Jean-Luc Nancy - Señales sensibles

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Dos filósofos conversan sobre la situación del arte en la actualidad: lo que quiere decir de hoy en adelante, lo que, lejos de ser una palabra anticuada, nos permite reflexionar de nuevo. El elaborado pensamiento de Jean-Luc Nancy sobre este tema es retomado y también continuado en el curso de una discusión en la que Lèbre se interroga con él sobre la mejor manera de aprehender el compromiso del cuerpo sensible en la actividad artística y la aproximación a las obras, la relación del arte con la técnica, la historia, su modulación en las artes tradicionales y nuevas, su posición actual frente a la religión, la política y la literatura.
Este texto, un diálogo en el más pleno sentido filosófico del término, constituye en sí una introducción al pensamiento de Nancy en torno al hecho artístico: qué es el arte, su significación y finalidad en nuestro tiempo, su polimorfismo, la responsabilidad que tiene para con el mundo, su interacción con él…

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Esta circulación del sentido entre los hombres y en el mundo, que lleva más allá de toda solución política, me recuerda un pasaje fascinante de las Confesiones. Cuando le propuse a usted realizar el retrato de un hombre en toda su verdad, pensaba en el preámbulo, duplicado por la versión de Neuchâtel: «aquí se trata de mi retrato y no de un libro…». No obstante, en lo que no deja de ser un libro, se plantea la cuestión de otro retrato fiel de Rousseau, un pastel realizado por otra persona, Quentin de La Tour. Asistimos entonces a una increíble historia de circulaciones entre diferentes retratos: «Un tiempo después de mi regreso a Mont-Louis, La Tour, el pintor, vino a verme y me trajo mi retrato al pastel, que había expuesto en el Salón algunos años atrás. Había querido regalarme el retrato, pero yo no lo había aceptado. Sin embargo, madame d’Épinay, que me había regalado el suyo y quería tener ése, me pidió que se lo solicitara. Él se tomó un tiempo para retocarlo. Durante ese intervalo se produjo mi ruptura con madame d’Épinay; le devolví su retrato; y, como ya no era cuestión de darle el mío, lo coloqué en mi estancia del pequeño castillo. M. de Luxemburg lo vio y le gustó; se lo ofrecí, él aceptó y yo se lo envié. Comprendieron, él y la señora mariscala, que me gustaría tener el suyo. Los mandaron hacer en miniatura, con una factura excelente, y los engastaron en una caja de dulces, de cristal de roca, montado en oro, y me lo regalaron de forma muy cortés».

El lector se pierde un poco y el retrato mismo ha acabado por perderse. Sin embargo, Rousseau solicitó otro a Quentin de La Tour, y también se conserva el de Ramsay, que le parecía «terrible», tanto más cuanto que circulaba en forma de grabado, y también otros más… Por lo tanto, lo que cuenta para Rousseau, y parece imposible, es la fidelidad en la circulación y la fidelidad de la circulación, tan exigente como la fidelidad (y tal vez también tan imposible) de un amor, de una amistad o de un retrato. Hoy en día, los mensajes y las imágenes (de uno mismo, de los otros) circulan y se comparten sin cesar, la comunicación es la palabra clave, en política y no sólo en ella. Los poderes utilizan las mismas redes que los individuos, y la voluntad general ha perdido la definición de su territorio.

¿Qué redes, qué interdependencia y qué entrecruzamientos le parecen a usted los más abiertos, los que pueden servirnos como mejores puntos de referencia para nuestro extravío? ¿Cómo puede el filósofo inscribirse en esas redes? ¿Cómo parte y se comparte su identidad de autor, su pensamiento?

JLN: Yo también me pierdo en este asunto del retrato de sí… Aun admitiendo que pueda dejar de lado las complicaciones habituales que plantea la cuestión de «verse a sí mismo», de la posibilidad de soportar la propia imagen, es imposible que no me conmueva la atención prestada por Rousseau a los retratos, el suyo y los de otros, por cuanto testimonia una atención por objetos que, sin ser demasiado valiosos, son lo bastante raros para merecer atención y «cortesía». Había que mandarlos hacer, y presentarlos como objetos de orfebrería, como esas cajas de bombones que todavía se fabrican en serie, por ejemplo en Viena, con los retratos de Mozart y de Nannerl, y a lo mejor con el de Rousseau en Ginebra, aunque nunca las he buscado… El papel de aquellos preciosos recuerdos de rostros es fácil de comprender. Nada se dice sobre la calidad artística, lo único que cuenta es la fidelidad de la imagen (el pintor se ha tomado tiempo para retocarla). Hoy en día enviamos y recibimos sin cesar fotos de nosotros y de todo el mundo, sin pensar mucho en la fidelidad, pues una imagen sucede a la siguiente. Circulan por Internet, se publican sin nuestro permiso, y los escasos fotógrafos que todavía se presentan como retratistas autorizados y venden sus imágenes se ven desbordados por todas esas imágenes de las que podemos disponer gratuitamente. La cuestión de la fidelidad ni siquiera está de actualidad: lo que importa es la identificación. En el terreno de la pintura no sucede lo mismo: los pintores que hoy en día tienen interés en hacer el retrato de personajes conocidos buscan un parecido que esté impregnado de su estilo, de su gesto, de su trazo, de sus colores. El desafío está en interpretar los rostros, o en atravesar un rostro mediante una empatía de colores, de trazos y de texturas, con la suposición de un pensamiento y de su contenido emotivo. También hay fotógrafos que publican libros de retratos de autores, escritores y filósofos, a veces centrados exclusivamente en una de esas categorías. Y también está el cine.

El límite que separa los cuerpos de los pensamientos es manifiesto, al margen del interés de las expresiones, de las apariencias, la penetración de las miradas. Un filósofo está sobre todo presente cuando habla, y a menudo no hay mejor vídeo que el de una conferencia filmada en plano fijo. ¿Por qué ha introducido Godard a Brice Parain, Francis Jeanson y Alain Badiou en algunas de sus películas, o Anne­Marie Miéville hace que Bernadette Lafont y Aurore Clément lean a Platón en un filme en el que Godard lee un texto de Hannah Arendt sobre la soledad?

Tal vez de lo que se trate, a través de todo esto, sea de una tensión hacia un ensimismamiento, efectivamente, el que sentimos ante esa clase de pensamientos que parecen retirarse en sí mismos (o en su pasado) al mismo tiempo que se comunican. En la secuencia que he citado, Godard habla en una escena sumida en la oscuridad, de la que emerge su rostro y también, proyectado detrás y un poco por encima de él, el de la joven Hannah Arendt, encantadora, conmovedora y que parece observar al público desde una altura casi celestial. Sin embargo, no hay público (como tampoco en esa otra secuencia, esta vez de una película de Godard, en la que Alain Badiou habla a solas ante la sala de espectáculos vacía de un crucero turístico). Podríamos encadenar un largo análisis sobre las presencias de pensadores y de textos en las películas de Godard: en este caso estamos –aunque tal vez lo estemos siempre– ante una separación entre imagen y lenguaje que los acerca mutuamente como una pareja que nunca llegará a abrazarse…

Indudablemente ha pasado la época en que el filósofo ocupaba una especie de lugar natural, a menudo en el mundo universitario, y además hacía apariciones en la escena pública en calidad de «intelectual». Es verdad que hoy se le reclama en ese último papel (mientras la Universidad se hunde en el olvido de sí misma), pero el filósofo ya no está disponible, al menos no para dar lecciones de una supuesta sabiduría; en todo caso está pa­ra dar testimonio de la dificultad de dar «lección» alguna en un mundo en que los discursos se adormecen o bien se retuercen penosamente, mientras que las imágenes se alarman o se impacientan. Fijémonos, por otro lado, en que la etiqueta «filósofo» parece cada vez más codiciada por los medios.

Sin embargo, hay algo que no deja de resultar destacable: por todas partes, con toda clase de «público» (auditorio, concurrencia, participantes), el ejercicio de la reflexión, de la interrogación, de la labranza o de la elaboración pacientes y laboriosas de las palabras, de las ideas, encuentra empatía, participación, resonancias. Es posible que este fenómeno guarde alguna analogía con lo que acontece en algunas relaciones que se establecen con el arte: el encuentro con los artistas, la necesidad de acceder a una participación exigida por las obras, bien porque ellas lo demandan para su performatividad, bien porque exigen acceder a formas, a materias insólitas y a relaciones desconcertantes con un supuesto «sentido».

En general, hoy experimentamos una forma particular de asombro, que no es tanto ese asombro admirativo, a la vez sorprendido y entusiasta, que creemos adivinar cuando Platón y Aristóteles dicen que es la emoción propia del filósofo, sino un asombro perplejo, inquieto, preocupado, que difícilmente lleva a la admiración sin mezclarla al menos con una cierta sospecha. Nos pasamos la vida repitiendo las mismas quejas sobre nuestro entorno técnico (¡ah, esos jóvenes con sus mp3 en las orejas!), social y político (esos refugiados, esas catástrofes), económico (inútil insistir), ecológico (ídem), y esa perpetua cantinela es retomada una y otra vez, machacada sin cesar por los medios, tampoco libres de ese lamento constante, igualmente mediático… Así es como se fabrica una especie de estupefacción renovada (¿qué más se ha inventado?, ¿qué nueva fibra?, ¿qué nuevo desastre?) que en ocasiones raya con el embrutecimiento. A menudo parece que falte algo de esa curiosidad vivaz, alerta, despierta, por ejemplo en las clases. Sin embargo, sobre ese fondo de desinterés respecto de todo lo que ha perdido la perspectiva de un futuro, nacen otras formas de pensamiento. Ideas que no se apoyan en los futuribles, en los programas, en las previsiones, sino que aprovechan las ocasiones, que logran encuentros. Pensemos en el papel que hoy en día desempeñan los viajes.

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