Lorrie Moore - ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?

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¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?: краткое содержание, описание и аннотация

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Berie y Daniel están de viaje en París. Son un matrimonio anquilosado, comparten una serie de instrucciones implícitas que intentan evitar peleas, o al menos mitigarlas. En una cena, entre bocados de seso y copas de vino, mucho vino, Berie intenta recordar, como si existiera una suerte de reflejo proustiano, su adolescencia en Horsehearts, la casa invadida por exóticas visitas, la estricta convivencia con sus padres y su querido hermano Claude, su trabajo como cajera en el parque de diversiones Storyland y, sobre todo, su amistad con la encantadora Silsby Chaussée.Con un sagaz sentido del humor, Lorrie Moore construye una historia conmovedora que se detiene en el momento exacto en que una niña se convierte en mujer, ese tiempo en el que todo es una posibilidad y la amistad dura para siempre.

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Sin duda “a salvo” es lo que estoy yo ahora; o lo que se supone que estoy. La seguridad está en mí, me sostiene derecha, como una columna vertebral. Mi sangre no viaja por caminos nuevos, sabe simplemente su camino, se demora, se adormece y se encariña. Aunque hay momentos, incluso recientes, en la pequeña ciudad donde vivimos, en los que he dejado a mi marido para salir a caminar al anochecer, la luna suspendida boca abajo como un pájaro estridente y presumido, como algún error absurdo –qué vida de oficinas y tareas aburridas podría tener una luna inundando el cielo y las calles, sin parecer absurda–, y en mis caminatas, hacia las esquinas silenciosas, los olores fríos a humus, las copas de los árboles saludando en un viento, he sentido una antigua naturaleza salvaje. Ebria y fantasmal. No es sexual, no realmente. Tiene más que ver con la aventura y la huida, como las ganas de un niño de escaparse, que toma envión y se frustra al mismo tiempo, un deseo que se enrosca en mí como un tornillo, una sombra atada a los pies que se dispara hacia lo demás, aunque, finalmente, siempre se ha quedado a un costado, como si esa otra vida fuera imposible y lo supiera, como un buen perro, buen perro, buen perro. Siempre se ha quedado.

El verano de mis quince años trabajé en un lugar que se llamaba Storyland con mi amiga Silsby Chaussée, de ella se trata todo esto. Storyland era un parque de diversiones a dieciséis kilómetros de nuestro pequeño pueblo Horsehearts, a cuatro kilómetros del lago. Su temática eran los personajes de los libros de cuentos, y había instalaciones y pequeñas representaciones de canciones de cuna –Hickory Dickory Dock o Little Miss Muffet– y de cuentos de hadas. Blancanieves. Hansel y Gretel. Había atracciones y toboganes. Estaba La Vieja que Vivía en un Zapato, que era una enorme bota violeta que podías trepar hasta la punta, para deslizarte por una lengua de aluminio hasta un cajón de arena. Estaban Los Tres Cabritos: un puente en arco de madera de secuoya, un gran duende de yeso y tres cabras vivas que podías alimentar con galletas de centeno que se compraban en una máquina expendedora. Estaba la sección del Safari por la Selva, con sus puentes colgantes y sus cocodrilos falsos. Estaba el Pueblo de la Frontera, con su pueblo fantasma falso y los varones del colegio secundario local disfrazados de cowboys. Finalmente, estaba el Sendero de los Recuerdos, un paseo cubierto entre la salida y la tienda de regalos, alineado con faroles a gas y maniquíes vestidos de gala –con polisones y galeras apolillados– apoyados precariamente en carruajes antiguos. A veces en los días de lluvia Sils y yo almorzábamos en el Sendero de los Recuerdos, en uno de los bancos de plaza a lo largo del paseo. Quedábamos conspicuas y fuera de lugar –un poco mimos, un poco vándalos–, pero la mayoría de los turistas sonreían y nos ignoraban. Cantábamos a la par del sonido metálico del hilo musical, sin importarnos qué era –generalmente “After the Ball” o “Beautiful Dreamer”–, pero a veces era el tema de Storyland:

Storyland, Storyland,

donde ni terror ni tristeza hallarás

donde tus sueños cumplirás.

Los libros y las canciones de cuna cobran vida, ya verás.

Storyland, Storyland:

trae a toda tu familia-a-a

(y no te olvides de la abuela-a-a).

Siempre hacíamos muecas en la coda de la abuela –waaa-waaa-waaa– que flotaba en el aire en una especie de séptimo acorde disminuido, como la banda sonora cómica de un dibujo animado. Cantábamos con las bocas llenas de sándwich, después las abríamos bien grandes para mostrar la comida y expresar nuestro horror ante la sola idea de que nuestras abuelas estuvieran ahí, en el parque, paradas inexplicablemente en la fila de alguno de los juegos. ¡Y la abuela!

¡Puaj!

Sils era hermosa; los ojos aguamarina con pintitas negras, la piel suave como un jabón, el pelo largo y castaño pero con vetas de amarillo oro aquí y allá que captaban el sol como el agua del río. Estaba contratada por el director creativo para hacer de Cenicienta. Tenía que usar un vestido de satén sin breteles y dar vueltas en una gran carroza calabaza de papel maché. Las niñitas hacían fila para subirse y hacer un tour por el parque con ella, era uno de los juegos, y después las dejaba en el siguiente, un hongo gigante con lunares. En el recreo, Sils me venía a buscar para fumar un cigarrillo.

Yo era una de las cajeras de la entrada. Entraban seis mil dólares por día en una sola caja registradora. Los clientes se quejaban de los precios, mentían sobre la edad de sus hijos, contaban el cambio para cerciorarse. “ Gardez les billets pour les manèges, s’il vous plaît ”, les decía a los canadienses. Mi uniforme era un sombrero de paja, un vestido de rayas rojas y blancas con un delantal rojo de volados, y una credencial con mi nombre en el canesú: Hola Mi Nombre Es Benoîte-Marie. Le había cosido monedas al ruedo del delantal para que no se levantara con el viento, pero aparte de eso no había mucho que se pudiera hacer para que el vestido tuviera un aspecto normal. Una vez vi una chica a la que habían despedido el año anterior manejando por la ciudad todavía vestida con el delantal y el vestido. Estaba loca, decía la gente. Pero ni falta hacía que lo dijeran.

En el verano todo el condado estaba repleto de turistas canadienses de Quebec del otro lado de la frontera. A Sils le encantaba contar anécdotas de ellos de cuando trabajaba como mesera en HoJo’s: “Me gustaguían unos güevos”, había dicho un hombre sin dejar de mirar su pequeño diccionario de bolsillo. “¿Cómo le gustarían?”, había dicho ella. El hombre consultó su diccionario, buscando palabra por palabra. “Me gustaguían… ehm… sobgue el plato”.

Ni se nos cruzaba por la cabeza que también nosotras éramos en parte francocanadienses. Sur le plat. Fritos. Nos gustaba contar historias ruidosas e ignorantes sobre estos turistas, tan cruciales para la economía de la región, pero que eran mezquinos con las propinas o coqueteaban o usaban las camisas abiertas con las barrigas al aire, se quejaban y fumaban cigarros finitos y se reían obscenamente o lo que fuera, no importaba. Nos habían enseñado a hablar despectivamente de los turistas, como todos en un pequeño pueblo turístico. En el invierno nos burlábamos de la gente de la gran ciudad que venía al norte a las montañas de Horseheart Garnet a esquiar. Usaban chaquetas brillantes y pantalones elastizados y tenían esquíes caros, pero solo podían arar la nieve. Gritaban cuando se caían, lloraban cuando los esquíes se les soltaban y se les escapaban a toda velocidad por la pista. Nosotras los pasábamos volando vestidas con nuestras chaquetas de jean y nuestros jeans y nuestras botas viejas atadas. Sonreíamos con suficiencia y tarareábamos canciones de Janis Joplin, bajábamos al silencio de los árboles, con nuestra superioridad nativa, nuestra relativa pobreza, creíamos por un momento que teníamos una especie de genialidad aborigen.

En Storyland, cuando Sils –¡Cenicienta en persona!– venía a buscarme para fumar un cigarrillo, yo cerraba mi caja registradora, dejaba a uno de los que cortaban las entradas cubriéndome, y me iba con ella, al callejón entre Hickory Dickory Dock y el zapallo de Peter Pumpkin Eater, donde sacábamos un paquete de cigarrillos y fumábamos dos por cabeza, los Sobranies y los Salems que nos hacían sentir espléndidas y sabias. A veces nuestra amiga Randi, que era la pastora Bo Peep y tenía que deambular por el parque con un cayado dorado, un bombachudo de volados y un sombrero con una cinta amarilla (llorándoles a los niños “¿Dónde están mis ovejitas? ¿Queridos, vieron mis ovejitas?”), se unía a nosotras para un recreo corto.

“¿Vieron mis ovejitas de mierda?”, nos preguntaba, apareciendo en el callejón (o en el Sendero de los Recuerdos si estaba lloviendo y era la hora del almuerzo), y se levantaba el bombachudo, el elástico le hacía picar las piernas. Diez años más tarde, Randi tendría un ataque de nervios vendiendo cosméticos Mary Kay; dejó de venderlos pero siguió encargándolos, los dejaba apilarse en cajas en el sótano de su casa, en lugar de venderlos, salía, se emborrachaba en el asiento de atrás de su auto y se desmayaba. Pero ahora, aquí, una Bo Peep fumadora, era incansable, irónica y joven. “Tenía la esperanza de encontrarlas aquí”. Daba pitadas rápidas, después se iba, su bombachudo a veces seguía subido en la espalda. “Randi, tienes un culo enorme”, le decía Sils, inspeccionándola.

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