Lorrie Moore - ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

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¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?: краткое содержание, описание и аннотация

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Berie y Daniel están de viaje en París. Son un matrimonio anquilosado, comparten una serie de instrucciones implícitas que intentan evitar peleas, o al menos mitigarlas. En una cena, entre bocados de seso y copas de vino, mucho vino, Berie intenta recordar, como si existiera una suerte de reflejo proustiano, su adolescencia en Horsehearts, la casa invadida por exóticas visitas, la estricta convivencia con sus padres y su querido hermano Claude, su trabajo como cajera en el parque de diversiones Storyland y, sobre todo, su amistad con la encantadora Silsby Chaussée.Con un sagaz sentido del humor, Lorrie Moore construye una historia conmovedora que se detiene en el momento exacto en que una niña se convierte en mujer, ese tiempo en el que todo es una posibilidad y la amistad dura para siempre.

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Esa primavera solíamos encontrarnos en la tumba de Estherina Foster, una niñita que se había muerto en 1932, su fotografía, coloreada de amarillos y rosas, estaba adherida a la piedra. Ahí temblábamos y fumábamos, el aire estaba todavía demasiado frío. Estudiábamos las otras lápidas, nos inclinábamos para apartarnos un pelo de la cara una a la otra. “Quédate quieta, tienes un pelo”.

¿Estábamos simplemente esperando para dejar Horsehearts, nuestros amigos, nuestros enemigos, nuestra sofocante vida familiar? Con frecuencia pienso que en el centro de mí misma hay una voz que finalmente logró dividirse, una casa en mi corazón tan invadida por otra gente y sus maneras de hablar, por amigos a los que creí que era leal, por personas cuyas vidas solo puedo adivinar ahora, que me da la impresión de que soy solo una recopilación de ellos, que todos existieron por sí mismos, pero me formaron sin querer, y desaparecieron. ¿O acaso la expectativa era que yo me creara de la nada, que saliera de la nada y sola?

¿Qué quiero decir con “ellos”? Quizás solo me refiero a Sils. Estaba invadida por Sils, que ahora vive en mi infancia desaparecida, un lugar al que vuelvo de noche, en un sueño profundo, donde está ella, parada con sus brazos largos haciendo equilibrio en las piedras del arroyo del pantano, en las piedras del cementerio, en las piedras del camino de ripio de vuelta a casa. Cómo me molestó la manera en que los varones irrumpieron en nuestras vidas. Me resentí con ellos desde los primeros indicios. Eran burlones y ofensivos y yo no les interesaba. Enganchaban los pulgares en las presillas del cinturón. Más obsesionados que nosotras con los fluidos y los defectos del cuerpo, contaban chistes largos y desagradables, con remates insistentes como “metiendo” o “a mano”. Tenían rifles de aire comprimido y les disparaban a las ranas en el pantano, no siempre las mataban. Sils y yo, jóvenes y estúpidas, traíamos pinzas de casa y vadeábamos entre las totoras y las vainas pegajosas de las asclepias para buscar a esas pobres ranas y salvarlas; les hurgábamos la piel para extraer los balines y las vendábamos con gasa mientras sangraban y se retorcían. Pocas de ellas sobrevivían. Generalmente las encontrábamos muertas en el barro acuoso, la gasa suelta alrededor, trágicamente, como un estandarte caído en la guerra.

La semana en que la contrataron como Cenicienta, Sils hizo una pintura de esto, de lo que habíamos hecho con las ranas durante esos años. Pintó el cuadro con azules y verdes profundos. En el fondo, detrás de algunos árboles, había dos niñitas vestidas de santas o enfermeras o niños o princesas… ¿qué eran? Cenicientas. Cuchicheaban. Y en primer plano, cerca de las piedras y los nenúfares, había dos ranas heridas, una enyesada, la otra con una venda atada alrededor del ojo: parecían ranas que habían sido besadas y besadas con violencia, pero se habían quedado ranas. Lo enmarcó, lo colgó en su cuarto y lo tituló ¿ Quién se hará cargo del hospital de ranas ?

Para esa época, Sils tenía un novio –un novio llamado Mike Suprenante, de la glamorosa y prohibida Albany– y el significado del cuadro había crecido, se había ampliado, se había vuelto más gracioso; se había convertido en todo.

Había conocido a Mike a fines de marzo, en un bar sobre la orilla del lago que se llamaba Casino Club, donde habíamos ido a bailar. Teníamos identificaciones falsas y los fines de semana durante el año escolar era un buen lugar para ir a bailar. A veces bailábamos entre nosotras, desafiantes y sin varones, con un mohín paródico. Bailábamos twist de una manera profundamente burlona. Bailábamos swing, girando y haciéndonos girar una a la otra. Después esperábamos que los hombres nos compraran tragos. La pista de baile era una gran plataforma; las bandas eran ruidosas, los músicos nos guiñaban el ojo, eran simpáticos; los tragos costaban menos en la Ladies Night , y a veces veíamos a nuestros maestros estudiantes, jóvenes y atractivos con sus sacos azules. A veces alguno sacaba a bailar a Sils, antes de reconocerla, y en la mitad del baile se daba cuenta de quién era y la saludaba con un avergonzado “hola” o se encogía de hombros con timidez o la apuntaba con el dedo como con un revólver o se llevaba el dedo a la sien.

La noche que Sils conoció a Mike, tenía una falsa camelia en el pelo y una túnica sin mangas y unos jeans. Llevaba puestos todos sus anillos y brazaletes en una mano, solo de un lado, el otro desnudo. Yo bailé mucho. Cada vez que un hombre apuntaba en nuestra dirección para sacar a bailar a Sils, Mike (una “persona atractiva e insulsa”, dije de él más tarde), que se había acercado y se había presentado apenas un poco más temprano esa misma noche, aterrizaba con tragos extra y tomaba posesión de ella, llevándola a la pista; la reclamaba, “Yo la vi primero”, y ella lo dejaba. En los bailes rápidos con él, ella hacía su baile de la intensidad: se apoyaba profundamente en cada cadera y sostenía los puños en alto, uno lleno de anillos, el otro desnudo, como un boxeador. Su cara –con la nariz cortada como un diamante, los pómulos abiertos hacia los lados como un crucifijo– se veía dura y dramática en esa luz. Y así, para cuando los otros hombres llegaban a la mesa, terminaban de enjuagarse las encías con cerveza, terminaban de tragar, no les quedaba otra que yo. “Bueno, y a ti , ¿te gustaría bailar?”, decían con aire de haber sido estafados. A mí no me importaba. Lo entendía. Me había puesto mis pendientes blancos que brillaban en la luz negra del bar; me había delineado los ojos con sombra. Me había cepillado el pelo para adelante y después lo había tirado violentamente hacia atrás para que el volumen lo volviera más salvaje. Me había chequeado en el espejo del baño de mujeres: era demasiado flaca, y no era Sils. Pero estaba convencida –una convicción que mantuve ingenuamente por años– de que si alguien llegaba a conocerme, a conocerme de verdad, yo le iba a gustar mucho.

En los temas lentos, como “Nights in White Satin”, dejaba que los hombres –obreros de la construcción, vendedores de autos– me abrazaran fuerte. Podía sentir sus barrigas y su olor a transpiración, sus sexos endurecidos, sus camisas mojadas, sus brazos grandes a mi alrededor. A veces les apoyaba las manos en las caderas, con los ojos cerrados y me recostaba en uno de sus hombros mientras bailábamos.

“Estuvo muy bonito”, me decían al final, gritando por encima del próximo tema de la banda. “Gracias –decía yo–. Muchas gracias”, siempre les agradecía, me sentía agradecida, y se los hacía saber.

“¿Cómo volvemos a casa?”, le grité a Sils al oído. La pregunta habitual de nuestras salidas nocturnas. Me estaba quedando en su casa a pasar la noche, una de las pocas maneras que había conseguido para salir hasta tan tarde. Su madre hacía el turno noche en el motel, y sus hermanos se estaban quedando con sus novias o estaban otra vez en Canadá, Sils no estaba segura de dónde estaban exactamente. Me miró desconcertada, se encogió de hombros, y apuntó discretamente a Mike. Él movía el pie, fumaba un cigarrillo y miraba a la banda, pero rodeaba el respaldo de la silla de Sils con el brazo.

¿Qué necesidad de preguntar? Yo siempre podía contar con Sils; Sils era el camino; Sils era nuestra vuelta a casa, siempre.

Mike solo tenía una moto, pero le había pedido prestado el auto a un amigo. Manejaba despacio para que durara, no dejaba de mirar a Sils, que estaba sentada cerca de él en el asiento delantero, no dejaba de hacerle preguntas del estilo de “¿Cómo hiciste para ser tan bonita?”. A lo que ella contestaba: “Déjame en paz”, y después se reía. Yo estaba sentada atrás, muda, mirando por la ventanilla los árboles de la noche y las casas oscuras flotando como botes.

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