Sebastian no pudo evitar sentir pena a causa de esa declaración. Deseó haberla conocido antes para poder ser su amigo; pero, contra el pasado, no se podía hacer nada.
Sintió que era el único que podía darle consuelo. Apoyó su mano en la de ella y dijo:
—¿Y yo qué? ¿Acaso no cuento como amigo? —sonrió.
Ginger no podía procesar esas palabras.
—¿Tú? Pero… te acabo de conocer, hace un día.
—Un día, dos segundos, veinte años, eso no importa. Para ser amigos no hay reglas, Ginger.
Los ojos de Ginger ardían por las lágrimas que no entendía por qué querían salir tan de repente. Hizo un enorme esfuerzo por mantenerlas a raya y sonrió hasta que sus labios se ensancharon del todo. Sebastian experimentó una sensación extraña que lo pasmó. Fue como si la sonrisa de Ginger fuera capaz de iluminar todo Londres en la noche.
Durante el camino de regreso a casa, Ginger encontró a Honey y le volvió a colocar la correa: ese acto irritó a Sebastian. Ambos, perro y humano, se fulminaron con la mirada como los eternos enemigos que eran.
—He querido saber, si no te molesta contestar…
Sebastian puso los ojos en blanco:
—Ya deja de ser tan formal, por favor, siento que me está hablando la reina.
Ginger se lo tomó como un cumplido y se sonrojó; pero prosiguió:
—Está bien… Emm, amigo. —Esta vez habló como una chica «mala» y le dio un puñetazo a Sebastian en el brazo.
—Demasiado informal… y agresiva. Solo sé tú misma.
Ginger tomó aire y lo volvió a intentar:
—¿Qué haces cuando no estás ocupado cazando ratones? Me refiero a cuando eres humano... ¿Dónde vives? ¿Con tus padres?
Él se adelantó a patear una piedra que sabía que Ginger no vería y que podría lastimarla, aunque, de todas formas, ella se golpeó el dedo con otra. ¡Sebastian no podía contra las fuerzas oscuras de las piedras del mundo!
—Nunca he sabido nada de mis padres —dijo mientras intercambiaba lugares con Ginger, el suyo estaba menos infestado de piedritas—. La señora Lovett me rescató cuando tenía cinco años.
—¿La señora Lovett? ¿La que tiene cincuenta gatos viviendo en su casa y que falleció hace unos años?
—La misma. En ese momento yo tenía el tamaño de un gato bebé, pero ya había abierto los ojos y podía caminar más o menos bien. Cuando me secó con una secadora para el cabello y volví a ser humano…
—¡Te botó de nuevo!
—No, ¡qué va! Me adoró como si fuera un dios gato egipcio. Mi condición no la sorprendió. Hasta creyó que todos sus gatos eran iguales a mí, los bañaba todos los días porque esperaba que se convirtieran en humanos; pero esa es otra historia, créeme, no quieres saber. Los terminó por matar a todos de un resfriado.
Ginger se rio, muy a pesar de los gatitos.
—Todo el mundo cree que está loca —siguió Sebastian—, pero no es cierto… bueno, un poco tal vez… Sin embargo, es una buena persona. Se encargó de mi educación, aunque debo decir que no asistía mucho a la escuela porque siempre llovía y su sombrilla tenía varios hoyos. —Suspiró—. Sin embargo, aprendí que es más fácil ser un vago cuando eres un gato, tienes menos necesidades.
A Ginger le dolió que, de cierta manera, reconociera que le gustaba ser un animal. Tal vez, quisiera irse pronto y regresar a su vida de antes, dejándola a ella sin…
Sin un amigo.
Una gota cayó en la nariz de Sebastian y se alteró.
—Ay, no. No otra vez —se pegó a una pared y miró al cielo.
—¿Qué pasa?
—¡Va a llover! —el terror y la angustia se reflejaron en sus ojos.
Ginger alzó la barbilla al cielo y sacó la lengua, como si quisiera capturar alguna gota.
—Claro que no. Solo estás un poco…
Un trueno hizo vibrar los cristales de las casas y, de inmediato y sin previo aviso, se soltó una lluvia torrencial.
—Diablos. —Ginger se apresuró a sacar las llaves de su casa y se agachó hacia su perro—. Honey, como te enseñé. ¡Toma las llaves y corre lo más rápido que puedas a la casa! ¡Corre!
El perro, obediente, salió disparado con las llaves que tintineaban en su hocico. Ginger se apresuró a quitarse el suéter y se lo puso a Sebastian sobre la cabeza.
—Olvídalo, ya es tarde.
—Ni loca. —Le tomó la mano y se la apretó con fuerza para luego jalarlo—. Agacha la cabeza y corre, yo te guío. Confía en mí.
Ginger corrió como una desesperada. Le había dicho a Sebastian que confiara en ella, pero ella no podía confiar en su vista… Se le había metido agua en los ojos y eso le impedía tener una visión clara.
Tuvo que guiarlo con los ojos cerrados; al menos ella se sabía el camino de memoria. Logró parpadear y deshacerse un poco del agua. No estaban lejos de la casa, pero ella ya iba demasiado empapada. La blusa se le transparentaba y sus zapatos crujían mientras emitían un sonido de succión por el agua que había dentro de ellos.
Era Sebastian el que ahora le apretaba la mano a ella con mucha fuerza.
—Ya casi llegamos, solo aguanta…
Faltaban tres casas para llegar y Ginger pasó de sentir calor a tener los dedos fríos por la lluvia. Se detuvo en seco. Las gotas caían más cargadas, con más furia. Miró su mano vacía y luego miró por encima de su hombro.
Sebastian ya no estaba.
Capítulo 4
Bola de pelos
El suéter rosa estaba hecho una bola empapada sobre la banqueta. El agua había oscurecido la tela y la había cambiado de un rosa palo a un rosa intenso. Ginger se acercó a él y cayó de rodillas; no le importaba la lluvia.
Levantó el extremo de una manga y encontró a un precioso gato negro, hecho un ovillo sobre sus cuatro patas, con el pelaje apelmazado por el agua. Debajo de él estaba la ropa de su padre.
—Se… Sebastian —susurró con la voz a medio quebrar.
Él la miró con esos enormes ojos azules y las pupilas tan dilatadas que se veía adorable e indefenso.
—Miaaaaauuuu.
—Lo siento tanto —se disculpó.
Sebastian se levantó y apoyó sus patas delanteras en las rodillas de Ginger. Las almohadillas de sus patitas estaban muy frías. Ella lo levantó y lo cargó sobre su hombro, después, lo cubrió con el suéter. Sabía que más mojado no podía estar.
Al llegar a las escalinatas, la puerta ya estaba abierta. Honey los esperaba echado sobre su estómago, movía su cola a pesar de estar empapado.
En cuanto vio a Sebastian, gruñó y este a su vez siseó.
—¡Tranquilos los dos! —reprendió Ginger.
Cerró la puerta con el talón y subió a su habitación dejando un rastro de pisadas de agua. En cuanto lo bajó al suelo, Sebastian se sacudió desde la cabeza hasta la cola. Luego se apuró a acicalarse.
Si antes Ginger dudaba de algo, ahora sabía que todo era cierto. ¡No podía creer que lo aceptaba!
Miró las patas de Sebastian y soltó un suspiro de nostalgia. Esas patas hacía unos minutos eran manos y dedos que ella misma había sostenido. No podía soportar que algo así fuera verdad.
Pronto, ella estornudó y supo que era hora de cambiarse. Sacó ropa seca del ropero, encendió la calefacción, encerró a Sebastian en su cuarto y ella se metió a bañar.
Cuando salió y estuvo de nuevo frente a la puerta de su habitación, el corazón le latía con rapidez y fuerza.
Imaginó el perfil de Sebastian recargado contra su ventana; pero al abrirla solo encontró a una bola de pelos que veía por el ventanal. Soltó un suspiro, se acercó y se sentó junto a él mientras se abrazaba las rodillas.
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