Danilo Bartelt Dawid - Naturaleza y conflicto

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"En México, tan sólo en los últimos veinte años se han extraído más minerales «„preciosos“» que durante toda la época colonial. Los altos precios en el mercado justificaron esta práctica –en el país y en toda América Latina– junto con otras sin precedentes, como la explotación de la naturaleza pese al daño irreversible a los ecosistemas.
El argumento de los gobiernos para permitirlo era enmendar tres promesas incumplidas: erradicar la pobreza, reducir la desigualdad y promover el «„desarrollo“», pero sin atender el otro lado de la ecuación: el extractivismo provoca tremendos conflictos sociales y ecológicos, y Latinoamérica es la región con más incidencia de éstos en el mundo.Desde esta perspectiva, el Dawid Bartelt acude a los hechos y expone que los discursos políticos no evitan que la naturaleza sea vista como un «„recurso“» (en la minería y la agroindustria) para «„salvar“» el presente a costa del futuro.
De manera concisa, llega a la matriz del conflicto: la diferencia entre comprender la pertenencia al territorio o ser propietario de éste. Dicho de otra forma: las transnacionales (y los gobiernos que las invitan y subsidian) ven una simple explotación donde los habitantes contemplan el arraigo y el espacio en que desarrollan su vida.Acompañan la investigación dos valiosas colaboraciones (una de Gustavo Esteva y otra de Aleida Azamar Alonso) que nutren la discusión desde el ecofeminismo, la construcción de la desigualdad, y proponen nuevas rutas de participación social."

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No fue sino hasta 1989 que, con la derrota del dictador Augusto Pinochet en un plebiscito nacional, se le puso fin a la última de las dictaduras militares sudamericanas. Meses antes, el ejército paraguayo derrocó al dictador Alfredo Stroessner, quien había permanecido en el poder durante 35 años, y fue así que se dio paso a la transición hacia la democracia. Con autoritarismo, represión política, tortura y asesinato, así como con una política económica que le apostaba a la industrialización modernizadora y al crecimiento, los militares latinoamericanos dejaron su impronta en una época que comenzó en la década de 1960.

A las dictaduras les sucedieron fuerzas ciudadanas moderadas, en parte aliadas con partidos de izquierda, que debían encargarse de implementar una “transición ordenada”, y que, por lo general, le dieron continuidad a la política económica liberal de los militares. Sin embargo, esto no fue siempre una decisión propia: muchos Estados latinoamericanos estaban muy endeudados y debieron plegarse a las imposiciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM). La crisis económica de los años 1970 en los países industrializados, consecuencia del repentino aumento en los precios del petróleo, hizo que disminuyera la demanda por los productos latinoamericanos y, en cambio, liberó capital en busca de rentabilidad. Gobiernos militares (y también civiles) latinoamericanos se apoyaron en dicho capital y le apostaron a un modelo de crecimiento financiado por créditos. En sólo cuatro años, de 1978 a 1982, la deuda externa latinoamericana se duplicó y llegó a los 328 mil millones de dólares. Esas enormes cantidades de dinero prestado no lograron equilibrar los crecientes déficits de cuenta corriente. Incapaces de pagarles a los bancos y gobiernos europeos y estadounidenses, y vapuleados por las altas tasas de inflación, los Estados deudores debieron aceptar que el FMI les impusiera, en la década de 1980, medidas de ajuste estructural: los gastos públicos debían recortarse drásticamente y, por tanto, las empresas públicas “inefectivas” debían ser privatizadas; la demanda interior debía reducirse para aminorar las importaciones que requerían muchas divisas, por eso, debían ser recortados tanto salarios y pensiones como puestos de trabajo. Las desastrosas consecuencias sociopolíticas hicieron tristemente célebres a estas medidas, pese a lo cual, fueron aplicadas nuevamente en la reciente crisis de la zona euro, por ejemplo, en Grecia.

Los programas de ajuste estructural correspondían a la hegemonía liberal en la política económica de las dos últimas décadas del siglo XX. El Consenso de Washington, como se le llamó a esa política económica, preveía liberar los mercados nacionales para mercancías y capital del extranjero y recortar los gastos públicos (a través de, entre otras medidas, la privatización de empresas públicas y el recorte de los presupuestos sociales). A cambio, prometía hacerle frente al alza de precios y a la inflación, así como un alto crecimiento continuo, acompañado de la creación de nuevos puestos de trabajo. También prometió los efectos positivos del liberalismo político: estabilizar la democracia, respetar los derechos fundamentales y los derechos humanos, garantizar elecciones transparentes y ponerle un freno a la corrupción.

Este ramillete de promesas se marchitó rápidamente. En muchos países, la pobreza, el trabajo informal y precario, así como el endeudamiento, aumentaron, y el crecimiento fue más bien modesto o inexistente. A cambio, se acumularon las crisis financieras, y fueron particularmente fuertes en México en 1995, en Brasil en 1988-1989 y en Argentina y Uruguay en 2001-2002. La corrupción clientelar muchas veces se mantuvo como parte de las prácticas sistémicas de los gobiernos, incluso en condiciones de democracia formal. Los “escuadrones de la muerte” y las tasas de asesinatos (que contribuyeron a aumentar el número de efectivos de la policía a cifras absurdas) representaron a América Latina en los medios de comunicación occidentales. Interceder a favor de los derechos sociales entrañaba un peligro de muerte en no pocos países del subcontinente. A fines del siglo XX tanto los datos económicos como las expectativas para el futuro eran sombríos. La región parecía condenada al eterno subdesarrollo debido a las deudas, la inflación, la creciente violencia y criminalidad, y se le consideraba el continente con la distribución de ingresos menos equitativa. A través de todo el territorio los regímenes políticos y partidos tradicionales perdieron la poca legitimidad que les quedaba. Se hicieron obsoletos ellos mismos.

El retorno a las elecciones libres y los procesos democráticos creó, al mismo tiempo, espacios de maniobra políticos para movimientos sociales y partidos de oposición. Se empezó a ventilar el descontento que había sido asfixiado durante las décadas de autoritarismo. Apoyadas muchas veces por movimientos sociales, llegaron al gobierno fuerzas que no pertenecían a las esferas de poder que se reproducían a sí mismas y que con frecuencia se remontaban a la época del dominio colonial. El primero de sus representantes fue Hugo Chávez en 1998, en Venezuela. Así, el milenio comenzó a la izquierda en América Latina. El subcontinente vivió un momento único. En 2009, en ocho países sudamericanos los partidos llevaron al gobierno a presidentes que se remitían a programas socialdemócratas, o incluso socialistas. En 2011 ganó en Perú el izquierdista Ollanta Humala, quien le ganó por un escaso margen a la hija del expresidente Alberto Fujimori.

Los gobiernos eran de origen y carácter diferentes, [4]y de manera igualmente distinta rompieron con las condiciones imperantes. En Uruguay y Chile —aunque también en Brasil—, las relaciones de poder económicas y las condiciones marco económico-políticas permanecieron, en esencia, intactas. Venezuela, Ecuador y Bolivia proclamaron el socialismo del siglo XXI y trataron de darle a la colectividad una base distinta mediante nuevas Constituciones. Chávez proclamó en Venezuela la “revolución bolivariana” y estableció así un vínculo tanto directo como mítico con el Libertador.

La confianza en la democracia, que el Consenso de Washington había querido fomentar, alentó a las personas a votar en favor de sus intereses y de representantes que pocos años antes habían sido perseguidos como “enemigos del orden” (miembros del gobierno de Lula da Silva en Brasil, por ejemplo, y de su sucesora, Dilma Rousseff, y de José Mujica, en Uruguay, estuvieron presos e incluso fueron torturados). Las dictaduras militares habían matado a plomazos las tentativas políticas por redistribuir el ingreso y ayudar por la vía política a las mayorías de la población en defensa de sus derechos, y eso había sucedido hacía apenas una generación. Ahora, nuevos instrumentos de participación ayudaban a los partidos de izquierda y a movimientos sociales a estructurarse, sobre todo en administraciones urbanas más cercanas a la ciudadanía. Además, sectores relevantes de las clases medias —en parte, empobrecidas— se reorientaron y votaron por gobiernos progresistas. [5]

Política contra la pobreza, pero no contra los ricos

Estos gobiernos tenían una serie de principios en común: en contra de la corriente transversal “neoliberal”, elevaron al Estado como actor dominante en el terreno social, pero también en el político-económico. En este marco, algunos gobiernos (re)nacionalizaron empresas clave, sobre todo en el sector energético (Venezuela, Bolivia, Argentina); otros optaron de manera consciente por no hacerlo. Los movimientos sociales —también debido a la ausencia de estructuras partidistas tradicionales— desempeñaron un papel importante para las manifestaciones sociales no sólo antes de las elecciones, sino que en parte fueron incorporados a las responsabilidades gubernamentales. Esto nunca antes había sucedido. En todos los niveles políticos se fortalecieron los elementos de la democracia participativa. La política económica se orientó a la demanda: aplicó un perfil activo en relación con el manejo del dinero, los créditos y el valor de la moneda; le apuntó a un desarrollo económico alimentado por el consumo de las clases sociales en expansión y promovió las exportaciones. El capital que operaba a nivel transnacional y los agronegocios recibieron un apoyo sustancial, pero se conservaron márgenes de acción para proyectos económicos alternativos y para la agricultura campesina. Estos gobiernos le atribuyeron una mayor importancia a la integración sudamericana —en particular— y latinoamericana —en general—, por lo menos en un plano retórico. Por último, hay que resaltar que muchos de ellos sólo pudieron llegar al poder mediante coaliciones con los partidos tradicionales y, con frecuencia, conservadores y clientelistas.

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