“Tener madera” suele ser la expresión que el poeta con más años le espeta, como un sortilegio, al poeta joven, al vate por venir. Se trata, en esencia, de un acto de fe. Acaso los años de lectura confieran al poeta viejo esa suerte de intuición: adivina en un verso, en una imagen, en una serie de poemas, el filón, la posibilidad del poeta en ciernes —siempre y cuando éste se refine con los años, la lectura y el paciente trabajo del cuidador de versos, que es como decir, el guardador de rebaños.
El jurado calificador del Premio de Poesía Joven UNAM 2019, integrado por María Baranda, Eloy Urroz y Eloy Sánchez Rosillo, resolvió de manera unánime declarar como ganador el libro La vida abierta de Valeria List, “en virtud de su logrado desarrollo de un mundo íntimo, propio y definido a partir de imágenes personales. De su aliento poético que revela conocimiento y dominio del género y por su habilidad para establecer un diálogo entre la poesía en prosa y una voz lírica de corte formal”.
Hay en este conjunto de textos un vaivén, un péndulo que va de la reflexión a la saeta, del deseo quirúrgico y directo por observar, analizar y cortar, a una voluntad espaciada que elabora movimientos lentos, parabólicos, curvos. De ahí las prosas, que son un poco fábulas, un tanto alegorías, entre feria de pueblo y pintura quietista, de ahí otros poemas derechos a su tema, incluso dando santo y seña de quien provoca su erupción. Y en todo ello la anécdota para contar lo que una es: amigas, conversaciones, oficina, baile flamenco. Una necesidad de dejar marca de lo vivido y una voluntad por operar en el nivel abstracto: ambas cosas van juntas, meciéndose desde la abertura hacia la experiencia, cambiando el sentido de lo sustantivo a lo adjetivo, y viceversa, porque así son las cosas, porque así dicen estos poemas que las cosas son.
Pedro Serrano
Valeria List
(Puebla, Puebla, 1990)
estudió letras hispánicas
en la Facultad de Filosofía
y Letras de la UNAM,
donde actualmente
cursa la maestría en
letras españolas. Trabaja
en el Departamento de
Publicaciones del IIBI-UNAM
y es cofundadora de
la agencia de servicios
editoriales Ahuehuete.
Sus poemas han aparecido
en distintas publicaciones.
Aún no vivía en esta ciudad cuando mi papá me trajo a ver la vida abierta. Era una novia asustada adentro de un bodegón viendo las frutas partidas, todas más grandes que ella, todas yendo hacia la descomposición.
Muchos años después viajé a la Sierra Gorda, donde hacia arriba y hacia abajo la vida podía ser mucho más abierta. La vegetación cambiaba radical en cada altura, los ecosistemas daban plantas brillantes al fondo y en la superficie oscuras, casi en la opacidad. Llegamos al mirador de Cuatro Palos y la niebla no dejaba ver, los magueyes ahí eran grises y el día se impregnaba en la cara. Los pájaros cantaban tan fuerte y unísono que pensamos que algo se le había roto al carro.
Un día me separé de un hombre que pensé que amaría para siempre. La desazón me hizo aprender a ver mis pensamientos. En ese momento la vida se abrió de verdad, y yo miraba mi mente como la novia asustada miraba las sandías abiertas.
Ponemos el ojo en lo que llena el engaño
pero una flecha envenenada
expande su verdad al horizonte:
lo que toca la vista está vacío.
Desmontar en ese escenario
que empiece el cuerpo
a inflarse a desprenderse a reventar
a llevarse
lo que parecía
esta vida
no la efectivamente silente
la abierta.
Darle su límite a la mente
ese ejercicio diario
ya calla tu ave del recuerdo
cállala por meses
la recetada parálisis del dolor
ofrece su pantera del descanso.
Lo que se logra es un hueco
hay que tratar de
no poner nuevas cosas ahí.
Si muriera ahora mismo
con la punta de una lasca en el pecho
¿me mirarías entonces y lo confesarías todo?
¿brotarían prismas de tu propio pecho y lo confesarías todo?
como si la herida fuera tuya
¿sangrarías diamantes rojos, confesándolo todo?
Se mueven las palmas con lentitud y responsabilidad, como si tocaran suavemente un toro. Así muestran al espectador una textura muy diferente a la que tendrían si estuvieran tocando el aire. A menos que en verdad lo tocaran, se tomaran el tiempo de sentir su textura y cuánto pesa la densidad, cuánto pesa el vacío.
La soleá es un baile de triunfo porque la soledad es una fuerza creadora: la resistencia al abandono de sí mismo ante la ausencia de los otros. El tronco apenas se sale del centro; los brazos y las piernas siempre vuelven. Así se lleva el peso de los ausentes encima al bailar. Si un pie se desplaza, se toma su tiempo. Siente la duela, el empeine va como un miembro independiente.
Un cuerpo puede pesar lo que ocho y cargarlos a todos encima. Se llevan de un lado a otro y se vuelve siempre al centro. Una mujer puede vivir encorvada por años, hasta que una bruja en un semáforo le dice que está cargando un muerto.
En la soleá se suda mucho por la contención de los movimientos lentos. Si se ha perdido a alguien es más fácil bailarla. Si ya casi no duele, si duele cada vez menos, más.
Un elefante abarcaba todo el espacio y no podía moverse
y yo tenía que cuidarlo a rastras
y a la vez mi vida dependía de él
y lo amaba
y quería matarlo cada noche
y lloraba cada mañana mi deseo.
La metáfora del cielo y las nubes
habla de la mente estable
y sus brumosos diálogos internos.
Miro carpas en un estanque
van tan rápido que parecen inasibles
pero el agua siempre se puede tocar.
La mente es el estanque
el amor acabado es el pez más grande.
El corazón que sudaba fervoroso se ha convertido en una fruta.
Los caquis están secos
y caen en las cabezas de los hombres
(no saben que están frescos por dentro).
El amor ahora es símbolo
para que no duela
para usarlo.
Ramana Maharshi tuvo una iluminación casi espontánea en una habitación de su casa después de la muerte de su padre, cuando se preguntó: ¿si no es el cuerpo, qué es el yo? Igual de rápido le pasó a Shakataura, la hija del rey de los dragones, que se iluminó apenas después de las primeras enseñanzas del Buda.
Estaba frente a un cráter pequeño y gris. En vez de lava, reposaba flujo menstrual. Nos turnamos para echarle sal porque sabíamos que eso lo haría hacer erupción. Cuando fue mi turno, no eché la suficiente porque temía que me quemara la cara. Un hombre después de mí vertió una cantidad generosa del salero, caminó hacia atrás y, unos segundos después, el volcán hizo una pequeña erupción hacia arriba. La mancha de sangre oscura voló en vez de derretirse alrededor. Se veía como un murciélago gigante y denso detenido en el cielo.
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