Muy pocas variedades de plantas están siendo cultivadas y comercializadas. Muchas variedades agrícolas (importantes para garantizar la seguridad alimentaria a largo plazo) carecen de protección legal. Se pone en peligro, pues, una reserva de genes que puede proporcionar fortaleza frente al cambio climático y resistencia contra los pesticidas y patógenos y que puede ayudar a combatir la destrucción de genes (semillas, animales domésticos).
Por otro lado, la salud de los ecosistemas, de los que dependemos nosotros y las demás especies, está deteriorándose más rápidamente que nunca. Estamos erosionando los principales fundamentos de nuestras economías, sociedades, seguridad alimentaria, salud y calidad de vida en todo el mundo. Esta es la alerta que ha lanzado Robert Watson, presidente de la IPBES. No hay duda de que estamos perdiendo la biodiversidad a un ritmo tan insostenible que afectará el bienestar humano tanto de las generaciones actuales como de las futuras, sostiene Watson.
Los autores del estudio esperan que esta primera evaluación global de la biodiversidad del planeta sitúe esta crisis ecológica en el centro de atención pública, de la misma manera en que la emergencia climática ha sido objeto de un amplio debate social.
Por tanto, son muchos los expertos que apuntan incluso la idea de que no deberíamos hablar tanto de emergencia climática sino de emergencia ecológica.
De hecho, podemos apreciar claramente que el cambio climático no actúa solo. Y tenemos ejemplos cercanos. En el caso de las grandes catástrofes, como en sucesos provocados por gotas frías, huracanes y demás, muchos de los efectos devastadores no están sólo relacionados con la intensidad del suceso, sino que obedecen a la existencia de construcciones artificiales que dificultan el drenaje y, en general, a unos ecosistemas degradados o vulnerables.
Cuenta atrás para atenuar los daños
Se acumulan las señales del calentamiento mundial, pero también las evidencias de que no vamos por el buen camino para reconducir la situación. Las emisiones de CO2 relacionadas con la energía en los países del G-20 se dispararon en el 2018 un 1,8% en 2018 debido a la creciente demanda. Y el suministro energético no se está haciendo más limpio.
A pesar de que las fuentes renovables crecieron un 5% en el 2018, la proporción de combustibles fósiles en la combinación energética del G-20 sigue siendo de un 82%. El suministro total de energía primaria de combustibles fósiles en el 2018 aumentó en Australia, Canadá, China, India, Indonesia, Rusia, Sudáfrica, Corea del Sur y Estados Unidos. Y, de la misma manera, las emisiones en el sector eléctrico crecieron un 1,6%. Las energías renovables representan ya un 25,5%, pero esa suma no es suficiente para superar el crecimiento de las emisiones de los combustibles fósiles.
En el acuerdo de París (2015) se decidió como primera meta detener el incremento de temperaturas por debajo de 2ºC respecto a los niveles preindustriales (y proseguir los esfuerzos para contenerlos, incluso, en 1,5ºC). Sin embargo, la Tierra va camino de registrar aumentos de temperaturas que superan el umbral de seguridad climática.
La suma conjunta de los planes de los países del G-20 no augura una reducción de emisiones de gases para el 2030, sino que en esa fecha sería el doble de lo requerido para detener el aumento de temperaturas a 1,5 ºC.
Incluso si todas las contribuciones nacionales prometidas vigentes en virtud del acuerdo de París se hicieran realidad, el presupuesto de carbono (límite de emisiones exigido) que exige la meta de 1,5°C se agotará antes del 2030.
Los expertos (IPCC) alertaron el mes de octubre del 2018 que para contener este siglo la subida de las temperaturas en un nivel seguro (por debajo de 1,5 ºC), las emisiones de gases invernadero deberían reducirse un 45% para el año 2030 respecto a los niveles del 2010. Alcanzar esa meta sería el paso intermedio en la senda para lograr nuevos objetivos para el año 2050.
Habría que hacer recortes en las emisiones de gases de efecto invernadero de un 7,6% al año desde el 2020 al 2030 para cumplir con la meta de 1,5°C.
Cada año de retraso más allá del 2020 supone que tendremos que hacer recortes más rápidos, que se vuelven cada vez más caros, por lo que lograrlo es algo poco probable. Se requiere, pues, una acción inmediata. Y, por eso, la próxima década será decisiva
De hecho, la cuenta atrás ha empezado. El tiempo se echa encima porque los planes de acción climática que deben elaborar los países o la actualización de los ya existentes deben ser presentados este año, el 2020…
¿Será la última oportunidad para lograr un clima estable? Tal vez.
Bajo los actuales compromisos del acuerdo de París (2015), los países firmantes tienen que presentar o actualizar sus planes nacionales de acción climática antes de finales del 2020 (y con períodos de cumplimiento que alcanzan hasta el año 2025 o 2030). Dado que de lo que se trata es de alcanzar la reducción de gases de un 45% para el 2030, las nuevas contribuciones de los países tienen que aprobarse con antelación y, por eso, deben estar sobre la mesa de la ONU antes de que acabe el año 2020.
Es en la decisiva cita de Glasgow (Gran Bretaña) en noviembre del 2020, donde los países deberán mostrar esas nuevas cartas y aclarar si están dispuestos a dar nuevos pasos adelante sin dilación. Por eso, la pregunta no es tan banal. ¿Estamos ante la última oportunidad para evitar que el calentamiento se nos vaya definitivamente de las manos?
Las cumbres de Nueva York (septiembre del 2019) y Madrid (diciembre del 2019) han sido los últimos intentos de Naciones Unidas para urgir a los países a que aceleren la adopción de medidas.
“Estamos perdiendo la lucha contra el cambio climático”, ha llegado a admitir el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, que no ha cesado de reclamar a los países que impulsen y presenten planes significativos sobre reducción de emisiones de cara a las próximas décadas. Guterres quiere que los gobiernos frenen la subida de emisiones, que estas tengan su pico máximo inmediato y que se promuevan planes coherentes con el objetivo global de reducir las emisiones mundiales un 45% para el 2030. Será la etapa necesaria intermedia para lograr a largo plazo que los estados se comprometan a alcanzar la neutralidad climática en el 2050: la descarbonización de la
economía.
En este sentido, alcanzar esa meta exige que los países frenen los subsidios que conceden a los combustibles fósiles, que dejen de construir plantas de carbón y que se establezca un precio a las emisiones de carbono para desincentivar el uso de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas), hoy altamente subsidiados. En esta línea, se considera imprescindible que los gobiernos activen las medidas hacia una transición energética para dar pasos más acelerados hacia las fuentes de energía renovables.
El objetivo global, demandado por los expertos, es lograr que para el año 2050 se consiga la neutralidad climática, es decir, que el balance de las emisiones de gases sea cero, o se aproxime lo máximo posible, con el fin de lograr una descarbonización de la economía.
El acuerdo de París (2050) no sólo conminó a los países a presentar contribuciones con objetivo a medio plazo, sino que les invitaba a actuar a largo plazo elaborando estrategias sobre emisiones bajas en carbono pensando en un escenario hacia el 2050.
En el grupo G-20, Francia, Alemania, Canadá, Japón, México y Estados Unidos han presentado a la ONU sus estrategias para el 2050. China, el conjunto de la Unión Europea, India, Argentina, Sudáfrica, Corea del Sur y Rusia las están preparando. En cambio, Australia, Brasil, Italia, Arabia Saudí y Turquía son los únicos que no han hecho los deberes y no han aclarado si están trabajando en ello.
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