Antonio Cerrillo - Emergencia climática

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España es una de las zonas del planeta más vulnerables a los embates del cambio climático. Algunos de sus sistemas ecológicos sufren el riesgo de ver acelerado el deterioro de recursos naturales esenciales, como el agua, el suelo fértil o la franja litoral. No sólo está en juego la calidad de vida y la salud de las personas, sino la seguridad de la población y los pilares del bienestar.La crisis climática recorre la geografía española y deja sus rastros en el deshielo de los glaciares de los Pirineos, la subida del mar en el delta del Ebro, las olas de calor más intensas en sus grandes urbes o los fenómenos meteorológicos extremos que sufre la costa mediterránea. Los bosques en llamas, los ríos con caudales menguantes y hasta las aves migratorias delatan esta transformación.Antonio Cerrillo, periodista de 'La Vanguardia' especializado en temas de medio ambiente desde hace treinta años, ofrece una síntesis asequible y pionera de todos los problemas que la emergencia climática plantea en nuestro país, así como de las medidas que habrá que tomar para afrontarla. Un libro que cualquier interesado en estas cuestiones, y en nuestro porvenir inmediato, deberá leer.

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Pero todo esto también pasa en España. Se aprecia en cafés italianos y en tabernas vascas, cuyas puertas están abiertas de par en par en pleno invierno mientras en su interior hace un calor de espanto; o en los grandes almacenes, que utilizan el frío en verano como anzuelo para atraer a turistas que callejean agotados en busca de un oasis donde comprar. La última imagen de este artificio son las terrazas de bares y restaurantes decoradas con un bosque de estufas de gas, hasta tal punto que pueden dejar frito al cliente –si tienes una cercana– o convertirse en un trasto inútil si te pilla en el otro extremo de la terraza. “Todo esto forma parte de la creencia de que no somos parte de la biosfera, y de que podemos ignorar el clima que nos corresponde por nuestro lugar de residencia”, dice Jordi Pigem, filósofo y ensayista.

Sin embargo, el bienestar también se puede alcanzar con bienes y servicios que mitiguen el derroche energético y que psicológicamente dan mayor satisfacción.

La tentación de cerrar los ojos y de aislarse en respuesta a este círculo vicioso es una salida de emergencia personal comprensible en un contexto en el que la precariedad laboral, la digitalización, la atomización de las relaciones y el culto al individualismo se imponen. Pero si se recupera el sentido epicúreo original que expresaba el poeta Horacio se constata que la mayor felicidad es compartir los frutos y disfrutar de los valores colectivos.

Y tampoco tiene sentido hablar de ecofatiga; al menos en España. Es como si a un pobre le pusieran delante un gran manjar y, antes de que empezara a dar cuenta de él, se lo retiraran con el argumento de que es “por su bien”, y que es “peligroso darse un atracón”. En el caso de España apenas hemos probado bocado, y ya algunos niegan el plato (y acusan de alarmistas) a quienes simplemente quieren una comida más sana y frugal.

Es cierto que no se puede declarar la emergencia climática de forma indefinida y mantenerla en el tiempo. Necesitamos un indicador para salir de ella; al menos, para dar un respiro para recuperar aliento y brío. El ciudadano tiene suficientes problemas cotidianos y arrastra demasiadas preocupaciones diarias para que se le imponga esta alarma permanente como una espada de Damocles. Necesariamente, se precisa una tarea colectiva, en la que debe desempeñar un papel preponderante el conjunto de la ciudadanía, para que esta arrastre a la clase política.

Pero, ¿qué papel puede jugar el ciudadano de a pie? Después de muchos años dedicados a la tarea de informar sobre asuntos medioambientales, he desarrollado una particular intuición para descubrir a los malos políticos, que son aquellos que, ante el problema del cambio climático o asuntos de gran envergadura, se parapetaban en el argumento de que “este es un asunto de todos”. Es una particular demostración de su inacción política o, al menos, de su falta de liderazgo. Cuando un problema es de todos, al final, no es de nadie. Es como cuando en los años sesenta las campañas contra los incendios forestales en el franquismo nos decían que “el monte es de todos” (¿desde cuándo dejaron de ser propiedad de sus dueños?).

Los mismos políticos que invocan la participación colectiva para salir entre todos de este atolladero climático son los que promovieron leyes de contrarreforma ambiental y tomaron iniciativas que condenaron a la precariedad laboral a cientos de miles personas, sin que sintieran entonces la más mínima necesidad de esgrimir el mismo argumento. ¿Es que estos otros problemas no eran también un asunto “de todos”?

Entonces, ¿quién debe actuar primero?, ¿los ciudadanos o los políticos? Muchas organizaciones y personas sostienen que deben ser los ciudadanos quienes impulsen los cambios. Que la verdadera transformación llegará desde la base. Que los buenos ejemplos de actitud cívica pueden ser la mejor respuesta.

Se parte así de la convicción de que la onda expansiva de esa actitud ejemplar se iría extendiendo, hasta provocar un efecto multiplicador, de forma que al final se generalizaría hasta que el catecismo personal se convirtiera en una guía práctica de actitudes modélicas y respetuosas con nuestro medio ambiente. Dentro de estos colectivos se ha insistido en la importancia y la fuerza de las pequeñas cosas, de los pequeños gestos. Reciclar, colocar luces de bajo consumo, moverse en transporte público o, incluso, renunciar a viajar en avión son percibidos como ejemplos de comportamiento ecológico ejemplar. Cambiarse a una compañía o cooperativa eléctrica que produzca y comercialice energía verde sería uno de los momentos de mayor compromiso. Se citan muchas actividades cívicas transformadoras, como reutilizar, reciclar, usar el transporte público o favorecer las energías renovables. Todo el mundo tiene la lista en la cabeza. Son acciones bien intencionadas; pero todas ellas serán insuficientes para lograr frenar y revertir nuestra injerencia en el clima y en los procesos globales del planeta.

La mayor parte de los cambios exigen normas, leyes de obligado cumplimiento. No se trata de que yo consuma plástico reciclado, sino que la ley obligue a los fabricantes a cumplir determinadas cuotas de reciclado. Podemos contribuir personalmente a fomentar las energías renovables al cambiar de compañía o instalando un tejado solar de autoconsumo; pero es la Administración la que debe fijar objetivos a las compañías eléctricas para que emprendan el camino hacia la descarbonización de la economía y obliguen a los constructores de edificios a colocar paneles fotovoltaicos en las nuevas edificaciones.

Cuando reciclamos en casa, cogemos el transporte público o realizamos otras pequeñas acciones de respeto al planeta, estamos adquiriendo colectivamente el derecho de ser parte de un cambio. Y si somos capaces de dar forma a todo ese esfuerzo personal en un movimiento colectivo, lograremos un nivel de motivación que no lograría el enfado, la rabia, la desilusión o el miedo, que son los sentimientos que acompañan con más frecuencia al cambio climático. “Nos moveremos realmente cuando sintamos que somos parte de los cambios. Estos serán empujados por los políticos, pero cuando los políticos perciban que la sociedad lo demanda”, dice Fernando Valladares, que es también un activo promotor de iniciativas en el movimiento por la justicia climática.

La alarma no mueve a la acción constructiva. El miedo, la depresión, la pena o el enfado rara vez producen el tsunami social que da lugar a cambios de rumbo social positivos; sólo activa a determinados sectores.

El deseo de cambio o la capacidad de contagio es muy diferente si el esfuerzo nos viene impuesto desde arriba o nace desde abajo. Y se necesitan las dos cosas. Desde arriba, se pueden coordinar las acciones individuales; pero el cambio tiene que nacer desde abajo para que se transmita una verdadera motivación y un compromiso de todos. Dados los profundos cambios sociales que se requieren, debemos recurrir a todos los motores de motivación.

Por otra parte, hay una parte de la ciudadanía que está dispuesta a asumir compromisos personales hasta un alto nivel de exigencia. Pero, si se me permite la licencia, creo que solo un tercio aproximadamente está dispuesta a salvar el planeta. El resto necesita un empujón; por eso es tan necesaria una corriente de opinión que actúe colectivamente, que cree condiciones para convertir los cambios colectivos en actitudes ilusionantes. Y en este sentido el movimiento por la justicia climática pide paso para ser uno de los actores fundamentales.

¿Pero será relevante el papel de la justicia climática? Lo veremos. La verdad es que su intervención está siendo fundamental y su protagonismo crecerá en la medida en que se juzgue perentorio cerrar la brecha y cicatrizar la herida ecológica.

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