era pecado. También era ilegal. Que dos personas del mismo sexo se revolcaran en la cama estaba tipificado en ese entonces en el Código Penal. No supe de nadie que hubiera estado en la cárcel por ser homosexual, pero el riesgo estaba ahí.
Valledupar en ese entonces no alcanzaba los sesenta mil habitantes y todos nos conocíamos, o al menos bastaba con conocer los dos primeros apellidos para saber de quién era hijo, quiénes eran sus abuelos, qué historias ocultaba su familia, cuáles eran sus taras, sus lunares negros, sus ovejas rosadas.
En mi familia no había ovejas rosas, lo que me hacía aún más solitario, más inseguro y, por supuesto, más necesitado de mis propias verdades. Desde niño, lo que más recuerdo haber buscado fue a otros que, como yo, llevaran por dentro esa supuesta pulsión malsana que cada vez se hacía más grande dentro de mí.
Es fácil decirlo ahora que he cruzado a salvo el puente. Sin embargo, mi adolescencia estuvo plagada de pesadillas y sueños con la muerte. Mil veces pensé en el suicidio, mil veces hubiera querido hacerlo: hundir la daga en la panza, desgarrar la herida y sacarme a fuerzas las entrañas hasta dejarlas tiradas sobre la arena, como dicen que hizo Marco Catón cuando César lo persiguió. También me encerré en mí mismo para que todos me borraran de su memoria. El olvido, esa otra manera de morir.
Yo no puedo olvidar, por más de que lo intento. Y menos cuando estoy empepado. La droga me devuelve los recuerdos que siempre he querido dejar atrás. Y luego el bajón, que llega cuando comienzo a sentir que el efecto se va. “¡Es la serotonina, estúpido!”, me repito para no olvidar que el asunto es temporal, para no olvidar que de esta depre de mierda también saldré, para no olvidar que tarde o temprano dejaré de llorar. La otra opción es hacer lo de siempre: tragarme otra y otra más. Esta vez, reponiendo fuerzas con un café y una torta de zanahorias y con el libro de Orton que acababa de comprar sobre la mesa, me dejé llevar por el guayabo.
No fue la mía, jamás, una infancia inocente. ¿Cómo, si mi alma no estaba exenta de toda esa culpa? No era una culpa propia, aclaro, sino impuesta. Hasta me preguntaba de qué era culpable. ¿Cómo podía seguir siendo cuando pretendían convencerme de que no podía ser? No hablo de algo que pasó una sola vez. Sucedió durante años enteros en los que me preguntaba si todo ese odio era solo por desear a los hombres, lo que lleva a la eterna pregunta: ¿por qué debo ser como los demás, si no soy como los demás? Más que machista, Valledupar es un pueblo sospechosamente misógino. La misoginia no implica solamente odio hacia la mujer, sino un miedo profundo a lo femenino. Lo opuesto a ese macho duro y arbitrario que grita, golpea e impone es lo sensible, la ternura. Y esa misoginia, como tantos otros prejuicios, la heredé. “Todo, menos femenino”, me decía.
Yo era ya un niño solitario cuando mis padres se mudaron a una casa, en un barrio a las afueras de la ciudad, llamado Novalito. A partir de ese momento mi mundo eran mis dos hermanas y las cuatro niñas que vivían en la casa vecina, las dos únicas residencias en quinientos metros a la redonda: solo mujeres que jugaban a las barbies y a la casita y yo, que no tenía con quien jugar.
Poco después aparecieron el cine y los libros y aquello fue para mí como el mar que se abrió frente a Moisés. Descubrí que “no solo de pan vive el hombre ni solo habita en la casa del Señor”. Convertí en lema esta frase que memoricé de alguna lectura que ahora no recuerdo. La literatura me permitía salir de allí, viajar a otros pueblos, soñar que algún día podría irme a vivir en alguna de esas ciudades que servían de escenario a las películas. Quizá en el Buenos Aires de Sandro de América o de La Mary, una cinta “escandalosa” en la que salían Susana Giménez y Carlos Monzón.
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