Es interesante mencionar, en este contexto, a Lutero, monje agustino que encabezó la Reforma que terminó dividiendo a la Iglesia hasta nuestros días.
Lutero lleva la acentuación agustiniana a un extremo heterodoxo, alejándose así de la doctrina católica. Su visión ejerce una gran influencia en el ámbito cultural de Occidente, lo cual también se hace sentir en el ámbito católico.
Lutero afirmaba que la naturaleza humana está corrompida; que es como un montón de mugre encima del cual cae la nieve -la gracia-, cubriéndolo todo: Dios, gratuitamente, perdona al hombre su pecado, pero la gracia no lo transforma interiormente.
El pesimismo respecto a la naturaleza herida por el pecado lleva a Lutero a no poder concebir que el hombre pueda merecer y cooperar activamente en la redención. Él sigue siendo un pecador, solo que Dios no le imputa su pecado. La Palabra de Dios y la fe pasan a ser su única fuente de vida.
Esta posición lleva a Lutero a negar toda interacción entre Dios y los hombres. Niega así el sacerdocio, los sacramentos, entre ellos especialmente la eucaristía; la función de María en la redención, el Papado, la Iglesia institucional, etc. Dios es, como se llegó a afirmar posteriormente, “el enteramente diverso” al hombre. Por eso, a este último no se le ve como imagen ni camino para conocer y amar a Dios.
De esta forma, Lutero y la Reforma impulsada por él, llevan a un extremo heterodoxo lo que san Agustín había acentuado, pero nunca absolutizado.
Se debe mencionar también la influencia que ejerció entre los católicos, especialmente en los siglos XVIII y XIX, el jansenismo, corriente cercana al calvinismo por su doctrina de la gracia y de la predestinación. El jansenismo, como un movimiento puritano, enfatiza el pecado original, marcando un acentuado moralismo rigorista.
Más allá de estas tendencias, que se sitúan claramente fuera de la doctrina cristiana, la acentuación agustiniana desequilibraba la relación entre naturaleza y gracia, sin considerar que la naturaleza, si bien está herida, no por ello está corrompida.
El P. Kentenich, apoyándose en la doctrina de la armonía de la naturaleza y la gracia, enseñada por santo Tomás de Aquino, -doctrina que explicaremos más adelante- aporta una espiritualidad en que es posible la santidad en medio del mundo. Y afirma que el Dios que nos creó, es el mismo que nos redime y regala la sanación a nuestra naturaleza herida por el pecado.
Tener esto presente nos permite comprender mejor y cabalmente el aporte kentenijiano, que significa un gran cambio de acentuación en la vida espiritual y en la pedagogía pastoral
2.Un extraordinario cambio cultural
2.1. Una época marcadamente antropocéntrica
Tratamos de comprender a cabalidad la afirmación que el P. Kentenich hiciera en 1929: “a la sombra del santuario se codecidirán esencialmente los destinos de la Iglesia y del mundo”.
Afirmamos que podemos comprender esta sentencia en su profundidad y amplitud en la medida en que tengamos presente la acentuación kentenijiana, que trae un nuevo tipo de espiritualidad, diverso al que reinaba durante siglos al interior de la Iglesia.
Por otra parte, comprendemos esa afirmación del fundador de Schoenstatt teniendo en cuenta el extraordinario cambio cultural que se inició el siglo XIV y marcó el Renacimiento (siglo XV-XVI), período en que se producen: el fin de la época feudal y el fortalecimiento de la autoridad real en Europa, el fuerte avance del islam, el desarrollo sistemático de nuevas técnicas de navegación, los descubrimientos geográficos, la conquista de América y las colonizaciones en África, India y Asia.
Esa época de cambios anuncia el proceso del paso de una era teocéntrica, (centrada en Dios), a una era antropocéntrica, (centrada en el hombre). El Renacimiento abre la puerta al humanismo, a la importancia y al valor de todo lo humano, para desembocar en la Ilustración del siglo XVII y el Racionalismo del siglo XVIII.
En el ámbito del pensamiento, el filósofo René Descartes (1596 -1650) marca un hito en este proceso, fomentando el pensar racionalista, liberal, positivista y laicista, desligado de la fe. Es el reinado de la “diosa razón”, que no necesita ser normado ni avalado por la religión.
Estas corrientes de pensamiento empiezan a desarrollar una nueva mentalidad: el laicismo y el racionalismo, los cuales van tomando diversas formas, tales como la masonería y otras ideologías.
La Revolución Francesa, (siglo XVIII), proclama la consigna: “libertad, igualdad y fraternidad”, decapitando al rey, real y simbólicamente, e instaurando la democracia, fundamento de las repúblicas en Europa y América.
Por otra parte, al alero de este pensar, se genera, cada vez con mayor fuerza, el progreso científico y muy especialmente el extraordinario progreso técnico, marcado, hacia fines del siglo XVIII, por el invento de la máquina a vapor, primer gran paso que dará impulso a la Revolución Industrial, que florecerá en el siglo XIX.
De este modo, con el paso del tiempo, la espiritualidad centrada en el más allá se ve enfrentada a un mundo que empodera cada vez más al hombre, afirmando su autonomía y la toma de conciencia de su poder. Así va desapareciendo la cristiandad e instaurándose una cultura que desplaza al Dios vivo y a la Iglesia.
El mundo del progreso científico y luego el extraordinario desarrollo generado por la Revolución Industrial, sucederán, en gran parte, sin que los católicos, especialmente los laicos, estén presentes.
Se produce así un cambio de eje: el hombre, lo humano, la tierra, lo que pasa aquí, comienzan a ser más y más importantes, generando lo que el P. Kentenich denomina el “progresivo abandono de la Casa del Padre”.
Por otra parte, el desarrollo tecnológico e industrial ya descrito va acompañado del surgimiento del proletariado, que genera una realidad laboral y socio-cultural marcada por un desequilibrio entre los trabajadores de las industrias y los empresarios, dueños del dinero y el poder.
Estos hechos trajeron consigo enormes injusticias sociales, las cuales, en un primer momento, no suscitan una clara respuesta por parte de la Iglesia.
En el siglo XIX las masas proletarias expresan la necesidad de un cambio social profundo. En este contexto, comienza a tomar cuerpo la visión y propuesta de Carlos Marx, quien, para acabar con la injusticia social, propone la lucha de clases para derrocar al capitalismo y salir al encuentro de las masas trabajadoras.
Marx ve a la Iglesia como aliada de los capitalistas; de allí su afirmación “la religión es el opio del pueblo”.
A comienzos del siglo XX, Lenin y luego Stalin serán quienes llevarán a cabo la revolución del pueblo instaurando en Rusia el poder bolchevique.
El marxismo adopta con fuerza un “ateísmo militante”, que busca acabar con toda influencia que provenga de la Iglesia, porque se la ve como aliada de los capitalistas y de aquellos que, por el poder y el dinero, abusan del proletariado.
Esta etapa histórica y la expansión del marxismo en su acepción política y económica, después de una exitosa propagación, llegan a su fin en las postrimerías del siglo XX.
Tras la caída del imperio marxista, esta mentalidad se expresa no ya en un ateísmo militante, sino en una ausencia de Dios quien ya no es importante. Si alguien quiere creer, puede hacerlo, pero su fe no cambia el mundo. Este es modificado por la ciencia y tecnología, la política, las comunicaciones, el dinero, la fuerza de las armas, las dictaduras de derecha o de izquierda.
El proceso de la “huida de la Casa del Padre” continúa con fuerza. Se llega así a una ausencia práctica del Dios vivo en la sociedad; a una indiferencia frente a Dios: si alguien quiere creer, puede hacerlo, pero para la sociedad, “los negocios son los negocios”.
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