Javier Tapia - Mitología azteca

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La Mitología Azteca se rescata y se redescubre cada día, en cada terremoto, en cada obra del Metro, en cada gran construcción, en cada excavación del sistema de aguas, al tiempo que se mantiene viva a través del náhuatl que hablan más de un millón de mexicanos, muchos de ellos en pleno centro del país, alrededor de lo que fue la gran Tenochtitlan.En la presente obra el lector podrá descubrir sus mitos y sus leyendas, y ver con nuevos ojos y más amplias perspectivas, su verdadera esencia: lo que permanece en el contenido a pesar de los aparentes cambios del continente, y rescatar así un conocimiento primordial que escapa de los sincretismos del tiempo, de las manipulaciones inconscientes del hoyismo, y, sobre todo, de los intereses y de las creencias eclesiásticas y eurocéntricas.Una lengua propia otorga identidad y conocimiento, independencia y albedrío, por lo que la lengua Náhuatl ha sido el vehículo del ser y el estar milenario de una tierra prodigiosa, paradójica y contradictoria, y, sin embargo, alegre, cálida y pujante, como sus leyendas, como sus mitos, como sus historias.

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Contaban con jueces que dirimían los conflictos, siendo los mismos jueces los que tenían una mayor obligación de buen comportamiento.

La esclavitud no era una pena eterna, ni siquiera para los esclavos obtenidos en las batallas, ya que tenían la posibilidad de integrarse a la sociedad que los retenía. Había esclavos por deudas, que dejaban de serlo una vez que las satisfacían.

Los castigos eran duros para niños y adultos. El fraude, el robo y la prevaricación se penaban con la muerte en el caso de los adultos, y con crueles y dolorosos castigos para los más jóvenes.

Ser sacrificado a uno u otro dios era un honor, y por ello no cualquiera reunía los requisitos para ser sacrificado, ya que incluso los capturados en las guerras floridas o en otras batallas, tenían que ser jóvenes y estar en buen estado; no cualquier corazón ni cualquier sangre era grata para los dioses, por tanto la gente vieja o enferma no servía para el sacrificio divino, si bien sí podían hacerse cortes en cualquier parte del cuerpo para cumplir con sus obligaciones religiosas, como invocar a la lluvia o fertilizar la tierra.

La comunidad estaba por encima del individuo, tanto, que cada oficio, calpuli o familia extensa tenía su propia asociación civil capaz de presionar otros estratos normalmente más poderosos o más elevados.

Quizá no era el Paraíso Terrenal que creyeron encontrar los primeros monjes franciscanos que llegaron al Anáhuac, pero nadie sufría las inclemencias, miserias y enfermedades que padecían los europeos.

El urbanismo, el tratamiento de desechos y aguas, el tráfico y distribución de personas, siembras y mercaderías, el orden, la paz y, sobre todo, la limpieza con la que contaba Tenochtitlan a la llegada de Cortés y sus tropas, no la habían visto en Europa, y mucho menos en España, desde los tiempos de la mítica Atenas.

Para los mexicas (Huitzilopochtli), el Colibrí Adolescente, y no zurdo, era su señor de nuestra carne principal, hijo de la señora de la Falda de Serpientes (Coatlicue), pero no para todos los pueblos nahua, que ponderaban a cualquiera de las setenta y dos entidades celestiales que regían su cosmovisión, y que daban pie a su forma de organización y a las decisiones que se tomaban con respecto al crecimiento, las leyes, la guerra, la economía, las fiestas, el calendario, los sacrificios, el ocio, etcétera, etcétera, dando ejemplo de comportamiento desde la cúpula hasta las bases sociales.

Por tanto, no es de extrañar que tras la conquista religiosa los pueblos del Anáhuac tomaran una dirección bien distinta a la que los había hecho grandes, ya que, en cierta manera, la devoción sigue marcando la ruta de su organización política, marcada ahora por la sumisión y la coacción moral o espiritual de creer a ciegas o ser arrojados del Paraíso en que vivían para ir al terrible Infierno tras la muerte. Actualmente la piedra de los sacrificios, los desollamientos o los linchamientos y otras costumbres religiosas ya no se dan en el Templo (Pantli), con el fin de contentar a los dioses, hacer llover o detener la tormenta, que el sol no dejara de aparecer cada amanecer o fertilizar la tierra para que la semilla brotara en renovado renacimiento, sino para pedir milagros y poder trasgredir las leyes a gusto, porque con una simple confesión se borran las malas acciones, algo muy ad hoc con la política, las leyes y el comercio, con lo que en este aspecto los cambios fueron de más corrupción y menos sangre, pero sí igualmente perversos, jerárquicos y asimétricos, y, por tanto, nada transversales, en franca mezcla con las malas costumbres hispanas.

No sabemos qué rumbo, evolución y desarrollo social hubiera tenido la cultura nahua si no se hubiera dado la conquista, pero nadie puede robarnos nuestro derecho a la utopía de pensar que es recuperable y mejorable, y capaz de evolucionar hacia una organización comunitaria, libre y transversal, gracias o a pesar de su propia Mitología Azteca.

En fin, nada qué ver con las fabulosas novelas de Gary Jennings, Azteca, mucho menos con El dios de la lluvia llora sobre México, de Lazlo Passuth, ni con tantos otros libros de texto y de historia que en el mundo han sido, muchos de ellos hechos con la mejor de las intenciones, y valiosos porque nos permiten comparar y hacernos una idea más clara de la realidad, gracias a que las leyendas oficiales se sobreponen a las leyendas tradicionales, manteniéndolas vivas en su empeño por borrarlas. Bendita paradoja.

I: Cosmovisión. El poder de la palabra

Tlasojcamati maseuali,

xipano ina cali Tlaltipak,

nikan mochi nikpiali.

(Gracias gente,

pasen a su casa, la Tierra,

aquí de todo tendrán).

La cultura nahua, que pasó por los olmecas, los toltecas y las siete tribus chichimecas, entre otras muchas, no se conoció como mexica hasta que un ciuacoatl, Tlacaélel, que sirvió como consejero al menos a dos tlatoanis, Moctezuma Primero y Ahuízotl, introdujo el término para denominar a los habitantes nacidos y criados en Tenochtitlan. El término azteca, debido a la leyenda de los míticos pobladores de Aztlán, no se acuñó hasta el siglo XIX en el rescate del prehispanismo por estudiosos e investigadores extranjeros.

En otras palabras, nahuas son todos los que hablan nahua desde el Yukón hasta Nicaragua; mexicas o mexicanos los pueblos nahuas que cayeron en la conquista, porque así los llamaron los conquistadores; y aztecas todos los mexicanos a partir del siglo XIX según el conocimiento popular, mientras que los habitantes de Tenochtitlan se llamaban a sí mismos tenochcas independientemente de dónde hubieran nacido.

Tenochtitlan era una urbe cosmopolita, con calpullis o barrios donde convivían mixtecos y huastecos, tlahuicas y tepanecos, dedicados cada uno a sus habilidades y labores particulares.

Por supuesto, había tenochcas viejos, de varias generaciones nacidas y criadas en la maravillosa ciudad, que generalmente ocupaban los altos cargos, pero también había tamames (cargadores, correos y porteadores) y pochtecas (comerciantes e informadores), que a menudo se mezclaban con gente de poblaciones lejanas y llevaban sangre nueva a la gran Tenochtitlan, atrayendo nuevas culturas y leyendas, y expandiendo la fuerza vehicular de la lengua nahua por el Semanauac entero.

La toponimia, o los nombres de los pueblos de la actualidad mexicana, es nahua, a los que se les ha añadido nombres de héroes o de santos para españolizarlas, pero siguen siendo nahua: el lugar de un solo sonido, el extenso territorio donde se habla nahua, el Semanauac, o, como lo escriben algunos, Cemanauac aunque en México nadie pronuncie la “c”.

Hay que señalar, además, que no fueron los tenochcas, aztecas ni mexicas los primeros en extender la lengua nahua por el continente, sino los toltecas, cuya influencia es innegable tanto en el norte como en el sur del país. Quizá los olmecas también sembraron su propia semilla, porque sus jaguares inundan el continente, pero no se tienen más datos de su influencia.

Lo que sí hicieron los tenochcas, fue absorber los conocimientos de las culturas que estaban bajo su dominio, y expandir aún más su lengua, junto con sus creencias, mitos y leyendas, fortaleciendo lo que los toltecas, siglos atrás, habían comenzado.

Por tanto, no es nada extraño observar que su cosmogonía, su Mitología Azteca, este plagada de diversos mitos, y sea variopinta en sus orígenes, e incluso que algunas de sus leyendas hayan sufrido ciertos cambios y acomodos al estilo de la mitología judeocristiana, impregnada a su vez por las mitologías griega y egipcia.

Cómo nació Semanauac, o el mundo entero

Los ueuetloni, viejos sabios, cuentan que nadie sabe lo que había antes ni más allá del décimo cielo. Si hay algo o no hay nada, nadie lo sabe, ni siquiera los dioses más elevados.

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