Luis Romera Oñate - La inspiración cristiana en el quehacer educativo

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La educación nunca es aséptica. Siempre se educa según unos principios, sean del signo que sean. Esos principios o valores, también los religiosos, expresan lo que cada uno considera bueno, aquello que hay que preservar y promover en la sociedad, más allá de destrezas y competencias. Pero ¿cuáles son esos principios que deben guiar la tarea de padres y profesores?
El autor busca en este libro despertar la conciencia de la grandeza de la tarea educativa y el interés por no perder altura en el ejercicio de la vocación pedagógica.

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A este respecto, el educador sabe que tiene que ver con personas y, por eso, no olvida que lo primero que caracteriza su actitud ante su quehacer profesional es el profundo sentido de la dignidad de sus alumnas y alumnos, la conciencia de su responsabilidad, el respeto de su libertad… en definitiva, el aprecio real por cada estudiante.

Desde lo alcanzado, se pone de manifiesto que la reflexión de las instituciones educativas requiere analizar también cuestiones de principio o sobre los principios. Nos va en ello nuestra propia humanidad, el crecimiento armónico y feliz de cada uno de nuestros alumnos.

Los temas a los que nos estamos refiriendo implican a la totalidad de la persona. Por eso, cada vez se aprecia más la educación del carácter, de la sensibilidad social, de las capacidades de relación, de los ámbitos artísticos y deportivos, etc. Sin embargo, las cuestiones de principio requieren la intervención decisiva de la inteligencia. No solamente de la razón empírica y lógica, sino también de esos otros modos de ejercer el pensamiento —de enorme trascendencia existencial y alcance humano y ontológico— como son la razón hermenéutica o la consideración filosófica. No obstante, todavía faltaría una instancia común, decisiva y no ajena a la inteligencia, en la elaboración de lo “sapiencial” de cada persona. Me refiero a la religión.

En algunos ambientes culturales puede haberse asumido el presupuesto, con semblanzas de prejuicio, de que lo religioso se sitúa al margen de la inteligencia. Se parte de una acepción peyorativa del término “creencia”, que se considera ligado a estados no completamente maduros de una personalidad que debería ser racional y emancipada. Sin embargo, la tradición plurisecular de Occidente ha situado la fe en la esfera de una inteligencia que se abre a una palabra que, trascendiendo sus límites —proviniendo más allá de sus capacidades autónomas—, es relevante de cara a la comprensión de quién soy y en dónde radica el sentido de mi existencia. Entre fe y razón no se ha visto en el cristianismo una mera yuxtaposición —según la cual, la una sería extraña a la otra y por eso, a la postre, habría que optar entre ellas—, sino una “circularidad” en donde una remite a la otra, y ambas dialogan. Una de las expresiones para indicarlo es el par “entiendo para creer”, “creo para entender” (intelligo ut credam, credo ut intelligam). La inteligencia se plantea cuestiones que reciben respuesta solo desde la escucha de una Palabra —que no puede deducir desde sí misma— que se muestra como luz para comprenderse y orientarse en la existencia. Por este motivo, creo que desde el pensamiento filosófico abierto a preguntas religiosas se puede ofrecer una contribución de interés en la reflexión de una institución educativa.

De todos modos, el libro que el lector tiene entre las manos podría despertar una primera reacción de desconcierto. Por una parte, el título anuncia que se pretende abordar una temática que concierne a la educación. Por otra, el autor es presentado como profesor de metafísica, la disciplina más teórica de la filosofía, mirada hoy en día con sospecha —e incluso con cierta hostilidad— en círculos intelectuales con influencia cultural.

La sorpresa puede aumentar si, buscando el significado de “metafísica”, se llega a la conclusión de que esa disciplina filosófica versa sobre “el ente en cuanto ente”. ¿Qué relación puede existir entre un saber que se interpreta como algo sumamente abstracto —“el ente en cuanto ente”— y el quehacer educativo, que lo que pretende es ayudar a encarar la existencia, en sus concreciones cívicas y laborales, profesionales y relacionales, gracias a habilidades cognitivas y de comportamiento?

En estas páginas se parte de una asunción clara: denotaría una notable ingenuidad todo intento de adentrarse en cuestiones para las que se carece de competencia. La educación, tanto en su vertiente pedagógica como formativa, exige una preparación y experiencia que empieza a adquirirse desde la universidad y se aquilata con la madurez profesional. De todos modos, con la modestia debida, también desde la metafísica se puede pedir la palabra en este foro, para contribuir con alguna sugerencia al debate acerca de la identidad de la comunidad educativa —profesores, padres, alumnos y alumnas, sociedad—, más aún si esta presenta algunas características:

La primera concierne a la índole de eso que se denomina “metafísica”. Al contrario de lo que podría parecer, la metafísica no versa sobre temas abstrusos, lejanos a la existencia. Todo lo contrario. Efectivamente la metafísica no estudia los colores de las flores ni los fenómenos económicos. Y, sin embargo, su relevancia existencial es decisiva.

Para ilustrarlo de un modo sucinto, permítanme recurrir a una imagen ingenua, pero —en mi opinión— acertada: la del día de los Reyes Magos, en la que se reciben los regalos de Navidad. En esa fecha —o la que tradicionalmente haga sus veces en los diferentes países— en la ciudad reina el silencio. Es una jornada festiva; el día anterior ha tenido lugar la cabalgata y los niños se han acostado quizá más tarde y, sin duda, con el nerviosismo propio de la expectación. Y, de repente, como al unísono, los niños se despiertan y corren a la sala de estar para ver qué regalos les han dejado. Allí encuentran los paquetes que son desenvueltos con la comprensible algarabía, y entonces aparece una bicicleta, una muñeca, una pelota. Que los regalos puedan ser hoy en día más sofisticados no hace al caso.

Entonces los niños se concentran, como es lógico, en la bicicleta en cuanto bicicleta, en la muñeca en cuanto muñeca y en la pelota en cuanto pelota. La bicicleta, ¿es de carretera o de montaña?, ¿dónde tiene los cambios?, ¿cómo se sube o baja el sillín? La muñeca, ¿es de las que hablan o de aquellas a las que se les cambian los vestidos? Y la pelota, ¿es de fútbol, de baloncesto o de béisbol?

El metafísico es el que sugiere a los niños que, por un momento, den un paso atrás y, en lugar de concentrar su atención en la bicicleta, en la muñeca y en la pelota en cuanto bicicleta, muñeca o pelota, las consideren en “cuanto ente”. Y eso conducirá a tres conclusiones que no resuelven ninguna pregunta práctica acerca del uso de los regalos, pero permiten relacionarse con ellos según modalidades de clara trascendencia existencial.

a) En primer lugar, que los regalos son lo que son. Una obviedad cargada de consecuencias. ¿Se puede llevar la bicicleta de carretera por caminos escarpados de montaña? Por poder, se puede, pero con mucha probabilidad al cabo de pocos minutos se habrá estropeado. ¿Se puede jugar al béisbol con una pelota de futbol? Cabe intentarlo, pero será el partido más aburrido del mundo.

b) La segunda observación posee mayor relevancia todavía. La bicicleta, la muñeca y la pelota son, ante todo, regalos. Con independencia de su coste y calidad, son regalos. Y eso implica que hay alguien que los ha regalado, alguien que piensa en ti y te quiere. Alguien que te está diciendo que siempre estará ahí, que, pase lo que pase, no te abandonará, que no estás solo ante la vida, con sus avatares, con sus momentos buenos y sus horas malas. Ver los regalos como regalos es mucho más importante que el regalo en cuanto tal objeto. Nos sitúa en un nivel más radical.

Lo dicho, llevado al campo de la filosofía, significa percatarse de que la realidad, propia y ajena, es ante todo un don. Nosotros somos capaces de muchas cosas. La naturaleza origina un sinfín de seres y eventos. Sin embargo, ni nosotros ni la naturaleza podemos dar el “ser” en cuanto tal, desde la nada; siempre lo damos por supuesto. Porque, curiosamente, el “ser” es algo que nos excede, tanto a los seres humanos como a los dinamismos de la naturaleza. El “ser” lo presuponemos, ni lo causamos ni lo aniquilamos. Las virtualidades técnicas de la humanidad y los procesos causales de la naturaleza consisten en un transformar algo que preexiste: la fabricación de un producto, la obtención de energía atómica, la evolución del universo, etc., consisten siempre en un devenir de algo que ya existe. Dar el ser desde la nada absoluta, por el contrario, supone una novedad absoluta, que no se encuentra al alcance de nuestras posibilidades ni de las posibilidades de la naturaleza. De ahí que su semántica corresponda más a la del don que a la del producir o evolucionar. Y si es un don, descubrimos que hay alguien que lo dona.

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