Adriana Valdés - De ángeles y ninfas

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Las imágenes traspasan nuestras vidas, y también las artes, la literatura y el pensamiento. En nuestra época, lo hacen a un ritmo superior a cualquier capacidad de análisis. Este pequeño libro, dirigido a lectores curiosos, observa y compara las consideraciones sobre la imagen en la obra de dos maestros tardíamente reconocidos:
Aby Warburg (1866-1929) y Walter Benjamin (1892-1940). Hacer estas relaciones habría resultado extravagante hace unos años, pero tal vez ahora haya llegado su «momento de legibilidad». Es lo que proponen estas páginas.

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5Momme Brodersen, Walter Benjamin –A Biography, translated by Malcolm L. Green and Ingrida Ligers, edited by Martina Dervis, London and New York, Verso, 1997, p. 156. Hofmannsthal pidió a Panofsky que reseñara el libro en una carta fechada el 12 de diciembre de 1927, sin lograr su objetivo. Aby Warburg envió a Saxl el libro, pero tampoco éste escribió nada. El rechazo está documentado en un libro reciente: Sigrid Weigel, Walter Benjamin. Die Kreatur, das Heilige, die Bilder. Francfort-sur-le Main, Fischer Taschenbuch Verlag, 2008, p. 228-264.

6Otra era irse a Jerusalén como profesor (pero, pese a los buenos oficios de su amigo Gershom Scholem, nunca aprendió hebreo ni se decidió).

7Didi-Huberman, G. “Introduction”, en A.A. V.V. Images Re-vues, Hors-série no. 2, 2010.

2

El encuentro intempestivo:

el conocimiento horripilante, que “desquicia desde el interior todo orden preexistente”1

Los herederos institucionales de Warburg se hicieron cargo de su legado intelectual (y de su biblioteca, y de su instituto), tras su muerte en 1929. El legado intelectual les producía cierta incomodidad, documentada en primer lugar por la dificultad de Fritz Saxl y Gertrud Bing para sacar a luz sus escritos, pues dudaban de que estos fueran suficientes para legitimarlo en el mundo universitario o académico. El intercambio de correspondencia es elocuente a este respecto2.

Por otra parte, los célebres Ernst Gombrich y Erwin Panofsky, quienes se declaran seguidores de Warburg, hacen, según Didi-Huberman, actos de cobardía y de pereza intelectual, una “operación invalidante”, al intentar “poner en perspectiva” la contribución intelectual de quien fuera su maestro. Se trata de “un ritual teórico de exorcismo” cuyo sumo sacerdote fue Panofsky, y que “renuncia a la intuición warburgiana fundamental”3, a un “conocimiento horripilante” relacionado con el tiempo y con la imagen, con la Nachleben (supervivencia) warburgiana. Por el momento, baste dejar constancia de las contundentes opiniones de Didi-Huberman acerca de la necesidad que sintieron los seguidores de Warburg de domeñar un saber amenazante, para integrarlo a visiones más aceptables en el mundo intelectual y académico del momento. El gran hombre, dijo quizás Cioran, muere en sus epígonos. El Warburg que hoy se recupera no es el que quisieron presentar Gombrich y Panofsky. Su saber, amenazante entonces, es hoy, irónicamente, algo que lo está transformando en un ícono cultural.

En el caso de Benjamin, cuya fama póstuma es todavía más apabullante que la de Warburg, la oposición a su forma de pensar se dio en vida. Se sabe, por supuesto, que nunca pudo ingresar al mundo académico (obtener su habilitación), ya que su tesis sobre el drama barroco alemán fue rechazada por los profesores, diciendo que no entendían una palabra de ella4. Además, se enfrentó a la oposición de sus próximos, y en circunstancias mucho más angustiosas para el autor, tal vez en su hora más oscura (más ominosa aún que la indicada por Steiner). Señala Hannah Arendt que la reputación literaria antes adquirida por Benjamin en Alemania se había desvanecido en gran medida5. Exiliado, vivía desde 1934 de un modesto estipendio proporcionado por el Instituto de Horkheimer y Adorno. Hacia el fin de su vida, le anunció Horkheimer que probablemente lo perdería: “Oí la noticia con horror”, comentó Benjamin6. En 1935, su texto sobre París como capital del siglo XIX, hoy célebre, fue objeto de fuertes objeciones por parte de Adorno, lo que lo llevó a redimensionar su proyecto. En 1938, envió para la publicación en la revista del Instituto su ensayo sobre Baudelaire. La larga carta en que Adorno enumera las objeciones teóricas del Instituto (suyas y de Horkheimer7) es tal vez el documento más elocuente que existe respecto de la incomprensión que enfrentó el pensamiento de Benjamin, incluso entre sus más cercanos; y fue un factor muy importante en el acoso y la tristeza que sintió al fin de su vida.

Esta lectura de dos autores, Benjamin y Warburg, que no llegaron a establecer históricamente una relación, sirve para resaltar en sus obras respectivas ciertos puntos de contacto. ¿Qué había en el pensamiento de Warburg, y de Benjamin, que los volvía horripilantes entonces? ¿Qué aspectos de ese carácter horripilante se iluminarían si se leyeran relacionando un autor con el otro?8

Me remito a la sagacidad de Didi-Huberman para decir que la Nachleben propuesta por Warburg suponía una crítica del historicismo. Su hipótesis acerca del tipo específico de memoria que ésta supone modifica profundamente la comprensión de lo que es un fenómeno histórico, en cuanto transforma la idea de la tradición; no se trata ya de un fluir continuo, que va desde la fuente a la desembocadura, sino de una dialéctica de tensiones, un drama que se juega entre el curso de las aguas y sus turbulencias y remolinos. “Walter Benjamin, constatamos” —dice Didi-Huberman— “no se alejó mucho de esta manera de pensar la historicidad”9.

Tanto Benjamin como Warburg, en sus trabajos sobre las imágenes, suponen una problematización del tiempo cronológico, o, como dijo Benjamin, el tiempo que se siente pasar como “las cuentas de un rosario”, “homogéneo y vacío”10. En el caso de Warburg, la atención prestada a la supervivencia de las imágenes va en detrimento de su inclusión en una secuencia cronológica ordenada, en una continuidad histórica; va en contra de la voluntad de periodización y de esquematización que, en la historia del arte, ha llevado tradicionalmente a hablar, por ejemplo, de “fuentes” y de “influencias”. Tanto Warburg como Benjamin introducen una perturbación cronológica, una especie de doble curso del tiempo, que implica apariciones y desapariciones basadas en las coincidencias inesperadas e instantáneas entre un cierto pasado y un cierto presente. “Articular históricamente lo pasado” escribe Benjamin, “no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal como relumbra en el momento de un peligro”11.

Puede decirse que esta problematización del tiempo cronológico, intervenido por lo intempestivo, depende de un grado muy superior de intensidad, entendido como diferencia respecto del tiempo historicista homogéneo. Y en ambos casos, hay referencias que remiten a experiencias propias de religiones —y en ambos casos, religiones periclitadas para quienes las invocan, por lo que esas experiencias quedan en un terreno sumamente incierto. Para Warburg, desde el mundo de los dioses paganos, la intensidad será la del pathos, que introduce intempestivamente lo dionisíaco (“la entrega orgiástica”) en un transcurso apolíneo (“la contemplación reflexiva”12); para Benjamin, en cambio, desde la teología13 judía, este cambio cualitativo en el tiempo se produce por un relampagueo mesiánico, producto de la “fuerza mesiánica débil”, pero fuerza al fin, que permite hacer estallar el continuum de la historia. (“El presente como tiempo-ahora, en el que se han metido esparciéndose astillas del mesiánico”14). No cabe en este momento hacer justicia ni a la noción de tiempo de Warburg ni a la de Benjamin; ambas han sido objeto ya de un número abrumador de lecturas, muchas de ellas interesantes. Tampoco enumerar las diferencias específicas. Sólo cabe destacar aquí los puntos de coincidencia, esta irrupción o interrupción de una secuencia temporal producida por una intensidad en cada caso distinta, pero vinculada a una experiencia que podría llamarse epifánica. Y, entonces, la producción de una lectura “a contrapelo” de la historia15.

La clave de la oposición de quienes estaban más próximos a ambos autores no coincide en cuanto a argumentos —tácitos en el caso de Gombrich y Panofsky, explícitos en el de Adorno. No podrían coincidir, ya que se trata de mundos intelectuales muy diversos, uno el del Instituto Warburg (en Hamburgo y luego en Londres), otro el del Instituto de en Ciencias Sociales, en Nueva York, encabezado por Horkheimer y Adorno. Sin embargo, en ambos casos existe el intento de alinear un pensamiento “horripilante” a visiones más aceptables en un mundo intelectual y académico del momento, con arreglo al instrumental teórico tenido en cada caso como “correcto”; más aún, cuando ambos círculos intelectuales estaban consolidándose en un campo de oposiciones sumamente marcadas16. En ambos casos, la “intuición fundamental”, tanto de Warburg como de Benjamin, termina por ser desconocida o disminuida, y se tiende a reducir su capacidad disruptiva, reduciéndola a lo conocido y considerándola una transgresión metodológica... o, en palabras de Adorno a Benjamin, “una tendencia supersticiosa a atribuir a una mera enumeración material un poder de iluminación que en realidad sólo pertenece a la construcción teórica, no a alusiones pragmáticas”. “¿Puede acaso”, se pregunta Adorno, “semejante material esperar pacientemente una interpretación teórica sin consumirse en su propia aura?”17.

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