En aquel instante un tremendo clamor quebró el silencio nocturno. En el campamento turco sonaban las trompas y los timbales de la caballería y un vocerío enfurecido, unido a los disparos al aire de las armas.
Miles de antorchas habían sido encendidas por la extensa llanura, confluyendo en el centro del campamento, donde sobresalía la grandiosa tienda del gran visir, general supremo de las fuerzas otomanas.
El Capitán, Perpignano y El-Kadur habían corrido al parapeto del fuerte, en tanto que las trompetas de los centinelas cristianos tocaban alarma y los guerreros que habían estado dormitando se armaban y corrían hacia las murallas.
—¡Se disponen al ataque general! —comentó el Capitán Tormenta.
—No —contestó el árabe, con pausada voz—. Es una revuelta en el campamento turco, ya prevista de antemano.
—¿Contra quién?
—Contra el gran visir Mustafá.
—¿Por qué razón? —inquirió Perpignano.
—Para forzarle a continuar el asedio de la ciudad. Ya hace ocho días que las fuerzas se hallan inactivas y empiezan a murmurar.
—Todos lo habíamos observado —convino Perpignano—. Por fuerza el gran visir tiene que encontrarse enfermo.
—Al parecer disfruta de una magnífica salud. Su corazón es el que se halla encadenado.
—¿Qué quieres dar a entender, El-Kadur? —preguntó el Capitán.
—Que una joven cristiana, de Canea, lo ha hechizado. El visir, profundamente enamorado y aceptando el consejo de la bella muchacha, ha concedido una larga tregua.
—¿Puede ser que los ojos de una mujer puedan influir de tal manera? —exclamó el teniente.
—Se asegura que es una belleza extraordinaria. Sin embargo, no me agradaría encontrarme en su lugar, ya que todo el ejército solicita su muerte y proseguir la campaña.
—¿Y piensas que el visir aceptará esas exigencias? —inquirió el Capitán.
—Ya comprobaran cómo no es capaz de oponerse —respondió el árabe—. El sultán dispone de espías en el mismo campamento y, si supiese que está cundiendo el descontento entre sus guerreros, no vacilaría en obsequiar a su comandante supremo con un lazo de seda. Ese regalo invita a ahorcarse o dejarse empalar.
—¡Desgraciada muchacha! —exclamó el Capitán Tormenta, conmovido.
—Cuando esa encantadora jovencita muera, el ejército turco se arrojará sobre Famagusta como un mar tormentoso contra las peñas.
—¡Los acogeremos como se merecen! —repuso Perpignano—. Nuestras espadas y corazas son fuertes y no nos tiemblan los corazones.
El árabe inclinó la cabeza y, examinando con angustia a la duquesa, agregó:
—¡Son muy numerosos!
—Como no conquisten la ciudad por sorpresa…
—Siempre podré avisarte con tiempo. ¿Debo regresar al campamento turco, señora?
El Capitán Tormenta no respondió. Apoyado contra el parapeto, prestaba atención a los gritos de los sitiadores y examinaba preocupado los millares de antorchas que se movían en torno a la tienda del gran visir.
Los timbales, las trompas y los disparos transformaban aquellas maldiciones que brotaban de cien mil pechos en un horrible rugido, como si el campamento de los turcos hubiese sido de improviso invadido por infinidad de animales salvajes llegados desde los desiertos asiáticos y africanos.
—¿Debo regresar, señora? —insistió El-Kadur.
El Capitán Tormenta repuso, con un estremecimiento:
—¡Sí, márchate! ¡Aprovecha este momento de tregua y no abandones tus averiguaciones si deseas verme feliz!
Los ojos del hijo del desierto fueron atravesados por una sombra de infinita tristeza y contestó con tono resignado:
—Haré lo que deseas, señora, con tal de ver tus bellos labios sonreír y tu frente tranquila.
El Capitán Tormenta hizo a su teniente una indicación para que le aguardara y se fue con el árabe hasta el parapeto del fuerte.
—Me dijiste que el Capitán Laczinski no había muerto. ¡Espíale!
—¿Teme algo de ese renegado? —inquirió el árabe, irguiéndose con aspecto amenazador.
—Presiento en él a un enemigo.
—¿Por qué razón te odiaría?
—Ha descubierto que soy una mujer.
—¿Temes que esté enamorado de ti? —interrogó El-Kadur, mientras su rostro se demudaba como consecuencia de un acceso de terrible cólera.
—¡Quién sabe! —respondió la duquesa—. Acaso me odia porque la mujer ha derrotado al León de Damasco y tal vez, si bien en secreto, me ama. ¡No es sencillo entender el corazón humano!
—¡El vizconde Le Hussiere de acuerdo; pero el polaco, no! —dijo el árabe con mal reprimido despecho.
—¿Serías capaz de imaginar que me interesa ese aventurero?
—Jamás lo creería, señora. Pero de ser así… ¡El-Kadur tiene un yatagán en el cinto y lo clavaría hasta la empuñadura en el pecho de ese renegado!
Se advertía en aquel instante en el semblante del salvaje hijo del desierto tan grande expresión de ira, que el Capitán Tormenta no pudo menos que sentirse impresionado. Era una desesperación inmensa, terrible.
—¡No te inquietes, mi buen El-Kadur! —dijo la duquesa—. O Le Hussiere, o ninguno. ¡Lo quiero demasiado!
—¡Adiós, señora! —se despidió el árabe, luego de unos breves instantes—. ¡Espiaré a ese hombre, en quien adivino un enemigo de tu felicidad, igual que el León vigila la presa que agoniza! ¡Cuando tú ordenes, el pobre esclavo lo matará!
Sin aguardar a que la duquesa le respondiera, saltó el parapeto y, dejándose deslizar por la muralla, desapareció entre la oscuridad.
—¡Cómo debe de sufrir tu corazón! —murmuró la duquesa—. ¡Pobre El-Kadur! ¡Más te hubiera valido permanecer en poder de tu antiguo y feroz amo!
Mientras tanto, los gritos se habían interrumpido en el campamento turco y ya no se percibían los timbales de la caballería ni el sonido de las trompas. Solamente se veía cómo las antorchas se congregaban en distintos lugares o bien cómo se extendían en inacabable fila, que formaba una caprichosa línea de fuego en la oscuridad de la noche.
Casi no había comenzado a despuntar la aurora, cuando cuatro caballeros turcos que portaban en las alabardas banderines de seda blanca, precedidos por un trompetero, llegaron hasta debajo de la muralla del fuerte de San Marcos con el objeto de solicitar una breve tregua, para hacerles presenciar un insólito espectáculo.
Imaginando que se trataba de algún nuevo reto, los capitanes venecianos, que no deseaban excitar en demasía a aquellas fieras gentes de quienes dependía su destino, luego de un breve consejo, aceptaron prometiendo no disparar hasta después de mediodía.
Diez minutos más tarde, los sitiados, que no confiando demasiado en las promesas turcas, se habían congregado en los fuertes, vieron desplegarse en la llanura a las numerosísimas tropas enemigas desfilando por batallones como para una revista.
En primer lugar pasaron los artilleros, detrás de los cuales eran arrastradas doscientas culebrinas por caballos árabes con penachos y cubiertos con largas gualdrapas rojas. A continuación venían las compañías de jenízaros, temibles guerreros, hombres a quienes no arredraba la muerte y que una vez lanzados al ataque ni espadas, ni culebrinas, ni mosquetes eran capaces de detenerlos.
Siguieron los albanos, con sus raros vestidos de túnica blanca, provistos de larguísimos arcabuces, alabardas y ballestas de las empleadas cien añosatrás y cubiertos de cotas de acero, que seguramente se remontaban a la época de las Cruzadas. En último término apareció una inmensa columna de jinetes árabes y egipcios cubiertos por sus grandes mantos blancos, adornados con franjas rosadas.
Al son de las trompas y timbales, el poderoso ejército se dividió en varias columnas, formando en la llanura un amplio semicírculo cuyas alas desaparecían en el horizonte. Las columnas se abrieron y por entre ellas apareció cabalgando el gran visir Mustafá, con armadura de hierro bruñido y un turbante adornado de enorme penacho que relucía igual que si estuviese lleno de brillantes.
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