Mark Gimenez - Ausencia de culpa

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Una nueva intriga del maestro del
thriller legal. Omar al Mustafá es uno de los hombres más peligrosos de Dallas, un carismático imán famoso por sus violentos discursos en contra de Estados Unidos en televisión e internet. Cuando el FBI descubre que el Estado Islámico tiene planeado detonar una bomba durante la Super Bowl, el partido de fútbol americano más importante del año, detienen a Mustafá. Pero hay un gran problema: no hay ninguna prueba en su contra. El recién nombrado juez A. Scott Fenney tiene una tarea muy importante entre manos: averiguar quién es el verdadero culpable y evitar una masacre en tan solo tres semanas. 
"Gimenez ha tomado el relevo de Grisham… Su trabajo es más rápido y fresco y sus personajes son más sólidos." Daily Mail"Emocionante, de lo mejor que ha escrito Gimenez." The Times"La escritura de Gimenez es explosiva, trepidante y llena de giros inesperados que te mantienen en vilo hasta la última página." Houston Press

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Si los arcos fallaban y el estadio cayese.

Aabdar volvió a dirigir su vista hacia el estadio a través de las ventanas. Su mente representó una escena que parecía tan real como si fuera un testigo directo: una bomba gigantesca explota en el primer piso, donde se juntan los arcos con los soportes de cemento… los arcos se desploman… el techo abovedado se descuelga… y cae… toda la estructura colapsa… el estadio se derrumba… cien mil personas mueren. La explosión ha cavado también las tumbas; el campo de juego se hunde cinco pisos por debajo del nivel del suelo. Los espectadores descansarían allí por toda la eternidad, como los pasajeros del USS Arizona de Pearl Harbor, víctimas de otro ataque sorpresa que Estados Unidos no había previsto. Pero antes de que su mente pudiera asimilar la pérdida de las vidas que acarrearía un ataque terrorista semejante, la puerta de su apartamento salió volando por los aires. Las dos últimas visiones que tuvo Aabdar Haddad en su vida fueron el estadio de los Cowboys aún en pie y su sangre y su cerebro salpicando los planos arquitectónicos.

Capítulo 1

Sábado, 16 de enero

Veintidós días antes de la Super Bowl

—Conocí al honorable A. Scott Fenney cuando aún no era tan honorable.

El público, compuesto por abogados, rio entre dientes.

—Cuando pertenecíamos a la misma fraternidad de la Universidad Metodista del Sur y todavía era Scotty Fenney, el número veintidós, el que marcaba tantos cuando jugábamos al fútbol los sábados por la tarde, y también con las chicas de la hermandad los sábados por la noche.

Esta vez los abogados se rieron con ganas. La típica presentación del orador invitado a las comidas de Educación Jurídica Continua que se celebraban cada viernes consistía en una lectura de los hitos más destacados de su carrera: el mejor de la clase de la Facultad de Derecho, redactor jefe del boletín jurídico, socio de un importante bufete de abogados de Dallas, ganador de los principales casos comerciales para clientes corporativos, ese tipo de cosas. Pero el hombre que estaba haciendo la presentación, Franklin Turner, conocido abogado demandante, siempre se había salido de lo corriente, dentro y fuera de un juzgado. Scott se preparó para lo peor.

—Que veinte años más tarde esté aquí sentado como juez federal es algo que nunca imaginé. Habría apostado a que sería actor —tenía el físico— o quizás una estrella de la Liga Nacional de Fútbol convertido en locutor —se me daba bien el fútbol—. Pero una operación de rodilla se llevó esa carrera.

Dos operaciones de rodilla.

—Así que fue a la Facultad de Derecho. Todos fuimos a la Facultad de Derecho. Joder, no teníamos opción: ninguno de nosotros era lo bastante listo como para ir a la Facultad de Medicina.

Más risas de los otros abogados que tampoco eran lo suficientemente listos como para entrar en la Facultad de Medicina. Por eso, para contar con una Licencia de Abogacía respetable, tenían que hacer quince horas de créditos de EJC cada año, incluyendo tres horas de ética, lo que para ellos era tan agradable como comerse el brócoli que Scott había dejado intacto en el plato. Durante esa comida lograrían una hora de créditos de ética escuchando el tema del día: la profesionalidad en el tribunal federal.

—Scotty y yo nos graduamos a la vez. Bueno, yo me gradué. Scotty se graduó como el número uno de nuestra clase. Hay una gran diferencia, como bien sabemos. Me contrataron en el despacho del fiscal del distrito. En ese momento no sabía que el derecho penal no da para vivir; joder, mandé a dos asesinos al corredor de la muerte y lo único que conseguí fue una palmadita en la espalda, así que cambié a lesiones personales, y Scotty empezó a trabajar con Ford Stevens. Se convirtió en socio en un tiempo récord. Representaba a clientes ricos y famosos, se casó con miss Universidad Metodista del Sur, se mudó a una mansión de Highland Park, se compró un Ferrari rojo…

Frank sonrió y sacudió la cabeza.

—Veía a Scotty recorrer el pueblo a toda leche en ese cohete rojo. Aquel coche era la leche. Scotty era un abogado de la hostia y ganaba un montón de dinero…, pero no tanto como yo, porque para entonces ya estaba demandando a vuestros clientes por daños tóxicos, pero él se estaba sacando un montón de billetes. Lo cual quiere decir que tenía una vida perfecta.

Su sonrisa empezó a desvanecerse.

—Pero entonces la vida de Scotty cambió. Esas cosas pasan, ¿verdad? ¿Cuántos abogados conocemos cuyas vidas han cambiado por un golpe de mala suerte? Por enfermedad: una sentencia de muerte llamada cáncer o la muerte de una esposa o un hijo. O por malos actos. Todos hemos oído hablar de abogados que se pasearon por la ilegalidad y pagaron el precio. Pero la vida de Scotty cambió, no porque hiciera algo incorrecto, sino por hacer lo correcto. Porque defendió a una persona inocente: una prostituta negra del sur de Dallas acusada de asesinar a un hombre blanco del norte de la ciudad. Y no cualquier hombre, sino el hijo de un poderoso senador de Estados Unidos con ambiciones de llegar a la Casa Blanca. No hay nada peor para un abogado.

Se hizo un silencio absoluto, algo difícil cuando el público lo forman doscientos abogados. Pero Franklin Turner lo logró; podía dominar una sala. Era desgarbado y un poco torpe, pero tenía presencia. Y tenía esa voz. Y algo más, una capacidad indescriptible de conectar con la gente, sobre todo con un jurado. Frank Turner era capaz de, como se suele decir, vender hielo a los esquimales.

—Todos hemos leído en el periódico sobre el caso y la vida de Scotty. Todos sabemos lo que le pasó a esa prostituta: fue absuelta y murió de una sobredosis de heroína dos meses después; y lo que le pasó a él, lo perdió todo: su trabajo, su mansión, su Ferrari… y su mujer. Ella se largó con el mejor jugador de golf del club de campo.

Los abogados miraban sus platos de un modo solemne, como si estuvieran rezando para que aquella introducción acabase pronto. Pero Frank solo estaba calentando.

—Pero esperad. La cosa se pone peor. Dos años después, acusan a su exmujer de asesinar al jugador de golf, que a la postre es Trey Rawlins, el próximo Tiger. Un cuchillo carnicero clavado en el pecho de él. Ella cubierta de sangre. Sus huellas en el cuchillo. Lo que en la fiscalía llamamos hacer un mate. Pero ella se declara inocente. ¿Y a quién llama? ¡Sí, a Scotty! A ver, tengo que ser sincero… Bueno, soy abogado defensor, así que no, no tengo que ser sincero, pero lo seré… Creo que no sería capaz de representar a mi exmujer —la misma que, recordemos, me había dejado por el semental del club de golf—, aunque el tipo me hubiera enseñado a corregir mi swing. Pero Scotty lo hizo. Fue a Galveston a probar que era inocente, no para volver a conquistarla, sino para liberarla. Así es él.

Franklin Turner, conocido abogado demandante, se volvió hacia Scott. Sus miradas se encontraron. Frank asintió y volvió a dirigirse al público.

—Os diré una cosa sobre Scotty. Es mejor atleta de lo que yo hubiera soñado ser jamás. ¡Qué coño, yo tocaba la tuba en la banda de música de la facultad! Es mejor abogado de lo que yo jamás hubiera esperado ser. No más rico, solo mejor. Y es mejor hombre de lo que yo nunca seré: adoptó a la hija de la prostituta. Sí, me va bien, realmente bien. Gano mucho más dinero que él, y tengo un jet privado…, pero él está haciendo el bien, como abogado y como hombre. Y si alguna vez me desvío hacia la ilegalidad y me atrapan, si un hombre tiene que juzgar mi vida, rezo para que ese hombre sea Scotty Fenney. Damas y caballeros, me enorgullece presentar al muy honorable A. Scott Fenney, juez de distrito de Estados Unidos.

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