Danilo Bartelt Dawid - Naturaleza y conflicto

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"En México, tan sólo en los últimos veinte años se han extraído más minerales «„preciosos“» que durante toda la época colonial. Los altos precios en el mercado justificaron esta práctica –en el país y en toda América Latina– junto con otras sin precedentes, como la explotación de la naturaleza pese al daño irreversible a los ecosistemas.
El argumento de los gobiernos para permitirlo era enmendar tres promesas incumplidas: erradicar la pobreza, reducir la desigualdad y promover el «„desarrollo“», pero sin atender el otro lado de la ecuación: el extractivismo provoca tremendos conflictos sociales y ecológicos, y Latinoamérica es la región con más incidencia de éstos en el mundo.Desde esta perspectiva, el Dawid Bartelt acude a los hechos y expone que los discursos políticos no evitan que la naturaleza sea vista como un «„recurso“» (en la minería y la agroindustria) para «„salvar“» el presente a costa del futuro.
De manera concisa, llega a la matriz del conflicto: la diferencia entre comprender la pertenencia al territorio o ser propietario de éste. Dicho de otra forma: las transnacionales (y los gobiernos que las invitan y subsidian) ven una simple explotación donde los habitantes contemplan el arraigo y el espacio en que desarrollan su vida.Acompañan la investigación dos valiosas colaboraciones (una de Gustavo Esteva y otra de Aleida Azamar Alonso) que nutren la discusión desde el ecofeminismo, la construcción de la desigualdad, y proponen nuevas rutas de participación social."

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Gustavo Esteva [4] [4] Activista mexicano, columnista de La Jornada y fundador de la Universidad de la Tierra en la ciudad de Oaxaca. Es uno de los defensores más conocidos del postdesarrollo.

San Pablo Etla, Oaxaca

Octubre de 2019

[1]V. Shiva, “Recursos” en W. Sachs (coord.), Diccionario del desarrollo: una guía del conocimiento como poder, México, Galileo Ediciones/Universidad Autónoma de Sinaloa, 2001.

[2]“Se necesita ‘corregir’ el rumbo del capitalismo: FMI”, La Jornada, 17 de julio de 2019. Disponible en: [ https://www.jornada.com.mx/ultimas/economia/2019/07/16/se-necesita-201ccorregir201d-el-rumbo201d-del-capitalismo-fmi-834.html].

[3]Véase: [ http://vocesenlucha.com/2015/10/11/raul-zibechi-sociedades-en-movimiento/]

[4]Activista mexicano, columnista de La Jornada y fundador de la Universidad de la Tierra en la ciudad de Oaxaca. Es uno de los defensores más conocidos del postdesarrollo.

CAPÍTULO I

América Latina: un malentendido que funciona

América Latina se forjó como un concepto de lucha en la política cultural y es aún, hasta hoy, una ficción. Si somos benevolentes, podría decirse también: un malentendido. Aunque uno que sí funciona. Hace ya más de 200 años que se independizaron las antiguas colonias ibéricas del otro lado del océano. El subcontinente alberga, dependiendo de la interpretación, entre 20 y 30 Estados nacionales, además de algunos territorios franceses de ultramar, zonas climáticas sumamente distintas y cientos de lenguas y etnias. Sin embargo, de manera única en el mundo, el subcontinente ha conservado un epíteto que remite a su pasado colonial y que oculta completamente su diversidad.

¿Por qué América “Latina”? Simón Bolívar, el líder militar venezolano educado en España, dirigió la guerra de independencia en diferentes territorios coloniales españoles de América del Sur, y de 1819 a 1830 presidió la confederación de Estados de la Gran Colombia. Lo que el Libertador vislumbraba era un gran imperio español-americano unificado, pero ya para 1850 el proyecto de Bolívar se había desmembrado en Estados nacionales hostiles entre sí. [1]Alrededor de esa época, intelectuales sudamericanos exiliados en París habían comenzado a pensar y nombrar la unidad de su subcontinente. Casi al mismo tiempo, al gobierno francés se le metió en la cabeza que tenía que oponerle un bloque latino de Estados romanos católicos y de lenguas romances tanto a las naciones anglosajonas como al bloque eslavo liderado por Rusia, pero dicha empresa terminó antes de que hubiera empezado realmente: el 19 de junio de 1867, Maximiliano de Habsburgo, importado desde Austria e impuesto por Napoleón III en el “trono imperial” mexicano que el propio Napoleón III había inventado, murió tras un concejo de guerra, atravesado por las balas de las tropas republicanas en México. No obstante, el periodista y poeta colombiano José María Torres Caicedo, el socialista chileno Francisco Bilbao y los otros latinos en París mantuvieron viva la idea básica: en el espíritu bolivariano se debían conservar, por lo menos, el ideal de unidad cultural y el legado ibérico-romano. Por eso a algunos también les importaba incluir simbólicamente a los habitantes americanos originarios en la comunidad nacional; pero no en balde La América Española remitía a la genealogía europea, no a la indígena. La denominación “América Española”, sin embargo, le hubiera hecho demasiados honores a la potencia colonial que había sido vencida hacía muy poco y además, desde un punto de vista científico y cultural, la luz venía de Francia, no de la España conservadora y clerical. En el largo siglo XIX, París fue la capital cultural de América Latina. [2]

Algo que le dio un gran impulso en su fase inicial a este concepto fue la contraposición cultural y política con el norte anglosajón del continente, sobre todo con Estados Unidos, cuya política expansiva y ambiciones hegemónicas panamericanistas se mostraban con claridad cada año, por lo menos desde la anexión de la provincia mexicana de Texas en 1845. En el ensayo Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó, publicado en 1900, la oposición entre los materialistas anglosajones en el norte y las naciones del sur del continente, que se regían por valores espirituales, se condensó en la idea central de un texto literario que gozó de una amplia recepción. Por otra parte, La raza cósmica, del mexicano José Vasconcelos (publicado 25 años después), es, a su vez, uno de los textos fundacionales del mestizaje. Según este libro, el futuro le pertenece a la mezcla de blancos e indígenas que se funden en la “raza de bronce”, no a los blancos, como lo presuponía la teoría racial hegemónica. Entonces, “América Latina” surgió predominantemente como un afán intelectual de algunos hombres que nacieron en dicho territorio, pero vivían en el extranjero.

En Estados Unidos, durante el siglo XIX se generalizó el uso de “América Española”, también como una contraposición asimétrica. Los gringos devolvían el menosprecio y categorizaban a América Latina como una región atrasada a nivel racial y cultural, así como en su desarrollo. Fue así, mediante contraposición, que la “América Española” les ayudó desde el siglo XIX a los estadounidenses a concebirse a sí mismos y a delimitarse como una nación protestante, disciplinada, moderna y obediente a las reglas. [3]

“América Latina” es hoy no tanto una unidad geográfica sino semántica: un portador de significados con ropaje de (sub)continente. Si miramos los países, ciudades y pueblos, encontraremos por lo menos tantos regionalismos, especificidades locales, chauvinismos, rivalidades y competencias como en Europa; pero la diferenciación institucional y el alcance de la “integración regional” de América del Sur, ya no digamos de América Latina, dista mucho del proyecto de unidad europeo. Quien alguna vez haya tenido que atravesar fronteras estatales en América del Sur lo habrá vivido en carne propia.

La fragmentación en Estados nacionales fue un resultado lógico de la descolonialización, desde la perspectiva de la política del poder. Los Estados de América Latina invirtieron mucha energía política, económica y cultural-intelectual en conformar o consolidar una identidad nacional (estatal) propia, y veían a su respectivo país vecino, que también fue colonizado por españoles, no como a un hermano, sino que lo construyeron como el “Otro”.

Pero, de manera paralela, se conformó en la percepción externa la imagen homogeneizante de “América Latina”, que debía buscar a su “Otro” en “Norteamérica”. En otra variante, considerar a América Latina como una prolongación de Occidente forma parte, hasta hoy, del buen tono en la cooperación al desarrollo de los Estados europeos, que gustan de hablar de la “comunidad de valores” que comparten Europa y América Latina.

¿Izquierda, derecha o qué?

Entonces, el malentendido funciona. Y también este texto tendrá que trabajar con la ficción que es América Latina, pues, en efecto, en las últimas dos décadas algo ha cambiado; algo que, aunque no incluye a todos los Estados latinoamericanos (o no en igual medida), se percibe tanto desde afuera como desde adentro como algo que sí identifica a América Latina.

La primera década del nuevo milenio hizo que América Latina apareciera bajo una luz totalmente nueva: llegaron al poder gobiernos que no sólo condenaron añejas iniquidades sociales, sino que llevaron a la práctica las críticas expresadas. Azuzadas efectivamente por un crecimiento económico largamente añorado, la pobreza y la desigualdad retrocedieron de manera notoria en pocos años.

Este momento especial llegó de manera sorpresiva, en el pasado reciente no había habido nada que lo anunciara. Aunque entre las décadas de 1920 y 1970 algunos Estados lograron construir una industria propia en economías interiores protegidas y, por tanto, sustituir importaciones, es decir, reservar divisas para sus propias economías nacionales, vastas partes del subcontinente se sumergieron en las tinieblas políticas: en los años de 1970 los militares ejecutaron golpes de Estado en Chile, Uruguay, Argentina, Bolivia, Ecuador y El Salvador contra gobiernos elegidos democráticamente y de talante social, con lo cual completaron lo que se había iniciado en la década de 1960, entre otros países, en Honduras, Brasil, Perú y República Dominicana. Nicaragua, Haití y Paraguay habían caído ya desde los años treinta y cincuenta en manos de los militares, y se mantuvieron así por décadas.

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