El estremecimiento y los sufrimientos por el pecado
Por eso uno entiende perfectamente que los santos se estremezcan; por lo menos a ratos; un cura de Ars, un san Juan de Sahagún, casi todos los santos... han tenido momentos de auténtico terror... ¡Porque tengo que dar cuenta de multitud de personas! Lo que ya no sé si estaba muy bien la solución: “me voy de la parroquia...” Me voy de la parroquia y me voy a un monasterio... que es lo que decía el cura de Ars... Tampoco me salvo así... ¡Cómo si la gente no tuvieras que salvarla de todas las maneras! Examinar pues la gravedad del pecado desde estos tres puntos de vista y qué visión tengo yo de esta gravedad del pecado. La gravedad del pecado con las consecuencias y si me doy cuenta que las consecuencias del pecado son todos los males que hay en la tierra; la expresión del Génesis es bastante clara y es realísima... Y no porque cada uno de los sufrimientos de la tierra venga del pecado inmediatamente hablando, que a veces viene de la caridad. Pero si viene de la caridad el sufrimiento es porque hay que redimir el pecado y es porque el otro te está haciendo sufrir con un sufrimiento que no tenía que ser, por el pecado que él tiene; el pecado del otro puede no ser un pecado formal, simplemente es que no ve más allá, no ve otra cosa. Pero aun en lo que viene del pecado inmediatamente, las posturas meramente egoístas, lo que se sufre por amor propio, por codicia, por lujuria... ¡la gente sufre horrores, por ejemplo, porque los han humillado sencillamente! La cosa es completamente idiota en los niveles naturales... ¡pero sufren! ¿esto de dónde viene? Pues del pecado, está claro... Me decía un psiquiatra: ¿no cree usted que si la gente fuera más virtuosa tendría menos problemas psicológicos? Pues es cierto: muchos sufrimientos en los niveles psicológicos, en resumidas cuentas, vienen de que la persona esa no tiene bastante virtud... Y otros vienen de que a personas con muy poca virtud, o simplemente con una actitud total de pecado, les han hecho sufrir por falta de caridad. Al ver todo este mar tremebundo de sufrimiento se da uno cuenta que todo esto viene del pecado... Pero ¿nos lo creemos?
He contado muchas veces esta anécdota. Yo ya era sacerdote, cuando empecé a caer enfermo. Una tía mía me dijo que dijera sencillamente una cosa que era mentira a los médicos y le contesté: “pero tú crees que soy tonto... ¿voy a hacer un pecado para sufrir más...? ¡Ni hablar! Digo la verdad y si les molesta que les moleste, ¡qué le vamos a hacer!”. Pero vamos, tanto como hacer un pecado para quitarme un dolor, no se me ocurre, porque tendría más sufrimiento todavía; esto no ya sólo porque el pecado es mucho peor que el sufrimiento, sino porque tendría más [sufrimiento]. ¿Nos vamos dando cuenta? ¿Vamos sintiendo el horror del pecado del mundo? No ya para nosotros mismos, ¿sino del pecado del mundo? ¿Vamos sintiendo a la gente, experimentando a la gente el peligro, y no sólo el peligro de pecar mortalmente –por supuesto tenemos motivos continuos para experimentarlo– sino del pecado venial? ¿Nos va dando cada vez más horror, cada vez más pena?
La vida de los santos como testimonio
Horror me refiero, sobre todo, a un movimiento instintivo de espanto, pero que nos impulsa a funcionar. Por eso uno coge la vida de los santos... Lo he dicho muchas veces: los santos no es que tengan más dosis de lo que sea, es que su vida es de una calidad –caridad– distinta; cualquiera de los santos que he leído últimamente, no es [sólo] que tuvieran más fortaleza para aguantar malos ratos, más que yo, es que es otra fortaleza; varía tanto la cantidad que hay un cambio cualitativo; es otra manera de funcionar. Y que aguantan sufrimientos impresionantes; nosotros enseguida tenemos que descansar... Si no tenemos más capacidad ¡qué le vamos a hacer! Pero la vida de la mayor parte de los santos tiene un tono completamente distinto. Y no digo que sólo por esto, sino por lo otro: ¡este horror al pecado es por el amor a Cristo!, por el amor a la gente, por el amor a sí mismos, por la caridad –el aspecto positivo–; pero ahora estoy hablando de este aspecto y este aspecto es la consecuencia del otro y bastante significativo del otro. Ver, por de pronto, todo este misterio del pecado.
Nuestra actitud frente al pecado
Ahora me extiendo un poquito y voy a hablar todavía, antes de entrar en la consideración de nuestra manera de ser, lo que es el pecado, la gravedad del pecado y las consecuencias del pecado. ¿Qué actitud tenemos frente al mal? Porque una de las cosas que más nos cuesta es asimilar la existencia del mal. Yo no voy a revelar un misterio porque no lo sé explicar. Pero el pecado es el colmo del mal. No estaría mal que mirarais un poco: ¿de verdad para mí el mal es el pecado y lo demás –no voy a decir que no se sufre, lo contrario sería mentir– me parece que no tiene importancia? ¿Y me parece que, en cambio, tiene muchísima importancia el pecado venial? Y no si me parece durante el rato que estoy en la capilla sino si este es el juicio espontáneo que voy haciendo sobre las cosas.
Voy a hablar un poco de cómo permite Dios el pecado y cómo tenemos que integrar todo esto. La existencia del mal, por de pronto, le plantea un problema a la gente; y de esto tenemos la expresión nosotros mismos, continua, porque en los salmos sale a todas las horas: “¿por qué haces esto?” No digo ya cuando los salmistas están optimistas y les parece que son buenos ellos (“todo esto nos ha venido sin culpa nuestra...” encima, éramos tan buenos y mira donde nos has metido...); generalmente el salmista ya reconoce que él tiene su culpa, pero de todas maneras ... “defiéndeme, por qué permites esto...”. Yo no sé por qué lo permite Dios, lo que sé es que lo permite ¿verdad? Lo que sé es que el mal no tiene por qué desconcertarnos, y tenemos que darnos cuenta, incluido el pecado, que es el mal radical, tenemos que contar con él...
Esto es una actitud muy complicada psicológicamente porque, cuando estamos hablando a la gente, tenemos que tener, al mismo tiempo –y lo difícil es expresarlo– dos actitudes, que no son contradictorias pero que son muy difíciles de expresar a la vez: “lo que ha hecho usted está muy mal, pero no tiene importancia”; es decir, lo que ha hecho usted está muy mal y además me da muchísima pena, pero vamos...
Dos historias que he contado muchas veces. Una vez, un primo mío que acababa de convertirse y se había confesado después de muchos años y, al cabo de unos días me dice:
–“Y yo debería confesarme ¿no?...”, pues veía que se confesaba su familia...
Estaba en la cama enfermo entonces y le digo:
–Si yo hiciera la vida que haces tú me confesaría tres o cuatro veces al día a ver si cambiaba, porque es que no das ni golpe...
No porque hiciera nada malo, sino porque no hacía nada bueno... Fuimos hablando de esto del pecado y me hace esta declaración:
–“Bueno... eso te pasará a ti, yo cuando me confieso a los curas les trae sin cuidado mis pecados...”
¿La gente puede pensar que nos da pena el pecado? ¿La gente puede pensar que tenemos este horror al pecado como tal? Esto por una parte. Porque, por otra parte, tenemos que hablar de tal forma que les signifiquemos la confianza que tienen que tener. Y generalmente hablando, o nos ponemos tan tajantes que la gente sale asustada o sale enfadada: “¡este cura qué bruto es!” y también: “¿qué querrá que le diga?... no voy a decir mis virtudes, que tengo tantas, si he venido a confesarme, de manera que le he dicho mis pecados...” O la gente sale al revés: “esto no debe tener tanta importancia como yo me creía, total ¡lo ha tomado con tanta naturalidad!”.
He contado también la historia de la guerra europea, en una novela de Mauriac. Estaban discutiendo por qué en la guerra europea los capellanes católicos tenían más éxito que los protestantes y entonces uno contó esta historia: Un hombre había matado a otro y, después de matarle –aquello fue un arrebato– se quedó con la conciencia cargadísima y el hombre necesitaba contárselo a alguien; y decía “si se lo cuento a alguien me denuncia”... Echó a andar y vio una casa un poco aislada, era [la casa de] un pastor protestante y le contó la historia; el pastor protestante le dice: “haga el favor de marcharse y dé gracias a Dios que no le denuncio... Encima de que es un criminal viene aquí a mí a contármelo...” El hombre salió más atribulado que antes todavía y siguió andando... Ya vio otro edificio, una iglesia, entra, ve allí una garita encendida, se acerca y le dice: “padre, he matado a uno...” Y el otro le contesta: “¿y cuántas veces hijo mío, cuántas veces...?” Claro, se animó... Pero la impresión que da es que no tiene importancia que mates a uno. En Toledo había un Padre que decía: “he matado a mi madre” “¿cuántas veces hijo mío, cuántas veces...? Pues no lo vuelvas a hacer, hijo, no lo vuelvas a hacer...”.
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