Mark Gimenez - Ausencia de culpa

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Una nueva intriga del maestro del
thriller legal. Omar al Mustafá es uno de los hombres más peligrosos de Dallas, un carismático imán famoso por sus violentos discursos en contra de Estados Unidos en televisión e internet. Cuando el FBI descubre que el Estado Islámico tiene planeado detonar una bomba durante la Super Bowl, el partido de fútbol americano más importante del año, detienen a Mustafá. Pero hay un gran problema: no hay ninguna prueba en su contra. El recién nombrado juez A. Scott Fenney tiene una tarea muy importante entre manos: averiguar quién es el verdadero culpable y evitar una masacre en tan solo tres semanas. 
"Gimenez ha tomado el relevo de Grisham… Su trabajo es más rápido y fresco y sus personajes son más sólidos." Daily Mail"Emocionante, de lo mejor que ha escrito Gimenez." The Times"La escritura de Gimenez es explosiva, trepidante y llena de giros inesperados que te mantienen en vilo hasta la última página." Houston Press

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Dos horas más tarde, el juez de distrito de Estados Unidos, A. Scott Fenney, estaba juzgando la vida de otro hombre. No es fácil decidir si un hombre se merece libertad o cárcel, clemencia o miseria, de dos a cinco o de cinco a diez años. Se planta delante de ti, con la cara llena de miedo, sino arrepentimiento, el cuerpo tembloroso ante la idea de recibir una larga condena en prisión y su madre agarrada a él como si se estuviera muriendo de cáncer.

Como si sus crímenes solo fueran un gran malentendido.

No lo eran. El gobierno había probado su culpa más allá de toda duda razonable. Las pruebas en su contra eran contundentes. Era culpable. Cuando el jurado lo condenó, no le quedó más opción que acogerse a la clemencia del juez.

Pero no lo hizo.

Su madre había suplicado clemencia. «Es un buen chico, juez», había dicho. «Por favor, apiádese de él. Por favor, no me arrebate a mi hijo».

Los testigos de conducta habían suplicado clemencia. Sus profesores del Instituto de Tecnología de Massachusetts habían hablado de su genialidad, su brillantez, su potencial para salvar el mundo con un invento, un proceso, o tal vez la cura del cáncer. Todos decían que era un buen chico que se había desviado del camino.

Pero él no había suplicado clemencia.

—Mi padre dio cuarenta años de su vida a esa compañía, ¿y qué obtuvo a cambio? Un despido. Le quitaron la pensión, su seguro de vida y su propia vitalidad. Enfermó y murió de cáncer. Ellos se hicieron ricos, pero él solo consiguió el Obamacare. El director ejecutivo se llevó a casa cincuenta millones de dólares el año pasado. ¿Es correcto? Es legal, ¿pero es correcto? Yo voy a ir a prisión, y ese capullo se va a la playa, a una de sus cinco mansiones. ¿Que si lo siento? Solo siento que me atraparan antes de que pudiera destruirlo a él y a su empresa. Seis meses más, y habría acabado viviendo en la calle.

Denny Macklin tenía veinticuatro años y era el típico bicho raro. Brillante, arrogante, y tan engreído como una estrella de la NBA. Se parecía a los estudiantes de la Universidad Metodista del Sur que Scott había visto vagueando alrededor de la facultad de Matemáticas cuando iba de paso al estadio de fútbol. Se había ganado una reputación en el mundo de los juegos en línea; no desarrollándolos, sino como jugador. Era el mejor entre los mejores, un experto en su universo. Pero cuando la compañía despidió a su padre, él utilizó su genio contra ellos. Una de las empresas más importantes en las listas de la revista Fortune había destrozado la vida de su padre, de modo que él destrozó la empresa. Casi. Había hackeado los ordenadores de la compañía, alterado las ventas y los envíos, robado dinero y arruinado la clasificación de sus créditos. La compañía bajó del número 378 de la revista Fortune al número 8 456. Había tumbado una empresa pública con un portátil, conexión a internet y un cociente intelectual de 187. Y le había destrozado la vida a lo diez mil empleados que echaron a la calle. No había pensado en esa consecuencia de sus actos. En su ira y deseo de venganza, se había olvidado de la gente que era como su padre.

El FBI lo investigó, pero él hizo que parecieran unos ineptos. Era demasiado listo y siempre estaba dos pasos por delante. Nunca lo habrían pillado. Podría haberse librado de pagar por sus delitos. Libre de Scott. Pero como todos los que buscan venganza, Denny le dijo a su objetivo, el director ejecutivo, que había sido él quien había traído la desgracia a la compañía, tal y como ella se la había traído a su padre. El director ejecutivo debía saber que Denny había vengado a su padre.

Una vez lo supo el director, el FBI no tardó en enterarse.

Ahora estaba frente al juez A. Scott Fenney y entre sus dos abogados. Un abogado penalista de primera de Houston, famoso por ganar en juzgados de Texas, y un abogado mercantil de primera de Dallas que dirigía uno de los bufetes más ricos del estado.

Dan Ford.

Tres años y medio antes, Scott estaba de pie justo donde ahora estaba Dan, delante de un juez federal y al lado de una clienta que estaba a punto de conocer su destino. El caso le había costado todo lo que apreciaba, todo salvo su hija. Cuando se negó a traicionar a su clienta para conservar las ambiciones del senador Mack McCall de llegar a la Casa Blanca, Dan lo despidió. No había mostrado compasión.

Dan sí pidió clemencia por su cliente ese día.

Lo hizo ante un juez federal que estaba sentado en el estrado porque otro juez más mayor había muerto. Antes de que Sam Buford sucumbiera ante el cáncer, designó a Scott como sustituto. Este pensó que el senador impediría su nominación, pero el propio senador había muerto de cáncer de próstata. Así que Scott ganó la confirmación del senado por unanimidad, sin que nadie se opusiera. Ahora, el juez federal A. Scott Fenney estaba sentado delante de un hombre, juzgando su vida. La sentencia estipulada para estos casos era de veinte años, pero las directrices solo son recomendaciones, datos sobre un papel. La verdadera sentencia a otro ser humano la decidía un juez.

—Señor Macklin, ha sido acusado de ciento veintiséis delitos tipificados por la ley federal. No ha mostrado arrepentimiento, sino al contrario: ha afirmado que habría continuado con su actividad criminal hasta llevar a la bancarrota a la compañía y a su director ejecutivo. Se enorgullece de sus actos porque los considera honrados. Se cree inocente. Pero no sentir culpa no es lo mismo que ser inocente. Solo puedo sentir desprecio por el modo en que la compañía trató a su padre, pero eso no justifica sus acciones, que han destrozado las vidas de diez mil personas inocentes. Pero el hecho de que fuese posible no lo legitima a usted para ejecutar su venganza personal. Tiene un gran don: una inteligencia que poca gente posee. Puede utilizar ese poder como lo haría un niño o como lo haría un hombre. Hasta ahora lo ha usado de un modo infantil, y así se ha presentado aquí hoy. Cuando entré en esta sala, no estaba seguro de cuál sería su sentencia. Su declaración de hoy me ha demostrado que necesita tiempo para pensar sobre su poder, tiempo para pensar en su futuro, tiempo para convertirse en el hombre que haría a su padre sentirse orgulloso. Denny Macklin, lo condeno a dos años de cárcel en una prisión federal de mínima seguridad.

—Su padre era un buen hombre. Fuimos juntos a la universidad; pertenecíamos a la misma hermandad. Él hizo un máster en Administración de Empresas y yo escogí la abogacía. Mantuvimos el contacto; hablábamos una o dos veces al año. Su empresa le hacía viajar por todo el mundo. Le preocupaba Denny, que no tuviera amigos ni raíces. Se sintió muy orgulloso cuando el chico entró en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Esto le habría roto el corazón.

Dan Ford sacudió la cabeza. Había solicitado una reunión en la cámara después de oír la sentencia. El antiguo superior de Scott tenía ahora sesenta y cuatro años; parecía mayor.

—¿Cómo estás, Dan?

—¿Yo? —Se encogió de hombros—. Soy rico.

—Un hombre feliz.

—¿Lo eres tú? ¿Con un salario? ¿Cuánto ganas, ciento noventa?

—Doscientos. Más beneficios.

Dan hizo una mueca.

—¡Uy! —dijo como si le doliera—. Yo gano en un mes lo que tú en un año. Más beneficios.

Un juez federal tenía un buen salario: 201 100 dólares. No para los abogados —Scott llegó a ganar 750 000 en Ford Stevens cuando Dan lo despidió— sino para la gente normal. Además, su salario estaba garantizado de por vida, una seguridad que la gente normal no solía disfrutar. Ser juez federal es un cargo vitalicio, así que disfrutaría esa seguridad financiera de por vida. A. Scott Fenney ya no era el pobre abogado del bloque de oficinas en un suburbio cualquiera, pero tampoco había vuelto a ser un abogado rico. No era el abogado de clase alta que había sido en el bufete, ni el de clase baja que había sido después. Era un hombre de leyes de clase media. Un juez federal que se dedicaba a hacer el bien en lugar de tener éxito. Vivía de forma estable. Tenía una buena vida, sin fama ni fortuna, pero con seguro dental. Podía costearle la ortodoncia a Pajamae. Sus dientes parecerían perlas.

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