Mark Gimenez - Ausencia de culpa

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Una nueva intriga del maestro del
thriller legal. Omar al Mustafá es uno de los hombres más peligrosos de Dallas, un carismático imán famoso por sus violentos discursos en contra de Estados Unidos en televisión e internet. Cuando el FBI descubre que el Estado Islámico tiene planeado detonar una bomba durante la Super Bowl, el partido de fútbol americano más importante del año, detienen a Mustafá. Pero hay un gran problema: no hay ninguna prueba en su contra. El recién nombrado juez A. Scott Fenney tiene una tarea muy importante entre manos: averiguar quién es el verdadero culpable y evitar una masacre en tan solo tres semanas. 
"Gimenez ha tomado el relevo de Grisham… Su trabajo es más rápido y fresco y sus personajes son más sólidos." Daily Mail"Emocionante, de lo mejor que ha escrito Gimenez." The Times"La escritura de Gimenez es explosiva, trepidante y llena de giros inesperados que te mantienen en vilo hasta la última página." Houston Press

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Carlos dio un salto.

—¿Tienes entradas? ¿Para el campeonato?

—Me las ha dado Dan.

—¿Qué quería a cambio? —preguntó Bobby.

—Nada.

—Sería la primera vez.

—¿Todos queréis venir al partido?

Todos querían.

—Empieza a las tres. Nos veremos en casa al mediodía. Iremos juntos en coche. Solo tengo un billete de aparcamiento.

—Yo voy de copiloto —dijo Carlos, pero cuando miró a Louis, supo que no sería él quien fuera en el asiento del copiloto el domingo.

—¿Y cómo fue la comida de hoy? —preguntó Bobby.

—Frank Turner me presentó.

—¿En serio? ¿Qué contó?

—Les hizo a los abogados un resumen de mi vida. Me dejó la hostia de deprimido.

—¿Mencionó los juicios?

—Sí.

Bobby suspiró.

—¡Qué tiempos aquellos!

Tras un momento de silencio en el que reflexionaron sobre los viejos y buenos tiempos, Scott dijo:

—¿Qué tenemos en la lista de casos para el lunes?

—¿Algún juicio por asesinato? —inquirió Carlos.

—Ya te gustaría —dijo Bobby.

Su semana empezaba los lunes a las nueve de la mañana, con una reunión de personal, y acababa los viernes a las cuatro de la tarde de la misma manera. Terminaban casos antiguos, trabajaban en los actuales y asignaban los responsables de los nuevos. Los casos se multiplicaban sin piedad. Bobby echó un vistazo a la lista.

—Un chiflado ha demandado a los federales para que publiquen todos los documentos sobre el asesinato de Kennedy. Está convencido de que están ocultando un asesinato de la CIA.

—¿De Kennedy?

—Sí.

—La CIA no mató a Kennedy —dijo Louis—. Lo hizo Oswald.

—¿Quién es Oswald? —preguntó Carlos.

Esta vez todos lo miraron.

—¿No sabes quién es Lee Harvey Oswald? —dijo Bobby.

—¿Debería?

—Se le atribuyó el asesinato del presidente Kennedy.

—¿Lo condenaron?

—Lo mataron.

—¿Lo mató el verdadero asesino para encubrirse?

—No, el dueño de un club de striptease llamado Jack Ruby.

—¿El que en realidad mató a Kennedy?

—No. Solo era un pirado.

—Entonces, ¿quién mató a Kennedy?

—Esa es la pregunta —respondió Bobby.

—¿Y cuál es la respuesta?

—Este pirado cree que fue la CIA.

—Bueno, sería un caso interesante —afirmó Carlos.

—Pero no es nuestro. Está asignado al juez Jackson. El gobierno solicitó una moción de desestimación.

—¿Qué más? —dijo Scott.

Bobby volvió a hojear los casos.

—Un grupo de activistas negros también ha demandado al FBI. Alegan que el gobierno federal se ha sacado de la manga condenas discriminatorias por posesión de crack y cocaína con las que ha encarcelado a jóvenes negros. Según los activistas, el objetivo era disminuir la población negra. Dicen que ha funcionado. Y ahora la población latina ha superado a la población negra y está disfrutando del poder político que deberían tener los negros.

—Es verdad —dijo Louis—. Todos los pandilleros con los que crecí están ahora en la cárcel por culpa del crack. Cuando un chico blanco del norte de Dallas esnifaba cocaína, le daban la libertad condicional. Pero si los chicos negros del sur de Dallas fumaban crack, les caían veinte años. No es que haigan… —Miró a Karen e hizo una mueca—. No es que haya muchos bebés en el sur de Dallas.

Karen le ofreció una sonrisa de aprobación.

—Pero la Corte Suprema dijo que es discriminatorio condenar de un modo tan dispar la tenencia de crack y cocaína —dijo Scott.

—Ha presentado una demanda por los últimos veinte años —dijo Bobby—. La desestimarán.

—¿Pudría leer el informe? —dijo Louis.

—Podría leer el informe —corrigió Karen.

Bobby la miró confundido y preguntó:

—¿Por qué quieres leer el informe?

—No quiero. Estaba corrigiendo la gramática de Louis.

—¿Podría leer el informe? —dijo Louis. Bobby se volvió hacia él.

—No.

—¿Por qué no?

—Tampoco es nuestro caso. Se lo han asignado al juez Porter.

—¿Qué más? —preguntó Scott.

—La orden ejecutiva del presidente. Exige al ministro de seguridad que deje de deportar mexicanos que residan aquí ilegalmente si no tienen antecedentes penales.

—Eso me excluye —comentó Carlos.

—Básicamente, garantiza la amnistía a doce millones de inmigrantes ilegales. —Bobby se encogió de hombros—. Se acercan las elecciones. Veintiséis estados lo han demandado. Sostienen que el decreto ejecutivo es inconstitucional y que tendrán que incurrir en miles de millones de gastos adicionales en educación, asistencia sanitaria y cuerpos de seguridad. El demandante principal es el estado de Texas.

—Es un caso difícil —dijo Karen—. Decida lo que decida la jueza, la mitad de los estadounidenses van a odiarla.

Solo había una jueza federal en el distrito.

—¿Garza tiene el caso?

—Sí —respondió Karen—. Hablé con su recepcionista. Está recibiendo bastantes palos de los activistas latinos.

—No la envidio —comentó Scott—. Tomar decisiones difíciles ya es bastante duro como para que encima tu propia gente te presione.

—A eso se le llama ser juez federal —dijo Bobby.

—Cierto.

—Entonces ¿no tenemos ningún de esos casos? —preguntó Carlos.

Carlos no daba clases de gramática con Karen.

—No —respondió Bobby. Carlos refunfuñó.

—Los jueces veteranos cogen todos los casos buenos y nosotros solo tenemos mociones, mociones, mociones… Estoy harto.

—Déjame reformular la pregunta —dijo Scott—. ¿Qué tenemos en nuestra lista?

—Mociones.

Esta vez refunfuñaron todos. Las mociones —peticiones para posponer un juicio, desestimar un caso u obligar a alguien a presentar pruebas, entre otros requerimientos— inundaban la corte federal de papeles y dejaban a los jueces inmersos en un combate de boxeo; pero en lugar de lanzarse puñetazos unos a otros, los abogados se sacudían mociones. Bobby hojeó las páginas.

—Moción para prorrogar… Moción para desestimar… Moción por requerimiento… Moción por juicio sumario… Respuesta a moción por juicio sumario… Respuesta a respuesta de moción por juicio sumario… Moción de apremio…

—¿Otra disputa por un descubrimiento de pruebas?

—Eso me temo. Parece que el abogado defensor, Sid Greenberg, quizá lo recuerdas, hizo la petición de descubrimiento de pruebas para el demandante.

Sid Greenberg estuvo a cargo de Scott en Ford Stevens. Scott le había enseñado todo lo que sabía.

—Trescientos mil documentos.

—¿Y el único documento que puede causar daños está escondido en alguna parte, si es que el demandante puede encontrarlo? —dijo Scott.

—Sí. —Bobby miró la lista de casos y dijo—: Me pregunto quién le enseñó a Sid ese pequeño truco.

Scott sacudió la cabeza.

—Dios, fui un abogado muy sucio.

—Fuiste un abogado rico.

—Eso es lo que he dicho.

—¿Qué nos decías siempre? —preguntó Karen. Ella también había sido socia de Scott en Ford Stevens—. Si quieres elegir el azar, vete a Las Vegas. Si quieres tener la oportunidad de hacerte asquerosamente rico a los cuarenta, trabaja en Ford Stevens.

Louis y Carlos se echaron a reír.

—Es una buena cita, juez —comentó Carlos.

—Tienes cuarenta años y no eres rico —dijo Bobby—. Supongo que deberías haberte ido a Las Vegas.

Más risas.

—Bobby, dile a Sid que olvide todo lo que le enseñé. Y luego dile que sancionaré a su cliente por cada hora facturable que pierdan los abogados del demandante al revisar esos documentos. Así quizás quiera pensar mejor lo que sea que pretenda con el descubrimiento de pruebas.

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