Danilo Bartelt Dawid - Naturaleza y conflicto

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"En México, tan sólo en los últimos veinte años se han extraído más minerales «„preciosos“» que durante toda la época colonial. Los altos precios en el mercado justificaron esta práctica –en el país y en toda América Latina– junto con otras sin precedentes, como la explotación de la naturaleza pese al daño irreversible a los ecosistemas.
El argumento de los gobiernos para permitirlo era enmendar tres promesas incumplidas: erradicar la pobreza, reducir la desigualdad y promover el «„desarrollo“», pero sin atender el otro lado de la ecuación: el extractivismo provoca tremendos conflictos sociales y ecológicos, y Latinoamérica es la región con más incidencia de éstos en el mundo.Desde esta perspectiva, el Dawid Bartelt acude a los hechos y expone que los discursos políticos no evitan que la naturaleza sea vista como un «„recurso“» (en la minería y la agroindustria) para «„salvar“» el presente a costa del futuro.
De manera concisa, llega a la matriz del conflicto: la diferencia entre comprender la pertenencia al territorio o ser propietario de éste. Dicho de otra forma: las transnacionales (y los gobiernos que las invitan y subsidian) ven una simple explotación donde los habitantes contemplan el arraigo y el espacio en que desarrollan su vida.Acompañan la investigación dos valiosas colaboraciones (una de Gustavo Esteva y otra de Aleida Azamar Alonso) que nutren la discusión desde el ecofeminismo, la construcción de la desigualdad, y proponen nuevas rutas de participación social."

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La cuestión social: atorada a medio camino

Se ha discutido mucho hasta qué punto funcionan los programas de transferencia de recursos de ayuda social, si son la estrategia correcta de manera sostenible y a largo plazo para salir de la pobreza. [12]Lo prometido no fue sólo reducir la pobreza. El meollo del asunto era y es convertir a los “pobres” —que disfrutan de subsidios cuando los gobiernos consideran que es bueno dárselos— en “ciudadanos del Estado”, es decir, en miembros de la comunidad que demandan que se les concedan derechos sociales. Entonces, la pobreza no debe concebirse como un virus al cual habría que “combatir”, ni como un defecto individual o un contrincante sin nombre, sino como el resultado de una inequidad producida de manera política e histórica y largamente fomentada que demanda una contraestrategia política, dirigida a grupos específicos.

Este pensamiento se expresó por primera vez con esta determinación en el subcontinente, aunque no de manera tan duradera como muchos partidarios se lo hubieran imaginado. En primer lugar, no en todas partes los programas gubernamentales fueron establecidos como un derecho, e incluso donde es reconocido como tal, se le debilita cuando el Estado al mismo tiempo —como por ejemplo, en Brasil— privatiza instituciones del sector salud y educativo, con lo cual elude su responsabilidad en esos campos clave. Y, al final, los supuestos éxitos son también resultado de un marco político que provoca desacuerdos en otras áreas.

Los gobiernos de centroizquierda en América Latina han hecho grandes contribuciones a la urgente modernización de sus sociedades y en contra de patrones de inequidad rebasados y ya casi endémicos: el hecho de que los empleados domésticos en Brasil finalmente tengan derecho a un contrato laboral, al salario mínimo, a un domingo libre y vacaciones pagadas es un elemento pequeño, pero importante. Por otro lado, mucho se quedó atorado. Los gastos sociales de los Estados latinoamericanos siguen claramente rezagados en comparación con los de los Estados industrializados, y los gobiernos desaprovechan muchos ingresos potenciales. Por ejemplo, la carga tributaria de facto para quienes perciben salarios altos es menor en muchos Estados de la región. El grueso de sus ingresos fiscales lo reciben los ministerios de Finanzas por impuestos indirectos o generales al consumo, que formalmente son iguales para todos, pero resultan una carga desproporcionada para las personas con ingresos reducidos. También se podría decir que el Estado recupera de inmediato de manos de los pobres una parte de las sumas que se les han transferido: son quienes ganan menos, no quienes ganan más, los que están sujetos a las altas tasas de impuestos.

En la política educativa y de salud, muchos de los nuevos gobiernos dejaron pasar la oportunidad de llevar a cabo un giro claro en las tendencias para iniciar un cambio en las estructuras. Todavía en muchas partes una atención sanitaria que merezca este nombre, o una educación calificada, sólo se pueden obtener en instituciones privadas; es decir, a cambio de dinero. No es casual que en junio de 2013, durante la Copa Confederaciones de la FIFA (Fédération Internationale de Football Association), un año antes del Campeonato Mundial de Futbol, los millones de brasileños que sorpresivamente bloquearon las calles de las grandes metrópolis en su propio país no sólo hayan condenado la miseria de los medios de transporte público, sino, sobre todo, estos dos déficits: “Lleva a tu hijo enfermo al estadio” y “Queremos escuelas que cumplan con los estándares de la FIFA” fueron consignas muy populares. Cuando Lula y su sucesora Rousseff afirmaban en Brasil que habían ayudado a 40 millones a salir de la pobreza e ingresar a la clase media, siempre argumentaron que ahora esas personas podían mandar a sus hijos a escuelas particulares y contratar un seguro médico particular, mientras que el público Sistema Único de Salud (SUS) sufre de forma crónica de carencias de personal y de materiales, y el sistema escolar público es una absoluta catástrofe.

Con seguridad, Venezuela es el país que más ha invertido en programas sociales. Redujo considerablemente tanto la pobreza como la mortalidad infantil, y amplió el acceso a la educación; por ejemplo, prácticamente triplicó el número de estudiantes universitarios. Pero cuando murió Chávez y bajó el precio del petróleo, al gobierno sucesor en Venezuela —sometido a las condiciones de una economía orientada totalmente a los ingresos generados por la venta de petróleo en los mercados mundiales— le faltó el manejo para hacerle frente a la crisis gradual general de abastecimiento. Una vez más se hizo sentir en Venezuela la venganza por no haber utilizado el dinero en tiempos de bonanza para consolidar estructuras de producción autosuficientes. Sin ánimo de hacer una evaluación de las reformas sociales del chavismo: las debilidades estructurales, la inflación y una crisis de abastecimiento que ha provocado verdaderas catástrofes hicieron fracasar los éxitos en la política educativa y de salud para los menos privilegiados en Venezuela, quizá incluso en mayor medida que lo que jamás hubiera podido hacer un gobierno conservador de oposición en un tiempo tan breve. Ya en 2014 el sociólogo venezolano Edgardo Lander habló de la “crisis final del modelo de un Estado rentista en el que la materia prima petróleo no sólo conformó la economía, sino también la cultura política”. [13]La tasa de pobreza en el país en 2012 era de 21.2%; sólo dos años después aumentaría a 32.6%. La criminalidad es alarmantemente alta.

Estos gobiernos se quedaron atorados en el camino cuando trataron de cumplir con su ambición explícita de resolver la cuestión social en sus respectivos países. Pero su legitimidad está inextricablemente ligada a esas expectativas. Echó por los suelos lo que les quedaba de legitimidad el hecho de que algunos fracasaron en su intento por reformar sus sistemas políticos, tanto estructural como moralmente, y que, por el contrario, se entregaran al mecanismo clientelar de otorgarse ventajas mutuas. Éste fue el caso sobre todo del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil, y seguramente también el de Venezuela; y las acusaciones de corrupción no se detienen ni siquiera ante personalidades como las expresidentas Michelle Bachelet en Chile o Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, quienes al igual que Rousseff fueron sucedidas por un presidente conservador. En muchas ocasiones fueron los propios gobiernos de izquierda los que contribuyeron, en última instancia, a que los partidos de derecha y que practican el liberalismo económico recuperaran el poder.

Para analizar detalladamente la actuación de los gobiernos de centroizquierda se requeriría una publicación extra. Pero sí tengo que hacer aún referencia a una pequeña revolución, porque tiene que ver directamente con el tema del trato con la naturaleza.

Los indígenas en el gobierno: la revolución tardía. Y sin embargo…

El 22 de enero de 2015 Juan Evo Morales Ayma dio inicio a su tercer mandato presidencial. Un día antes de la investidura oficial, el primer presidente indígena de Bolivia se hizo bendecir durante dos horas en las ruinas sagradas de Tlahuanaco. No vestía, como suele gustarle hacer incluso en recepciones de Estado, chompa y chamarra, un pulóver tejido con gruesa lana de colores y una chamarra de cuero tradicional de los aymaras. En su lugar lucía resplandeciente con un exquisito ropaje de la más fina lana de vicuña entretejida con hilos de oro.

Este hombre de tez oscura y relucientes cabellos lacios y negros encarna lo que hasta hace poco hubiera sido llanamente inconcebible aun en Bolivia, un Estado con una población indígena que va de 60 a 80%, dependiendo del cómputo. Desciende del pueblo de los aymara, en el Altiplano boliviano. Nació en una familia campesina muy pobre, tuvo cuatro hermanos que murieron en la infancia, no terminó la enseñanza básica, se convirtió en líder del sindicato cocalero y del partido Movimiento al Socialismo (MAS). Por último, en 2005, a los 46 años, fue electo presidente de Bolivia. El 22 de enero de 2015 asistieron a la ceremonia oficial de la tercera investidura de Morales 13 presidentes de Estado y 14 vicepresidentes. En la foto oficial de grupo, Morales, su vicepresidente, y los presidentes de Venezuela, Ecuador y Brasil, Nicolás Maduro, Rafael Correa y Dilma Rousseff, respectivamente, levantaron el puño izquierdo en un saludo antiimperialista. Evidentemente sorprendidos, los demás invitados de alto rango agitaban con vacilación las manos abiertas: para la investidura de un presidente, seguramente una imagen extraña. En su discurso, Morales fustigó al capitalismo y al imperialismo, y contrapuso su filosofía de la muerte a la del Buen Vivir (véase Capítulo IV). Durante la celebración del 190 aniversario de la Declaración de Independencia del 6 de agosto de 1825, en la ciudad capital de Sucre, Morales se regodeaba en sus exitosas cifras: el Producto Social Bruto (PSB) creció en un 3.2% anual entre 1997 y 2005, y después alcanzaría incluso el 5%. De 2007 a 2016 se triplicó el ingreso per cápita y las inversiones estatales se multiplicaron por diez. Los bolivianos hoy perciben un salario mínimo real cuatro veces más alto que en 2005. 42% de la población obtiene apoyos por parte del Estado a través de diferentes programas de ayuda social. El Ministerio de Comunicación llamó a su jefe supremo el “presidente más popular, con el apoyo más grande en América Latina y el mundo”. [14]

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