Mark Gimenez - Ausencia de culpa

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Una nueva intriga del maestro del
thriller legal. Omar al Mustafá es uno de los hombres más peligrosos de Dallas, un carismático imán famoso por sus violentos discursos en contra de Estados Unidos en televisión e internet. Cuando el FBI descubre que el Estado Islámico tiene planeado detonar una bomba durante la Super Bowl, el partido de fútbol americano más importante del año, detienen a Mustafá. Pero hay un gran problema: no hay ninguna prueba en su contra. El recién nombrado juez A. Scott Fenney tiene una tarea muy importante entre manos: averiguar quién es el verdadero culpable y evitar una masacre en tan solo tres semanas. 
"Gimenez ha tomado el relevo de Grisham… Su trabajo es más rápido y fresco y sus personajes son más sólidos." Daily Mail"Emocionante, de lo mejor que ha escrito Gimenez." The Times"La escritura de Gimenez es explosiva, trepidante y llena de giros inesperados que te mantienen en vilo hasta la última página." Houston Press

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Asintió.

—En Filadelfia. Me designaron de por vida a pasarme la vida decepcionando a la gente. Así que salté como un resorte cuando el presidente me ofreció este puesto. Fiscal general. Ni siquiera tengo que pensar en lo que es justo.

—¿En qué piensa?

—En terrorismo.

El fiscal general había volado hasta Dallas para la lectura de cargos de Omar al Mustafá – y una oportunidad fotográfica para asegurar a otros posibles yihadistas en Estados Unidos que el Grupo de Lucha Contra el Terrorismo les daría caza y los llevaría ante la justicia. Suspiró como si el peso del mundo —o al menos la seguridad de Estados Unidos— descansase sobre sus hombros. Así era.

—Bueno, juez, ¿puedo contar con usted?

—¿Para qué?

—Para que haga lo correcto.

—¿Que es…?

—Detener a Mustafá y al resto de los acusados antes de la Super Bowl.

—¿Se refiere a antes del juicio?

—No, me refiero a la Super Bowl. Ese juego supone el mayor riesgo a la seguridad del país al que nos enfrentamos cada año. Es el evento deportivo más grande del mundo. Les encantaría atacarnos ahí justo en ese momento, durante la celebración del estilo de vida estadounidense.

—Es un partido de fútbol.

—Es Estados Unidos. Es una expresión de nuestra libertad y patriotismo. Nuestra prosperidad. Nuestro lugar en el mundo.

Tal vez tenía razón. A menudo la Super Bowl parecía tratar de todo menos del juego. Cien mil espectadores en el estadio, mil millones más desde sus televisores por todo el mundo, anuncios que generan 150 000 dólares por cada segundo de emisión, Beyoncé o Springsteen como entretenimiento en los intermedios… la Super Bowl había trascendido el fútbol. Era un evento cultural estadounidense único.

—La audiencia de detención del viernes responderá esa pregunta.

—Necesito una respuesta ahora. Y tiene que ser sí.

—¿Qué pruebas hay de que presentan un peligro para la comunidad?

—Voy a decírselo.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. —Se inclinó ligeramente—. Son un peligro para la comunidad. Le doy mi palabra.

—¿Esas son sus pruebas? Señor McReynolds…

—Llámeme Mac.

—La Constitución requiere algo más que su palabra, aunque sea el fiscal general del Estado.

El fiscal se reclinó en la silla y dejó escapar un suspiro. No había obtenido la respuesta que buscaba. Cogió otro caramelo.

—¿Puedo llamarle Scott?

—Aquí sí. Fuera no.

—Scott, no eres tan inocente.

—Tal vez lo soy.

—Tal vez quieres serlo. La inocencia es para los inocentes, Scott. Para los niños, no para los adultos. Los niños pueden desconocer el mundo real que los rodea; mis nietos creen en Papá Noel, y así debe ser, pero nosotros no podemos. No podemos permitirnos ignorar el mundo real. Porque cuando eso pasa, los tipos malos estrellan aviones en los rascacielos. Y la gente muere. Hombres, mujeres y niños. La inocencia mata, Scott.

—¿Y si Mustafá es inocente?

—¿Y si no lo es? ¿Qué vas a hacer el domingo de la Super Bowl si el estadio se viene abajo?

—Señor McReynolds… Mac… un gran jurado ha acusado a Mustafá de conspirar para usar armas de destrucción masiva. Sin duda, tienes pruebas suficientes de que supone un peligro para la comunidad.

El fiscal general suspiró.

—¿Extraoficialmente?

Scott miró a la señorita Meyers, que estaba en el sofá con la cabeza gacha. Estaba repasando la acusación como una estudiante confundida que empollaba a última hora antes de un examen final. Estaba perdida y distraída.

Scott asintió mirando al fiscal general.

El fiscal general se inclinó de nuevo hacia delante; esta vez le hizo un gesto a Scott para que se acercase también. Las cabezas de los dos hombres casi se tocaron por encima del escritorio; estaban tan cerca que Scott podía oler el caramelo en su aliento. El fiscal general susurró.

—No tenemos nada.

—¿Qué quieres decir?

Scott también susurraba.

—Quiero decir que no tenemos nada. Ninguna prueba.

—¿Cómo conseguisteis que el gran jurado levantara cargos? Sin pruebas, no hay motivos fundados. Sin motivos fundados, no hay cargos.

El fiscal general se encogió de hombros.

—¿Qué gran jurado quiere emitir un no ha lugar cuando se trata de los próximos perpetradores del 11-S?

—¿Quién le dijo al gran jurado que Mustafá y sus colaboradores eran los siguientes perpetradores del 11-S?

—Yo.

Los dos hombres de leyes se reclinaron. Scott consideró las implicaciones legales y éticas de que un presunto terrorista se enfrentase a una detención federal a pesar de que las alegaciones presentadas contra él no estuvieran respaldadas por ninguna prueba, y de que el fiscal general de los Estados Unidos admitiera ante el juez presidente que se había acusado a un ciudadano estadounidense sin ningún tipo de fundamento fáctico. Notó que tenía las axilas húmedas. Cogió un caramelo.

—¿Registrasteis su casa y la mezquita?

El fiscal general asintió.

—Nada.

Beckeman, el agente del FBI, dejó escapar una risita.

—Debería ver su casa. Preston Hollow, tiene seis habitaciones y seis baños, una piscina la hostia de grande y una casa de invitados en la parte trasera. ¿Quién necesita un hogar así?

Scott mordió el caramelo y volvió a girarse hacia el fiscal general.

—¿Pinchasteis el teléfono?

—Tampoco encontramos nada.

—¿Transferencias bancarias?

—No.

—¿Ningún correo electrónico o mensaje que lo inculpe?

—No.

—Leí que el Estado Islámico se comunica con su gente por internet, Twitter y Facebook.

—Así es. Envían comunicados de prensa por Twitter, pero planean ataques en el lado oscuro de la red, la parte de internet que no encuentras en Google. Ahí es donde viven los tipos malos: traficantes de droga, traficantes de personas, pedófilos y terroristas islámicos. Y utilizan un software que envía sus mensajes por todo el mundo antes de que lleguen a su verdadero destino para ocultar su localización, y codificaciones continuas para evitar a los espías de la Agencia de Seguridad Nacional. Mustafá debe de comunicarse con el Dáesh cada día.

—O tal vez no.

—Eso es verdad. Creemos que lo hace, pero no podemos probarlo. No en un tribunal. Todavía no.

—¿Unos cuantos terroristas en el desierto de Siria son más sofisticados con la tecnología que el FBI?

—No. Pero el Dáesh es la organización terrorista más rica de la historia del mundo. Se estima que tienen algo menos de mil millones de dólares en efectivo. Ese tipo de dinero contrata a los mejores cerebros informáticos del mundo.

—¿De dónde sacan el dinero?

—Rescates, venta de petróleo en el mercado negro, venta de antigüedades robadas, donaciones de nuestros amigos en Arabia Saudí.

Scott suspiró.

—¿Qué voy a hacer?

—Cooperar.

—¿Con la fiscalía? Pensaba que un juez federal debía proteger los derechos del individuo y ratificar la Constitución.

—No desde que pasó lo del 11-S. Todo cambió en cuanto esos aviones chocaron con las torres; cuando vimos a estadounidenses saltar por las ventanas y fuimos testigos de cómo se derrumbaban los edificios. El mundo cambió entonces. Nosotros cambiamos. Antes de ese día, nos preocupaban los tarados como Koresh en Waco, y nuestro trabajo era investigar crímenes después de perpetrarse. Tras ese día, la única prioridad de los cuerpos de seguridad ha sido el terrorismo islámico. Ahora nuestro trabajo es evitar ataques terroristas en Estados Unidos. Hemos tenido que cambiar nuestras tácticas desde el 11-S, y más aún desde que el Dáesh empezó a organizar ataques de lobos solitarios en Occidente. Ya no podemos esperar a que un sospechoso actúe; tenemos que actuar antes de que lo hagan ellos. Investigamos amenazas, no crímenes. Intenciones, no acciones. Nuestro trabajo es la prevención, no la reacción. Tenemos que matarlos antes de que nos maten ellos a nosotros. —Señaló con el pulgar al agente Beckeman, que estaba junto a la ventana—. Nuestros Grupos de Lucha Contra el Terrorismo, liderados por tipos como Beckeman, han demostrado ser muy eficientes. Investigadores, analistas, lingüistas, equipos SWAT y otros especialistas de nuestros cuerpos de seguridad y agencias de inteligencia que cooperan entre ellos para evitar los ataques terroristas. Todos bien entrenados, originarios de la zona y entregados al cien por cien.

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