Lorrie Moore - ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

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¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?: краткое содержание, описание и аннотация

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Berie y Daniel están de viaje en París. Son un matrimonio anquilosado, comparten una serie de instrucciones implícitas que intentan evitar peleas, o al menos mitigarlas. En una cena, entre bocados de seso y copas de vino, mucho vino, Berie intenta recordar, como si existiera una suerte de reflejo proustiano, su adolescencia en Horsehearts, la casa invadida por exóticas visitas, la estricta convivencia con sus padres y su querido hermano Claude, su trabajo como cajera en el parque de diversiones Storyland y, sobre todo, su amistad con la encantadora Silsby Chaussée.Con un sagaz sentido del humor, Lorrie Moore construye una historia conmovedora que se detiene en el momento exacto en que una niña se convierte en mujer, ese tiempo en el que todo es una posibilidad y la amistad dura para siempre.

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–Pero –agrega, pensando con cariño en nuestro gato– tenemos un grande gato en casa.

Gâteau quiere decir “torta” –susurro–. Les acabas de decir que tenemos una torta grande en casa.

No sé por qué siempre saca conversación con los vecinos de mesa. Pero lo hace, piensa que es amable y educado en lugar de torpe e irritante, que es lo que pienso yo.

Después vamos siempre a la misma chocolatier a comprar trufas al whisky. En las trufas sí se siente la tormenta atrapada, una tormenta tibia bajo la lengua.

–¿En qué aggrandizement estamos? –pregunta mi marido.

–¿En qué “aggrandizement”? –digo–. No sé, pero creo que estamos en uno de los grandotes .

Mi marido pronuncia tirez como si fuera español, père como si fuera pier . La forma cariñosa en que lo imito pasa por alto las maneras en que siento su falta de amor por mí. Pero estamos arreglándonos bastante bien. Nos tocamos la manga el uno al otro. Nos decimos: “¡Mira eso!”, tratamos de que nuestras miradas se fundan, nuestras mentes se vuelvan una. Estamos en París, con su mazapán perfecto y su luz, su vaho a cloaca y su Estado policial. Con mi cadera dolorida y sus arcos vencidos (“orgullo vencido”, les dice Daniel) caminamos por los quais, nos paramos en todos los puentes bajo la llovizna, y miramos este lugar precioso, mientras secretamente nos imaginamos casados con otras personas –¡aquí, en la ciudad de la luz!– y a veces no, a veces simplemente nos preguntamos, en silencio o en voz alta, en qué se convertirá el mundo.

* * *

Cuando era niña, traté con ahínco de dividir mi voz. Quería hacer acordes, astillarme la garganta en armonías floridas como un prado, así era como lo entendía. Me parecía que era algo que uno tenía que poder hacer. Sentía que con concentración y un potente empujón de aire, podría ser capaz de poblarme, de desatar una multitud en la caja de mi voz, de dar a luz, de liberar todos los estados de ánimo y los matices, todos los habitantes preciosos y místicos de las expresiones de mi mente. En las tardes me iba sola más allá del jardín y de los arbustos de grosellas, más allá de los cebollines con sus coronas violetas y de los delgados espárragos, más allá de los girasoles doblados de un golpe por los ciervos o por una helada fuera de estación, más allá del césped de la hondonada hasta la pradera bien lejos detrás de nuestra casa. O me iba por el camino hasta el terreno vacío cerca de la Reserva Naval, donde en invierno se vaciaba el camión quitanieve y donde en verano a veces los varones jugaban a la pelota. Yo miraba por encima de las flores silvestres, del pantano de humus y hojas, del musgo de primavera que reverdecía en las rocas, o de las montañas de cascotes de nieve ennegrecida de las calles, fuera la estación que fuera –mis mitones con coágulos de hielo, o mis manos sucias de barro del pantano–, y desde la zona posterior de mi laringe proyectaba parte de mi voz hacia el horizonte y parte hacia el cielo. Debe haberme dolido. Quería aullar y volar y romperme en pedazos.

El resultado era mucha tos, jadeos y una afonía que a Mrs. LeBlanc, nuestra mujer de la limpieza, le preocupaba escuchar en la voz de una niña. “¿Se resfrió, Miss Berie Carr?”, solía preguntarme cuando yo volvía demasiado temprano a comer. Decía mi nombre así, haciéndolo sonar irlandés, aunque no lo era. “Nah”, decía yo con brusquedad. Ella era alegre, pero también pesimista y olía a cebolla; no me gustaba que me respirara cerca; no quería que me inspeccionara como una enfermera. Apenas podíamos costear una mujer de la limpieza, pero mi madre estaba muchas veces sola para conversar, aun en nuestra casa abarrotada de gente, y le gustaba sentarse con Mrs. LeBlanc en la cocina a fumar y tomar té. Aunque yo no hubiera visto todavía a Mrs. LeBlanc, aunque hubiera logrado esquivarla con éxito, sabía si ella había estado allí: la casa estaba llena de humo y seguía desordenada salvo por las revistas apiladas en montones nuevos y prolijos; mi madre tarareaba; el cheque en la mesada no estaba más.

Después de un año, cuando los acordes que yo quería conseguir me fallaban sistemáticamente, y lo único que podía lograr era un zumbido ronco y grave para acompañar mi nota principal (¿dónde estaba el coro de ángeles, el jazz seductor?), finalmente paré. Empecé en cambio a pedirles deseos a las telas de araña y a las piedras de cinco cantos. Pedía una mudez eterna e intrigante. Sería la Misteriosa Chica Muda, la Elfa Enigmática. La voz humana ya no me interesaba. La voz humana era demasiado anodina. Era importante, me parecía, hacer algo sofisticado. Solo que no sabía qué.

Aunque a decir verdad ninguna voz fue anodina en nuestra casa. Si bien me llevó prácticamente toda la vida, hasta el verano de mis quince años, darme cuenta de eso. Había sofisticaciones: años del acento francocanadiense de mi madre filtrándose solo en las canciones de cuna más desesperadas. O la cadencia falsamente patricia que se le colaba en la voz cuando quería hacerse la fina con sus temibles suegros; su voz se convertía en una voz entrenada, tratando de relocalizarse social y geográficamente. O años del colegio alemán de mi padre disparados a través de la mesa del comedor, mientras mi madre trataba con temor de aprenderlo así, para poder hablar con él durante la cena sobre asuntos privados sin que los niños entendieran. “ Was ist, los, schcäzchen?”. “Ich weiss nicht”.

A veces teníamos estudiantes de otros países viviendo con nosotros durante algunas semanas, durmiendo en alguno de los sofás cama en el salón, en el sótano o en el estudio. A veces había maestras de Kenia, Argentina o Tanzania, países con nombres que sonaban a nombres de niñas preciosas. Había planificadores urbanos de Sudamérica, refugiados africanos. “Mis padres estaban tratando de escandalizar a los vecinos”, diría yo años más tarde en situaciones sociales en las que se suponía que había que hablar de la propia crianza y ser entretenida al mismo tiempo.

Todo en nuestra casa cuando era joven se sentía envuelto de extrañeza, de códigos, de estados de ánimo. Las personas venían y se quedaban, después se iban.

Uno de los muchos resultados de esto para mí fue un toscano en la oreja para los idiomas. Mi mente trabajaba con rigidez, reagrupaba e improvisaba sonidos. Por un tiempo pensé que Sandra Dee no era solo una actriz sino uno de los días de la semana en francés. Cantaba “Frère Jaques” con la asombrosa frase “son él y la Tina”. Saber que la lengua extranjera era muchas veces un código marital tenso, zona prohibida para los kinder , puro viento y gorjeos prohibidos, propiedad de los invitados , me volvió taciturna y ligeramente sorda, resentida de una manera que era inexplicable para mí en esa época; me desconectaba. Jugaba con mi comida –el pan de carne con demasiado cereal, la sopa Habitant y la morcilla, los palitos de pescado despellejados– o comía demasiado. Me atiborraba la boca y me agarraba el estómago, masticando. Desde el principio y durante mucho tiempo después cuando oía algo no inglés –el igbo del Sr. Gambari, la Sra. Carmen-Perez cantando una canción en español– mi mente se cerraba por cortesía. Mis maestras en la escuela –francés, alemán, latín– me requerían, pero yo no podía oír lo que decían. Nunca supe qué pasaba; movían la boca y los sonidos me llegaban mezclados y aterradores.

Más adelante, cuando fui una adulta, alguien en una cena me hizo escuchar una grabación de monjes asiáticos que podían en efecto dividir sus voces, crear un sonido roto, coral, que era como ser uno mismo pero también tantos otros. Era un coro de lo quebrado, de lamentaciones. No era lindo, pero me recordó, en ese preciso momento en esa comida deprimente –todos opinando sobre Marx, Freud, hockey, Hockney, el robo a los liberales, radicales con flebitis, ¿tendría Gorbachov su propio Hollywood Square pronto?–, me recordó el sonido que yo podría haber conseguido si mis esfuerzos hubieran sido exitosos. Me recordó cómo los niños siempre piensan en grande; cómo el mundo los confronta y los moldea para mantenerlos a salvo.

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