Mike estacionó al final de la calle, justo a la entrada del cementerio, y yo me bajé y esperé. Me alejé del auto para dejar que se besaran. Tenía mucha paciencia, me parecía, para ciertas cosas. Salté la cerca y deambulé por el borde del cementerio un rato, pero cuando miré hacia atrás, ellos estaban todavía dentro del auto besándose, así que me alejé más. Busqué la tumba de la pequeña Estherina Foster, y me senté ahí con ella en la oscuridad. Escuché para ver si había alguna voz que pudiera ser la de ella, algún pío o susurro, pero no había nada. Jugueteé con una rosa de plástico de tallo largo que habían aplastado en la tierra. Le limpié el barro y la hice rebotar por ahí, dibujando palabras en el aire: mi nombre, el de Sils, el nombre de Estherina. No se me ocurrieron otros nombres. Escribí Feliz cumpleaños, Carajo y Paz. Después tiré la flor en las sombras. Qué silencioso era el mundo de noche, los árboles sin brotes se dibujaban siniestros contra el cielo, las ramas se estiraban como buscando algo para atrapar y devorar, ¡tal vez las estrellas acarameladas y muertas! El piso estaba frío, cubierto de hojas; el pantano cercano había empezado a descongelar su olor a cloaca. A la luz de la luna el cielo parecía salvaje, brillante y jaspeado como el mar. La gente sola, la gente atrapada, la gente de campo, todos miraban al cielo, yo lo sabía. De alguna manera ese cielo era la salida, pero era también el testigo constante, inmutable, del antes y después de nuestras decisiones –era testigo de todas las muertes que se llevaban a las personas a otros mundos–, así que la gente tenía una tendencia a hablarle. Le quité la vista, me abracé las piernas y me cerré bien la chaqueta. Me saqué los pendientes y los metí en el bolsillo, el aire estaba extrañamente frío y con olor a hongos. Me pregunté si alguna vez me enamoraría de un chico. ¿Me pasaría? ¿Por qué no? ¿Por qué no? Ahí mismo hice un juramento y desafié a ese cielo y a esos árboles, y aposté: juré sobre la tumba de Estherina Foster que lo haría. Pero no sería de un chico como Mike. Nada que ver. Sería de un chico muy lejano; yo iría allí algún día y lo encontraría. Él estaría allí simplemente. Y yo lo amaría. Y él me amaría. Y estaríamos juntos, amándonos así, en ese lugar, donde fuera que estuviera. Tenía toda una vida por delante. Tenía paciencia y fe y una cabeza llena de canciones.
–¿Dónde estabas? –preguntó Sils. Ella y Mike habían salido del auto pero estaban reclinados seductoramente contra la puerta.
–Fui a caminar.
Mike se dio vuelta para mirar a Sils:
–Tengo que devolver el auto.
–Hasta luego –dijo ella.
Él la besó otra vez, delante de mí. “Te llamo mañana”, le dijo. Se subió al auto e hizo una vuelta de tres puntos –yo había estado aprendiendo eso en la escuela de manejo– y después se alejó a toda velocidad.
En la cocina nos preparamos un desayuno nocturno: galletitas saladas y chocolate caliente hecho de jarabe de chocolate Bosco. Mojamos las galletitas en el chocolate caliente y las dejamos ablandarse y flotar ahí como mugre en un estanque.
–Una vez en tercer grado –dijo Sils– no quería ir al colegio y mastiqué un puñado de galletitas, las guardé en la boca y fui arriba, gimiendo, y las escupí a los pies de mi madre.
–¡Qué bonito! –dije, y nos reímos hasta el agotamiento.
–Funcionó.
Tenía mirada soñadora mientras ahogaba las galletitas con la cuchara.
–Ingenioso –dije. Tuve la esperanza de que levantara la vista de su taza, me mirara, dijera algo más. Pero no lo hizo.
Más tarde, despatarrada en su cama, que era un colchón en el piso de su cuarto, Sils dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. A los pies, en la luz tenue de una pequeña lámpara que ella dejaba encendida cuando yo estaba ahí, me acurruqué en la bolsa de dormir y la miré, empezando por los dedos de los pies: la red de venas azules de sus empeines, los tendones extendidos como el esqueleto de un abanico, el brillo descolorido de las uñas, reluciente y difuso como el nácar. Los detalles en ella eran siempre interesantes. Vio que la estaba mirando.
–Los dedos de tus pies son locos –dije.
Se acercó un pie al pecho de un tirón.
–¿Alguna vez te mostré estos?
–¿Qué?
Se examinó los pies meticulosamente.
–En las uñas de mis pies se puede ver a Napoleon Solo y a Illya Kuryakin.
–¿Qué estás diciendo? –Me hundí en la bolsa de dormir y fingí reírme de ella.
–De verdad –dijo–. Se pueden ver sus caras. –Bajó el pie–. Te los muestro mañana. –Suspiró otra vez, pensando en Mike, seguro–. Gracias, Berie.
–¿Por qué?
–Por lo que sea.
Después se durmió profundamente, y en la penumbra me quedé mirando mi propia sombra en la pared, una tosca cadena montañosa que creaba picos repentinos y los destruía en avalanchas de escombros, en una larga, larga inquietud que finalmente precedió al sueño.
Muchas veces, cuando iba a lo de Sils, ella dejaba sin llave la puerta del costado y una ensalada o un sándwich de queso cottage esperándome en la mesada de la cocina. ¡Una ensalada! ¡Un sándwich de queso cottage! Qué extraño conjurarlos en mi memoria, los pepinos y el apio dispuestos como por una esposa para su esposo; o el sándwich, dulce y blando por la mayonesa. Yo lo agarraba, me lo comía, subía a su cuarto, tocaba la guitarra con ella, le hacía las segundas voces en canciones folk como “Geordie” o “The Water Is Wide I Cannot Get O’er”, me sentía perdida en los acordes con séptima menor, su indefinición me despertaba un sentimiento de pérdida y corazón roto, aunque cómo podía ser si yo solo tenía quince años. Sin embargo, algo profundamente triste estaba escondido en mí desde siempre, y se agitaba como una criatura que se mueve en sueños. Muchas veces me concentraba en la pintura de la rana, entraba en la pintura con la mirada, como si fuera tal vez una ilustración soñada de un cuento de hadas de la vida real, o un pasadizo secreto hacia otro pasadizo secreto. Una broma hacia una broma secreta hacia un secreto. Cuando éramos más chicas, Sils y yo siempre buscábamos cuevas juntas, o algún estanque de patos desconocido. Íbamos a los supermercados Grand Union a alentar a las langostas que se habían liberado de sus bandas elásticas. Construíamos media carpa con tres paraguas abiertos y nos metíamos debajo a jugar a las cartas. Caminábamos kilómetros hasta el basurero del condado para ver a los osos. Para cuando tuvimos doce años, pedaleábamos en bicicleta hasta la tienda hippy y comprábamos incienso de glicina, o íbamos al centro al Orpheum, teníamos por ejemplo dieciséis años y veíamos películas prohibidas, a veces alguna película extranjera, que nos fascinaba y nos desconcertaba. Comíamos Junior Mints y pochoclo: cada caramelo una almohadita dulce en la lengua; cada pochoclo tan grande y complicado como una flor de catalpa. En una apuesta hasta podíamos tomar el ponche de arándanos, que tenía color a limpiavidrios y salía disparado por los costados del enfriador como un prodigio de la naturaleza; nadie más en nuestra ciudad lo había tomado jamás. Eso es lo que decía el hombre detrás del mostrador cada vez. Lo bajábamos con agua del bebedero del vestíbulo. Después nos sentábamos en la oscuridad, a la izquierda, para mirar la película desde un ángulo, con los ojos bien abiertos para pescar desnudos. A los trece, pasábamos el rato en W. T. Grant’s, comprando corpiños y sundaes helados, y probándonos sweaters de hombres que después usábamos para ir al colegio, amorfos y con los bordes estirados, colgando hasta las rodillas: ese era el look que queríamos. A los catorce, decíamos que dormíamos una en casa de la otra, y nos quedábamos toda la noche despiertas, íbamos a las vías del tren, y tomábamos alcohol robado de la despensa de nuestros padres en frascos usados de mayonesa. Después dormíamos en la furgoneta familiar en la entrada, nos levantábamos temprano, íbamos a comprar Donna’s Donuts al amanecer cuando estaban todavía calientes.
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