—¡Viva nuestro joven Capitán! ¡Laczinski ha sido vengado!
En lugar de precipitarse sobre el herido y asestarle el golpe definitivo, como era su derecho, la duquesa hizo parar al caballo y examinó entre compasiva y orgullosa al joven León de Damasco, que hacía extraordinarios esfuerzos para sostenerse en la silla.
—¿Se declara derrotado? —inquirió, haciendo avanzar su caballo.
Muley-el-Kadel intentó levantar la cimitarra para continuar el combate, pero le fallaron las fuerzas. Se tambaleó, se agarró a las crines del caballo y se desplomó en tierra, igual que el polaco, entre un gran fragor de hierro.
—¡Mátelo! —gritaban los guerreros de Famagusta—. ¡No se compadezca!
La duquesa bajó del corcel con la espada cubierta de sangre y se aproximó al turco, que había logrado ponerse de rodillas.
—¡Lo he derrotado! —le dijo.
—¡Mátame! —contestó Muley-el-Kadel—. ¡Es tu derecho!
—¡El Capitán Tormenta no mata al que no puede defenderse! Es un hombre valeroso y le perdono la vida.
—No supuse que fuera tanta la generosidad de los cristianos —reconoció Muley con voz débil—. ¡No olvidaré jamás la generosidad del Capitán Tormenta!
—¡Adiós y cúrese pronto!
La duquesa se encaminaba a su caballo, cuando los turcos, enfurecidos, la rodearon.
—¡Muerte al cristiano! —exclamaban.
Ocho o diez jinetes se aproximaban enarbolando las cimitarras, decididos a vengar la derrota del León de Damasco.
Un griterío enfurecido se alzó entre los cristianos de Famagusta.
—¡Viles traidores!
Realizando un supremo esfuerzo, Muley-el-Kadel se había incorporado, pálido, pero con los ojos llameando.
—¡Canallas! —gritó, dirigiéndose a sus compatriotas—. ¿Qué hacen?
¡Retírense todos o haré que los empalen como indignos de estar entre los valerosos y nobles guerreros!
Los jinetes habían interrumpido su avance, confundidos y atemorizados. En aquel instante, dos disparos de culebrina surgieron del fuerte de San Marcos, seguidos de una lluvia de proyectiles que hizo rodar por tierra a siete de los infieles. Los demás hicieron volver a sus caballos, huyendo a todo galope hacia el campamento turco, entre las risotadas y burlas de sus camaradas, que no habían estado de acuerdo con aquella inoportuna intervención.
—¡Esa es la lección que tienen ganada! —exclamó el León de Damasco, en tanto que su escudero acudía en su ayuda.
La artillería turca no había respondido a los disparos de los cristianos.
El Capitán Tormenta, que todavía llevaba la espada en la mano, decidido a vender cara su vida, hizo un ademán despidiéndose de Muley-el-Kadel con la mano izquierda, subió sobre su caballo, y se alejó en dirección a Famagusta, en tanto que la tropa cristiana lo acogía con un verdadero huracán de aplausos y hurras.
En el instante en que se marchaba, el polaco, que no había muerto, alzó con lentitud la cabeza y le siguió con la mirada mientras murmuraba:
—¡Confió en que nos volveremos a ver, jovencita!
A Muley-el-Kadel no le pasó inadvertido el movimiento del Capitán Laczinski.
—¡Ese no está muerto! —advirtió a su escudero—. ¿El oso de Polonia tendrá el alma atornillada?
—¿Debo matarlo? —indagó el escudero.
—¡Llévame junto a él!
Apoyándose en el guerrero y conteniendo con la mano la sangre que manaba en abundancia, se aproximó al Capitán.
—¿Pretende rematarme? —inquirió este con voz lastimera—. Desde este momento soy correligionario suyo…, ya que he renegado de mi religión.
¿Matará a un mahometano?
—¡Haré que lo curen! —respondió el León de Damasco.
—¡Eso es lo que deseo!, —se dijo a sí mismo el aventurero—. Ah, Capitán Tormenta: ¡me las pagarás!
4
La fiereza de Mustafá
Aquel caballeresco duelo consolidó la fama del Capitán Tormenta, que sería considerado desde entonces la mejor espada de Famagusta. Luego del evento los turcos prosiguieron el asedio, aunque con bastante menos vigor del que los cristianos esperaban.
Parecía que a raíz de la derrota del León de Damasco una intensa desmoralización se había adueñado de los atacantes. Lo cierto es que no se lanzaban al asalto con su antiguo arrojo y que el cañoneo decaía.
Ya no se distinguía, como antes, al jefe supremo del ejército turco, Mustafá, revisar por la mañana, a continuación de la oración, a la columna de asalto, ni aparecer junto a las compañías de artilleros para animarlos.
Incluso el griterío salvaje, que siempre acababa en un terrible alarido de "¡Muerte y exterminio a los enemigos de la Media Luna!", cesó en el campamento turco. Las tropas enmudecieron y los timbales de las fuerzas de a caballo no hicieron sonar de nuevo su repique de asalto. Parecía como si alguien les hubiese impuesto el mutismo más absoluto.
Fue inútil que los capitanes cristianos intentaran averiguar el secreto. Todavía no había llegado el tiempo del Ramadán o cuaresma musulmana, durante la cual los adoradores del Profeta interrumpen sus campañas militares para orar y efectuar grandes ayunos.
La inopinada tranquilidad del enemigo, en lugar de consolar a los cercados, los desesperaba, ya que las provisiones iban disminuyendo con gran rapidez y el hambre empezaba a cundir entre la población, cuyos últimos alimentos (aceite y cuero) comenzaban también a escasear.
De esta manera pasaron algunos días, con disparos aislados de culebrina por los dos bandos, cuando cierta noche que el Capitán Tormenta y Perpignano se encontraban de guardia en el fuerte de San Marcos, observaron una sombra escalar con la agilidad de un simio por los salientes de la muralla.
—¿Eres El-Kadur? —interrogó el Capitán Tormenta, tomando con cuidado un arcabuz arrimado al parapeto y que tenía encendida la mecha.
—¡Sí, señor, soy yo! ¡No dispares! —replicó el árabe.
El hombre se asió a una tronera, alcanzó de un salto el parapeto y cayó junto al Capitán.
—Estabas preocupado por mi larga ausencia, ¿no es cierto? —preguntó el árabe.
—Tenía miedo de que te hubieran descubierto y dado muerte —respondió el Capitán Tormenta.
—No desconfían de mí. Tranquilízate. Desde luego, el día de tu desafío con Muley-el-Kadel me vieron cargar las pistolas con la intención de matarlo, como lo hubiera hecho si resultabas muerto.
—¿Va mejorando?
—Debe de tener el pellejo muy duro; ya se está restableciendo. De aquí a dos días podrá montar de nuevo a caballo. ¡Ah! Debo comunicarte otra novedad que sin duda, te extrañará.
—¿Qué novedad?
—Que también Laczinski, el polaco, se va restableciendo muy de prisa.
—¡Laczinski! —exclamaron a la vez el Capitán y Perpignano.
—Sí.
—¿No murió, entonces?
—No, señor. ¡Por lo visto los osos de los bosques polacos tienen dura la osamenta!
—¿Por qué no le dieron el golpe de gracia?
—Renegó de la Cruz y abrazó la fe del Profeta —replicó El-Kadur—. ¡Ese aventurero tiene una conciencia muy elástica!
—¡Es un canalla! —gritó encolerizado Perpignano.
—Y en cuanto se encuentre restablecido será nombrado Capitán en el ejército turco —agregó el árabe—. Uno de los bajás le ha asegurado que le brindará ese destino.
—Ese hombre debe sentir por mí un odio mortal, sin que yo le haya dado el menor motivo para ello. ¿Aún nada?
—¡Nada! —repuso El-Kadur con gesto de desolación—. Tengo la certeza de que está con vida. Me imagino que le tienen encerrado en algún castillo de la costa. Es un hombre muy valeroso a quien los turcos desearían tener entre sus guerreros, ya que les sería de mucha utilidad para conducirlos, valientes pero indisciplinados.
Читать дальше