Lorrie Moore - ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

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¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?: краткое содержание, описание и аннотация

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Berie y Daniel están de viaje en París. Son un matrimonio anquilosado, comparten una serie de instrucciones implícitas que intentan evitar peleas, o al menos mitigarlas. En una cena, entre bocados de seso y copas de vino, mucho vino, Berie intenta recordar, como si existiera una suerte de reflejo proustiano, su adolescencia en Horsehearts, la casa invadida por exóticas visitas, la estricta convivencia con sus padres y su querido hermano Claude, su trabajo como cajera en el parque de diversiones Storyland y, sobre todo, su amistad con la encantadora Silsby Chaussée.Con un sagaz sentido del humor, Lorrie Moore construye una historia conmovedora que se detiene en el momento exacto en que una niña se convierte en mujer, ese tiempo en el que todo es una posibilidad y la amistad dura para siempre.

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Pero ahora, cada vez más seguido, yo estaba sola en las salidas, preguntándome cómo era para Sils estar con su novio Mike, qué hacían, cuáles eran las cosas que yo ni siquiera sabía cómo preguntar y, si ahora que ella estaba más avanzada, yo le gustaba menos.

En cierto modo mi infancia estuvo hecha de desperdiciar el tiempo, de deambular soñadoramente por el bosque e ilegalmente por las cloacas de cemento, gateando, o placenteramente sola en la casa (nadie en casa ¡por una hora!) chupando la sal de pedacitos de papel o escondida debajo de las mantas durante la tarde para crear un lugar nuevo, un espacio que no había existido en la cama antes, como en un ensayo para el amor. Quizás en Horsehearts –un pueblo que había recibido su nombre de una vieja batalla entre los franceses y los indios, una ciudad llena de caballos masacrados cuyos cuerpos ensangrentaban el lago y cuyos corazones se decía estaban enterrados en Miller Hill, un poco hacia el sur– las únicas cosas posibles eran la postergación y la fantasía. Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente. Solo cosas desenterradas de otro lado y rearmadas más tarde para ayudar a la mente a moverse. En esa época, sin embargo, era líquida, como una canción, no era gran cosa. Era simplemente un espacio con algunas personas dentro.

Pero se puede contar una historia de todas maneras.

Se puede tomar impulso, después empezar, hacerlo, y basta.

Las cosas en la memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño. El pasado se convoca en gran medida por un acto de brujería; las artes de una prostituta, collage y brebaje, ojo de lagartija, corazón de caballo. Aun así, la casa de mi niñez está grabada en mi memoria como si fuera la forma de mi propia mente: una mente con forma de casa; ¿por qué no? Fue a partir de esta mente particular que yo me atreví a cualquier peligro salvaje o postura sentimental o salto hacia algo lejano. Pero esta mente albergaba la semilla germinada de cada acto. Yo flotaba sobre ella, pero cerca, como las figuras en un Chagall.

Antes de que renováramos la casa, había un solo baño para toda la familia y muchas veces yo corría a usarlo y me encontraba con tres niños en fila; había un espejo en el pasillo y saltábamos agarrándonos la entrepierna y mirándonos en el espejo con la esperanza de no explotar. Había solo dos cuartos para tres niños: el cuarto amarillo y el cuarto azul. Por un tiempo mi hermana adoptiva LaRoue, mi hermano Claude (en Horsehearts se pronunciaba clod ) y yo nos turnábamos para compartir porque LaRoue había llegado a nuestra casa con otra niña adoptada que ya no vivía con nosotros –una niña lenta y callada llamada Nancy que había sido golpeada por su madre hasta quedar retardada–, ellas dos compartían el cuarto hasta que Nancy se fue, y entonces LaRoue tuvo su propio cuarto. No creo que yo haya sabido realmente por qué o adónde se fue Nancy; en nuestra casa siempre vivían otras personas aparte de nosotros, todos acampaban en los sofás cama. Por eso busqué a Sils temprano, a los nueve años, la descubrí allí, en mi aula, alfabetizándose a mi lado, y me até a ella.

Un mes de mayo alguien simplemente vino y se llevó a Nancy. Me pareció aterrador, que eso pudiera pasar así como así. Que alguien pudiera venir y llevarte e irse.

Pero LaRoue se quedó y consiguió su cuarto propio –el azul con los alféizares blancos– y le decía “mamá” a mi madre. Yo era tres años menor, aunque solo un grado por debajo en el colegio, y tenía el cuarto más grande, el amarillo, con mi hermano Claude con quien estaba muy unida por ser solo un año mayor que él. Claude y yo éramos compinches de litera, una expresión que yo usaba con humor, irónicamente, de un modo agridulce, más tarde en la vida, con amantes, en esas noches de romance cuando dormía con un hombre pero no había sexo, yo estaba cansada, el perro tonto de mi cuerpo demasiado exhausto después de correr toda la semana en los médanos del amor, ahora con ganas solamente de dormir, apaleada, al lado de alguien pero cerca, como hermanos, como Claude. “Compinches de litera: podemos ser compinches de litera”.

Había en realidad una litera en la que dormíamos mi hermano y yo; a veces él arriba, a veces yo, para equilibrar las cosas, supongo. A pesar de que la casa estaba llena de reglas y horarios estrictos para irse a dormir, todos pegados a la heladera con imanes de Bryson Paper Mill, pequeños pinos imantados con el logo de BPM en dorado, éramos básicamente niños sin vigilancia. Podíamos encontrar la manera de hacer lo que queríamos, aunque exagerábamos la importancia del momento a la noche cuando uno de nuestros padres (se nos decía, suponíamos) vendría a controlarnos antes de irse a la cama. Nunca estábamos despiertos para ese momento, pero sabíamos que existía, creíamos en él de una manera religiosa, y a veces, cuando nos mandaban a la cama demasiado temprano una noche de verano llena de grillos, nos preparábamos para ese momento como si fuera el Juicio Final. Lo convertíamos en una especie de concurso de esculturas corporales, posábamos en la cama de maneras elaboradas: parados en un pie, la cabeza colgando de un extremo, los brazos levantados en el aire y la boca y los dientes y los ojos en unas muecas asombrosas. “Esto sí que va a sorprender a mamá”, decíamos, o “A papá le va a encantar esta”, y tratábamos de quedarnos dormidos en esas poses. A la mañana nos despertábamos despatarrados en posiciones comunes, sin acordarnos de si habíamos visto a alguno de ellos o no, o cómo había sido que finalmente nos quedamos dormidos de esa manera más normal.

Claude fue mi primer amigo, antes que Sils, y éramos mejores amigos, compinches de litera, esposos niños, hasta que tuve nueve y él tuvo ocho, y nos separaron; de alguna manera, por el resto de nuestras vidas. Éramos demasiado grandes; estaba mal que un hermano y una hermana compartieran el cuarto. Así que renovaron la casa, y cada uno de los niños tuvo su propio cuarto. El mío era abajo, sola, lejos del pasillo del primer piso. El de él estaba en el piso de arriba.

Poco después Claude se hizo amigo de un chico nuevo que vivía calle abajo, Billy Rickey. Yo anduve a los tumbos por ahí, después busqué y encontré a Sils, y se terminó el asunto. Claude y yo no volvimos a vernos, no verdaderamente. Cuando nos cruzábamos en los pasillos del colegio, o nos veíamos en la cena, años después durante las vacaciones, los casamientos y los funerales, ya no podíamos descifrar quién era el otro. Era como si a uno de nosotros le hubieran crecido aletas o plumas o una raya extraña en un costado, nuestra especie se había vuelto confusa.

Pero él siempre fue, para mí al menos, mi primer amor, mi niño novio, y en una familia atareada, que hablaba en lenguas, era importante estar casado, de alguna manera, con alguien. Yo lo estuve, lo había estado, por un tiempo, con Claude.

Era LaRoue la que estaba sola. De niños, Claude y yo éramos todo cuerpo y dormir y jugar –más cercanos aun que la mayoría de los adultos entre ellos– y nuestros padres nos parecían estrictos y distantes como reyes, y LaRoue nos parecía mayor, una intrusa perturbada, una visitante, alquile-una-niña, pero cristianamente tolerada. Nuestra familia leía la Biblia todas las noches en la mesa, mi padre avanzaba capítulo por capítulo por los evangelios, los actos, las cartas de Pablo a Timoteo (yo me imaginaba a Paul Zabrowski del colegio y a su molesto amigo Timothy Wilson), por el primer Juan, el segundo Juan, el tercer Juan, todo hasta la revelación (“Y al ángel de la iglesia de Filadelfia…” ¿Filadelfia? ¡La tía Mimi vivía en Filadelfia!), todos los versos largos y extraños, mientras veíamos enfriarse nuestra comida. Y así aprendíamos a contenernos.

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