Teníamos que estar atentas a Herb, el gerente del parque. (¿Qué habrán pensado esos niñitos cuando Cenicienta y la pequeña Bo Peep aparecían con manchas de nicotina y aliento a cigarrillo?, me preguntó una vez mi marido, investigador médico, y me encogí de hombros. Cosas diferentes, murmuré entre dientes. Eran otros tiempos. Todo el mundo fumaba. Sus padres fumaban).
“¿Vieron mis ovejitas? ¡Las perdí y no sé dónde encontrarlas!”. La voz de Randi se iba alejando, y Sils y yo tarareábamos canciones que conocíamos, unas que habíamos aprendido en el coro de niñas en el colegio –canciones navideñas medievales, una parte del Requiem alemán de Brahms, el dueto de Lakmé , el tema de The Thomas Crown Affair (¡Miss Field se hubiera sentido tan orgullosa de nosotras!)– o canciones que habíamos oído en la radio esa semana, unas que aprendíamos de cuadernos de canciones, muchas de Jimmy Webb. A Sils le gustaba “Didn’t We” en la versión de Dionne Warwick, y estaba aprendiendo los acordes en guitarra. “Esta vez casi hicimos rimar nuestro poema”. Hacía el cambio de acordes en el aire, como si tejiera, con el brazo izquierdo estirado como un cuello. “Yeah, yeah, yeah”, decía yo. “Et cétera, et cétera”. Pero también cantaba, entusiasmándome con su belleza.
Hacía la segunda voz. Esa era siempre mi parte. Rebuscando por debajo de la melodía, tratando de inventar algo bonito por debajo, algo que diera sostén, decorativo pero profundo.
Después encendía un cigarrillo y no decía nada.
–Esta mañana una niña no dejaba de acariciar las brillantinas de mi vestido, me miraba embobada, ¿sabes cómo?, así –Sils se encorvaba, abría la boca.
–¿La abofeteaste? –le preguntaba yo.
–La molí a golpes –decía ella.
Yo me reía. Sils también, y cuando el escote de su vestido se movía, yo trataba de no mirarle las tetas, que, como a veces se alzaban hacia la luz o volvían a la sombra, me fascinaban. Yo era chata, mis tetas eran dos almohadillas color salchicha, y tenía que evitar los vestidos con pinzas, las camisas de nylon y los trajes de baño escotados. Aunque fingía que sí, todavía no había menstruado, a pesar de tener quince años. Las palabras “desarrollada” o “no desarrollada” me llenaban de terror y desprecio. “Cuando te desarrolles”, podía empezar una larga y vergonzante profecía de mi madre, o la enfermera del colegio que venía a hablar con nosotras en la clase de Ciencias, y yo me inmovilizaba en mi silla, sin mover ni un músculo, tratando de desaparecer. Que nunca me iba a “desarrollar” parecía una verdad mortificante que nadie, excepto yo, estaba dispuesto a admitir. Pero trataba de lidiar con mi desilusión: no había querido ser un bicho raro, más que nada había querido que me crecieran las tetas para mirarlas. Las quería estudiar, ponerles talco y perfumarlas. Ahora tenía que aceptar los hechos: la Madre Naturaleza me había pasado por alto, aquella figura de túnica blanca y guirnaldas de flores que a veces veía en los avisos de margarina convocando tormentas me había ignorado rotundamente.
Y entonces contaba chistes de tetas despectivos hacia mí misma, apoyándome en analogías con los huevos fritos, las picaduras de insectos, de abejas, con animales o latas atropelladas por un auto, panqueques, gomas de borrar, servilletitas y tachuelas; las tetas todavía eran una curiosidad para mí. Habían pasado solo algunos años desde que Sils y yo examinábamos atentamente cualquier página central desplegable que cayera en nuestras manos, o los avisos de ropa interior de W. T. Grant, o hasta la mantequilla Land O Lakes, a la que le recortábamos la doncella india doblándole las rodillas para que parecieran tetas cuando las hacíamos pasar por una ranura en el pecho de la figura. Nos reíamos fascinadas de un modo obsceno. Estábamos obsesionadas con las tetas. Nos metíamos relleno de trapos, tazas de té, pelotas de golf, pelotas de tenis y bolas de algodón adentro de las camisas. Una vez hicimos que su madre, que estaba divorciada hacía mucho tiempo y trabajaba hasta tarde como recepcionista en el motel Landmark, nos mostrara las suyas. Era una madre dulce y llena de culpa, agotada de sus hijos mayores (de los ruidosos ensayos de la banda en el sótano; de las novias que se quedaban a dormir; de las excursiones semianuales a través de la frontera con Canadá para evitar el reclutamiento, a pesar de que tenían números altos; de los espaguetis que colgaban en el porche como móviles; de las instantáneas que pegaban adentro de la heladera, fotos de lo que el perro le había hecho a la basura). Tenía miedo de haber descuidado a su hijita en su afán por llegar a fin de mes, así que cuando empezamos a corear “¡Queremos ver tus tetas, queremos ver tus tetas!”, curiosamente, nos las mostró. Se levantó el sweater, se desabrochó el corpiño, y las sacudió para liberarlas, mirándonos confundida, nosotras no les sacábamos los ojos de encima, llenas de venas, oscuras y asombrosas.
Pero ahora parecía que solo quedaba yo. Era la única que seguía obsesionada. Los últimos soles de la primavera habían llenado de pecas el escote de Sils, y su pelo sedoso, enjuagado con sidra y cerveza, brillaba como papel de aluminio navideño. “Yo le preguntaba una y otra vez, ¿cómo te llamas?”, dijo Sils. “¿A qué colegio vas –bobita–, te gusta tu maestra? Cosas que ninguna Cenicienta real diría jamás, pero esta niñita era víctima de un hechizo”.
“Que no podía deshechizarse”. Esta era la clase de inventiva aburrida a la que yo, una chica flaca sin desarrollarse, buena en el colegio, era propensa. “No dejaba de preguntarme por el príncipe. No tenía dos años. Era de esperar que captara. Ceci n’est pas une pipe ”. Sils había memorizado todas las diapositivas de Historia del Arte. “No hay ningún príncipe”.
Yo fumaba los Sobranies hasta el dorado filtro venenoso. Exhalé por la nariz como un dragón. “Ahora me vengo a enterar, ¿entonces no eres Cenicienta?”, dije. No éramos muy ingeniosas de niñas, pero creíamos que lo éramos. Nuestra idea de un buen chiste era referirnos a nuestras peras como “La Huerta Feliz del Acné”. En un pueblo donde la gente encontraba maneras ridículas de no nombrar a Jesús en sus insultos, nosotras decíamos “carajo”, pero de una forma osada, muy íntima. “Carajo, nena”, le gustaba decir a Sils, con un rictus de superioridad y una risa crispada de fumadora. Yo lo decía también. Una vez en octavo, se le brotó la frente y trató de rasurarse los granitos con una hoja de afeitar. No fue gracioso en ese momento –le sangró la frente por una semana–, pero cuando más adelante nos queríamos reír, lo recordábamos: “¿Te acuerdas de cuando te rasuraste la frente? Carajo , nena”, y nos tirábamos al piso de risa. Buscábamos secretos. Buscábamos historias e infortunios y explotábamos sus poderes narcóticos. Nos encantaba reír violentamente, convulsivamente, sin sonido hasta que nos ahogábamos y teníamos que tomar aire con un rebuzno.
Entonces me insultó con un gesto de la mano y con la otra balanceó su Sobranie encendido contra el pulgar. Pero sonreía. Tarareó. Dijo: “Escucha esto”, y eructó la efervescencia de su Fresca. Era mi heroína, había sido mi heroína desde siempre. Estando con ella –de pausa para fumar a almuerzo a pausa para fumar– pude atravesar los días de aburrimiento.
Habíamos empezado a trabajar en Storyland en mayo, los fines de semana, durante las corridas de las celebraciones del Día de los Caídos, hasta la salida del colegio a principios de junio. Después trabajábamos seis días por semana. Antes, durante la semana de colegio, nos encontrábamos en el cementerio para fumar. Cada día teníamos lo que llamábamos una “comida de cementerio”. Yo trepaba la colina y la bajaba, atravesaba el campo azul de lino y verónica, la glorieta de palos y el peral, bajaba por el camino de ripio, cruzaba el pantano caminando sobre los tablones y subía hasta las lápidas, donde me esperaba Sils, recién llegada desde la otra punta. Ella vivía en una pequeña calle con robles que terminaba en el cementerio (al lado de su casa). “¿Acaso no es simbólica esta calle?”, le decía Sils a cualquiera que la visitara. Especialmente a los varones. Los varones la adoraban. Ella era lo que mi marido, con aires de superioridad, calificó como “ah, sí, debe de haber sido de esas chicas geniales . ¿No? ¿No? ¿Una de esas chicas en la cresta de la ola de un pueblucho en el medio de la nada?”. Podía leer música, sabía algo de pintura; tenía hermanos mayores con una banda de rock. Era la chica más sofisticada de Horsehearts, no es que fuera muy difícil, pero hay que entender lo que eso podía hacerle a una chica. Lo que podía significar en su vida. Y aunque le haya perdido el rastro, semejante pérdida me hubiera parecido inconcebible entonces. Muchas veces pienso en sus cosas y hago conjeturas sobre el resto de su vida: las canciones rotas y ridículas; la burbuja gastada de Horsehearts; el mundo triste, empantanado, mezquino.
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