Iba tras él un heraldo con una gran trompeta, y algo más retrasada, encima de una mula blanca, una joven envuelta en un amplio velo blanco que la escondía a las miradas. A continuación cabalgaban capitanes y bajás, despidiendo fulgores a causa de sus corazas plateadas, y numerosos caballeros.
El gran visir, que marchaba delante conduciendo con segura mano a su corcel, se detuvo a unos trescientos pasos del fuerte de San Marcos. Contemplando a los capitanes cristianos, desenvainó su cimitarra y, volviéndose hacia sus guerreros, gritó:
—¡Observen cómo su visir rompe sus cadenas!
Con un inopinado movimiento hizo dar a su caballo media vuelta, poniéndolo junto a la mula, y, alzándose sobre los estribos, con un seco y tremendo golpe de cimitarra cortó por completo el cuello de la muchacha, haciendo rodar la cabeza a bastante distancia.
El cuerpo de la joven decapitada permaneció por unos segundos sobre la silla, en tanto que el blanco velo se inundaba de sangre y, por último, se desplomó en tierra, acompañado por un grito de indignación de los cristianos.
El gran visir, luego de limpiar su cimitarra en la gualdrapa de su corcel, la envainó con frío ademán, y alzando el puño en dirección a Famagusta, exclamó con terrible acento, semejante al retumbar de un trueno:
—¡Y ahora pagarán la sangre que he derramado! ¡Esta noche nos veremos!
5
El ataque a Famagusta
La amenaza del gran visir causó profunda impresión entre los capitanes, convencidos de la audacia y energía del temible guerrero, al cual se debían hasta aquel momento las victorias conseguidas contra los venecianos.
Se reforzaron las guardias, en especial las de los fuertes de defensa de los fosos, y se emplazaron las culebrinas en lugares de buena altura desde los que se dominaba la llanura y se podía barrer a los atacantes con los proyectiles. La población, ya prevenida, a pesar de su enorme debilidad como consecuencia de prolongados ayunos, sabiendo que si los turcos conseguían rebasar las murallas iba a ser víctima de las cimitarras, intentó en masa reforzar los puntos más maltrechos con escombros y cascotes procedentes de sus propias casas, ya casi todas destruidas.
Grupos de jinetes partían de la tienda del visir y del bajá llevando instrucciones a las dos alas del ejército. Los artilleros trasladaban sus piezas en dirección a las trincheras y reductos, y pelotones de zapadores-minadores se diseminaban por la planicie para no ser alcanzados por los proyectiles de los cristianos. Varios capitanes, luego de reunirse en consejo con el gobernador de la plaza, habían acordado anticiparse al asalto turco con un intenso bombardeo, con el objeto de dispersar a los zapadores y evitar que la artillería adversaria tomara posiciones. Después del mediodía todas las piezas que defendían los fuertes abrieron un endiablado fuego, llenaron la llanura de hierro y piedras, mientras los más expertos arcabuceros, protegidos tras los parapetos, disparaban contra los minadores que intentaban aproximarse, amparándose en las escabrosidades del terreno.
El fuego se prolongó hasta la puesta del sol, ocasionando muchas bajas a los asaltantes, y una vez que la noche hubo caído, las trompetas tocaron a rebato, llamando a toda la población a defender las murallas.
El ejército turco iniciaba el despliegue por la llanura en imponentes columnas, disponiéndose para el asalto general.
Las trompas otomanas se escuchaban ininterrumpidamente, los timbales redoblaban exaltando los ánimos, grandes alaridos se alzaban de vez en cuando, sonando de una forma lúgubre en los oídos de los cristianos, y en los escasos momentos de silencio el muecín estimulaba a los fanáticos, exclamando:
—¡Por Alá! ¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta!
La defensa de Famagusta se centraba principalmente en el fuerte de San Marcos, ya que sabían que el máximo esfuerzo de los turcos iba dirigido hacia aquel sector, por ser la llave de la plaza.
Los mejores capitanes —entre los cuales estaba Tormenta— habían trasladado a ese punto sus compañías y veinte culebrinas de las de mayor calibre.
Los disparos de toda esa artillería, manejada por los más diestros marineros venecianos, deberían concentrarse sobre las cerradas columnas turcas, que proseguían su avance, impávidas, desafiando a la muerte.
Casi no había vuelto a reanudarse el fuego cuando El-Kadur, que abandonó el campamento turco antes que los sitiadores se pusieran en movimiento, trepó por la muralla, apareciendo ante el Capitán Tormenta.
—¡Señora —exclamó con voz temblorosa—, ha llegado el momento definitivo para Famagusta! ¡Como no acontezca un milagro, la ciudad se encontrará mañana en manos turcas!
—¡Todos estamos decididos a morir! —contestó la duquesa, en tono de resignación.
—¡Todavía hay ocasión de escapar! ¡Tapada con mi faub puedes pasar inadvertida entre la horrorosa confusión que va a seguir al ataque!
—¡Soy un guerrero de la Cruz, El-Kadur —replicó la duquesa con acento altivo—, y no dejaré a Famagusta sin una espada que sabrá cumplir con su obligación!
—¿Entonces no vienes, señora? —inquirió El-Kadur.
—¡No es posible! ¡El Capitán Tormenta no debe deshonrarse delante de la cristiandad!
—¡En tal caso, moriré junto a ti! —decidió el árabe, con vehemente acento, y añadió para sí: "La muerte todo lo extingue y el desgraciado esclavo descansará tranquilo".
Mientras tanto, el bombardeo era terrorífico. Las doscientas culebrinas turcas, artillería extraordinaria para aquella época, habían abierto fuego, tronando con inusitada potencia contra los fuertes y muros, medio derruidos.
Proyectiles de hierro y piedra llovían en gran cantidad sobre las defensas, ocasionando numerosas bajas entre los sitiados, y los tiros de mosquete eran incesantes. La siniestra llanura semejaba un mar de fuego y el estruendo era tan espantoso que tanto fuerte como murallas se estremecían y se agrietaban cubriendo los fosos de ruinas.
Los guerreros venecianos aguardaban el asalto con aspecto tranquilo, sin amedrentarse por los alaridos ni por el terrible estruendo de aquellos miles y miles de hombres, que aullaban igual que manadas de lobos hambrientos.
Todos los habitantes que estaban en condiciones de sostener un arma se hallaban en los fuertes, provistos de picas y alabardas, espadas y mazas, dominados por una loca furia, en tanto que sus mujeres y sus hijos se refugiaban entre sollozos y rezos en la iglesia principal, en medio de una incesante lluvia de bombas que destruían las últimas viviendas.
Un horrible fragor cercaba a Famagusta. Las torres, desmanteladas por el fuego de los cañones enemigos, se venían abajo con gran estrépito, en tanto que esquirlas de proyectiles de piedra saltaban por todas partes, hiriendo a guerreros, mujeres y niños.
Las huestes turcas, mientras tanto, resguardadas por su artillería, avanzaban, indiferentes al peligro, animadas por las exclamaciones del muecín:
—¡A matar! ¡El Profeta y Alá lo ordenan!
Los jenízaros se habían situado a la cabeza del ejército turco y se desplegaban por la llanura, arrastrando tras ellos a los albanos y guerreros del Asia Menor. Los zapadores que los precedían no desaprovechaban el tiempo. Protegidos por la confusión y la oscuridad llegaban con loca temeridad a la parte baja de los fuertes y las torres, amontonando barriles de pólvora para provocar brechas que dieran acceso a la infantería.
Sus esfuerzos principales se dirigían al fuerte de San Marcos, minándolo por todos los lados. Estruendosos estampidos se sucedían sin cesar, agrietando el revestimiento y derrumbando las aspilleras.
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