—¿Has hecho las paces contigo mismo?
—Sí.
—Si alguna vez cambias de opinión, ya sabes cuál es mi número.
—¿Despacho propio?
—Salario. Un millón al año. Tu nombre en la puerta.
—Es bueno tener opciones.
Lo que para la mayoría de gente era un dilema moral —tener éxito en lugar de hacer el bien— era una simple cuestión financiera para un profesional del derecho. Su nombramiento como juez federal era de por vida, pero siempre podía cambiar de opinión. Siempre podía elegir el dinero.
—La oferta se mantiene. Lo único que tienes que hacer es decir que sí.
—Lo tendré en cuenta.
—Hazlo.
Dan Ford lo miro de un modo paternal, con una expresión de preocupación por el hijo pródigo. Lo cual le recordó algo a Scott:
—Siento lo de tu hijo, Dan.
Su hijo había muerto de sida después de la última vez que se vieron.
—Tú eras más como un hijo para mí que él. Pero él tenía mi sangre. Espero que esté en un lugar mejor. —Desvió la mirada un momento y añadió—: ¿Y Rebecca? ¿Está en un lugar mejor?
—Mejor que la cárcel.
—¿Dónde?
—En algún lugar con un hombre.
Dan soltó un gruñido.
—Las exmujeres son así. Pero ese juicio fue una pasada. Muy entretenido.
—Me alegra que lo disfrutaras.
—Estaba seguro de que era culpable.
—Yo también.
—¿Has encontrado una sustituta?
—¿Cómo clienta?
—Como esposa.
—No existen las páginas de citas para jueces federales.
—Supongo que eso es un problema. Como salir con un inspector de hacienda.
Dan sonrió con desgana y metió la mano en el bolsillo de su abrigo. Sacó unas entradas que tenían grabada en relieve una estrella plateada bastante familiar. Le dio las entradas a Scott.
—Lleva a las chicas al partido de los Cowboys este domingo.
Scott cogió las entradas. Se puso las gafas —tenía hipermetropía— y retrocedió al ver el precio.
—Dan, estas entradas cuestan trescientos cuarenta dólares. Y el billete de aparcamiento setenta y cinco. Ocho entradas…, ¿cuánto es eso? ¡Casi tres mil dólares! No puedo aceptarlas.
Dan desestimó sus inquietudes morales con un ademán de la mano, como hacía a menudo cuando trabajaban juntos en el bufete.
—Son los asientos baratos. Le di el palco al gobernador. Joder, no te estoy sobornando. Ya has sentenciado a mi cliente con pena de cárcel. De un padre a otro, Scotty. Yo habría llevado a mi hijo a los partidos. A cenar. A cualquier parte. Debería haber pasado tanto tiempo con él como con los directores ejecutivos de las empresas que represento. Ahora que no está, no me quedan más que remordimientos. No te lo recomiendo. —Hizo una pausa, tomó aire y exhaló—. Lleva a tus chicas al partido. Y búscales una madre.
Dan Ford miró fijamente a su antiguo pupilo y sentenció:
—Scotty, un hombre no puede criar mujeres.
El bufete de abogados Ford Stevens tenía una cafetería mucho más fina que todo lo que pudiera ofrecer Starbucks, aunque el camarero servía café de Starbucks. Latte, espresso, cappuccino… cualquier cosa que calmara la adicción a la cafeína de los abogados y mantuviese su mente despierta y a la altura hasta altas horas de la noche. En cambio, el edificio federal Earle Cabell se conformaba con una sala de personal que incluía una máquina expendedora y el café a granel más barato del mismo proveedor que llevaba los almuerzos a las escuelas públicas, es decir: un contratista del gobierno que había hecho la oferta más baja.
Eran las cuatro de la tarde del viernes. El juez A. Scott Fenney estaba sentado en su despacho, con los pies encima del escritorio. Bebía una taza de café barato con una dosis nada saludable de nata, comía caramelos de mantequilla con sal, y preparaba la semana próxima con su personal. Un juez federal necesitaba gente en quien confiar, y él la tenía: Bobby Herrin, su juez magistrado, estaba sentado frente a él; Karen Douglas, que era su abogada asistente, *secretaria del juzgado, coordinadora de la lista de casos y madre de alquiler de sus hijas, estaba junto a Bobby. Completaban el equipo Carlos Hernández, un exdelincuente de treinta años (nunca condenado) que hacía de asistente legal y traductor de español y estaba sentado en el sofá del fondo, y Louis Wright, su alguacil, un estudiante de treinta y dos años, dos metros de altura y ciento cincuenta kilos, que estaba al lado de Carlos. Parecían dos fanáticos del béisbol sentados en las gradas más alejadas del campo. Bobby y Karen estaban casados; Louis y Carlos podrían haberlo estado, a juzgar por la forma en la que discutían por todo.
—Voy a quitar a Romo de mi equipo de fútbol Fantasy cuando acabe la temporada —dijo Carlos a Louis—. ¿Me lo cambias?
—¿Por cuálo? —preguntó Louis.
—Cuál —corrigió Karen.
Karen también hacía de profesora particular de gramática y literatura de Louis. Ese año se enfrentaban a Shakespeare.
—¿En qué equipo juega? —dijo Carlos.
—¿Quién? —preguntó Louis.
—Cuál. El jugador que ha dicho la señora Douglas.
—Eso no es… —Miró a Karen—. Eso no es un jugador. Es un pronombre.
—Correcto, Louis —dijo Karen—. Un pronombre interrogativo. En este caso, acompañado de una preposición. Por sería la preposición, y cuál el pronombre.
Carlos miró a Karen, luego a Louis y de nuevo a Karen totalmente confundido.
—¿De qué coño está hablando? ¿Quieres a Romo o no?
—No.
—¿Cuálo quieres?
Louis miró a Karen arqueando las cejas, como si estuviera preguntando «¿Lo ha dicho bien?» Karen negó con la cabeza. Louis se volvió hacia Carlos:
—Cuál.
—Aclárate. Pensaba que no querías a Cuál.
—Y no lo quiero. ¿Y por qué quitas a Romo? Ganará los siguientes dos partidos. Los Cowboys juegan en la Super Bowl.
—Entonces deberías quererlo tú.
—Yo quiero a Joe Namath. Cuando era joven.
—¿Quién es Joe Namath?
Bobby se giró en el asiento para mirar a Carlos.
—¿No sabes quién es Joe Namath? ¿O era?
—No.
—¿Broadway Joe?
—No.
—¿Dónde coño has estado toda tu vida?
—En México.
Bobby soltó un gruñido. Scott cogió otro caramelo del cuenco que Karen estaba rellenando. A punto de metérselo en la boca visualizó a Louis y lanzó el caramelo al otro lado del despacho. Louis completó el pase y Scott levantó las manos como si hubiera hecho un touchdown; después volvió a meter la mano en el cuenco. Había sido una semana larga.
—¿Estás bien? —preguntó Bobby.
—Unos cuantos caramelos más y lo estaré.
—¿Después de la sentencia?
—¡Jum! —Scott observó el dulce y volvió a dejarlo en el cuenco—. Es difícil mandar a un hombre a la cárcel. Y es aún más difícil cuando ese hombre solo es un niño.
—Tal vez se haga un hombre en la cárcel, como dijiste.
—Tal vez.
El despacho forrado de madera, el salario de por vida, la seguridad financiera, el seguro dental… todo a cambio de un alto precio. Debía sentarse a juzgar las vidas de otras personas. ¿Cómo le iría a él si juzgaran su vida? Si juzgaran su carrera como abogado. Durante once años había sido un gran abogado y un hombre detestable; en los últimos cuatro había procurado dar un vuelco a su vida. Al contrario que Denny Macklin, tenía que intentarlo fuera de la prisión. La atmósfera del despacho se tornó sombría, así que Bobby cambió de tema.
—¿Qué quería Dan Ford?
—¡Ah, es verdad! —Scott sacó las entradas—. ¿Quién quiere ir al partido de los Cowboys el domingo?
Читать дальше