1 ...7 8 9 11 12 13 ...20 —¡Auch! Oye, ¿qué tienes aquí? Me acabo de enterrar algo en el…
—Ginger, ¿estás aquí? —preguntó la señora Kaminsky desde el otro lado de la puerta.
—Ah, sí —contestó mientras reprimía los jadeos.
—¿Podrías bajar a ayudarme con la cena?
—Claro.
Cuando Kamy se alejó, Ginger todavía estaba agitada. Ella abrió la puerta del ropero y, tapándose los ojos con el antebrazo, le aventó a Sebastian una afelpada bata rosa de My Little Pony.
—Lo siento, tengo que bajar. Ponte esto que yo te traeré la cena.
Sebastian, sentado y abrazado a sus rodillas, sonrió a pesar de que Ginger no podía verlo. Él alargó el brazo para tomar la bata desde el reducido rincón entre los vestidos y los jeans.
—Leche, por favor —pidió.
—De acuerdo.
Y salió corriendo.
Él se llevó las manos a la cara para restregársela y volvió a sonreír, esta vez con ironía. No podía creer lo que estuvo a punto de hacer.
Y menos podía creer cuánto le molestaba no haberlo hecho.
Capítulo 5
Inadaptada
Ginger se levantó con pesadez y cuando puso un pie en la alfombra, que estaba del lado izquierdo de la cama, sintió que pisaba una mano. Todavía no se acostumbraba a la presencia de Sebastian en su habitación.
Él llevaba durmiendo dos noches en el suelo, sobre mantas. Lo rodeaban muñecos de peluche gigantes que parecían custodiar su sueño. Dio un respingo que le hizo sorber el hilo de saliva que se escurría sobre una jirafa de color azul y despertó cuando sintió el machucón en los dedos.
—Lo siento —murmuró Ginger con el acento arrastrado que tenían los que están atrapados entre el mundo de los sueños y la realidad.
Sebastian se estiró arqueando la espalda como un gato, bostezó y miró a su alrededor.
—¿A dónde vas? —preguntó en medio de un largo y profundo bostezo.
—Escuela.
Se incorporó y se apoyó en los codos para observarla: Ginger murmuraba cosas, se tambaleaba e, incluso, él la vio golpearse el dedo meñique del pie con una silla y darse un cabezazo con la puerta antes de que pudiera abrirla y saliera arrastrando los pies. Estaba demasiado somnolienta.
¡Santo Dios! Sebastian pensó que en ese estado podría caerse al bajar por las escaleras.
No obstante, aprovechó que Ginger no estaba para arrojarse a su suave y enorme cama. Dio un par de vueltas sobre sí mismo en el colchón: una hacia la derecha y otra hacia la izquierda. Luego, enterró la cara en la mullida almohada y aspiró profundamente su aroma hasta provocarse un estornudo.
El aroma de Ginger era una fragancia entre floral y aceite para bebés muy embriagadora.
Sebastian se puso en pie y levantó su ropa —la del padre de Ginger, en realidad— del suelo. Se embutió los jeans y sintió que le apretaban un poco en los muslos y en el trasero. Una de dos: o el padre de Ginger tenía la complexión de un enano de Blancanieves o el hombre tenía el trasero tan plano como una tabla. Bueno, el suyo no lo podía esconder de las miradas golosas de las mujeres, así que, al final, le terminaba dando igual.
Se metió la camiseta Polo de color azul por encima de la cabeza y luego se calzó los zapatos italianos —de nuevo, del padre de Ginger— que, por razones milagrosas, le quedaron a la medida.
Ginger entró a su habitación pulcramente peinada con su trenza francesa a un lado, sus gafas, un sencillo vestido azul marino que le llegaba a mitad de la rodilla y la mochila al hombro. Se quedó absorta al ver a Sebastian y le costaba asimilar que hubiera algo más fabuloso que él.
Lo más destacable era ver la maravillosa forma en que le quedaba el pantalón de su padre y cómo el cabello negro, medio alborotado, le caía sobre la frente.
Cuando él le sonrió, se aceleró su corriente sanguínea y se palpó la nariz para cerciorarse de que no le escurriera sangre.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó él.
«Sí, ¡sí! ¡A donde quieras!».
—Pero, no vas a mi escuela —respondió.
—¿Y a cuál vas tú?
—Dancey High.
—Perfecto —caminó hacia la puerta para abrirla—, ahí también voy… o iba, más bien.
—¿¡Qué!? —Ginger abrió y cerró la boca como un pez que aspira plancton— Cómo… ¿Cómo es que nunca te vi? —Alargó la mano y volvió a cerrar la puerta.
—Ya te lo dije, llovía mucho. Ahora, si me disculpas —abrió la puerta—, tengo un semestre que recuperar. El año pasado me hubiera graduado de no ser por mi problemita.
Ginger cerró la puerta de nuevo.
—¡No!
—¿No?
—Mis padres están abajo.
Sebastian se encogió de hombros.
—Oh, no hay problema —caminó hasta el ventanal, descorrió las cortinas y levantó el cristal hacia arriba para encaramarse al filo del alféizar exterior.
—¡No! ¿Qué vas a hacer? Sebas…
Levantó una mano como para impedirlo, pero él saltó de improviso desde el segundo piso hasta el suelo donde cayó limpiamente sobre los pies y las rodillas flexionadas, apenas con un sonido sordo. Tal cual un gato.
—…tian.
Ginger se encaramó hacia la ventana tan bruscamente que el alféizar se le enterró en el estómago. Miró hacia abajo: Sebastian miraba hacia arriba y le extendía los brazos.
—Salta, yo te atrapo —dijo divertido con una sonrisa burlona.
—Estás loco, yo soy una persona decente que está en su propia casa, no en un reclusorio.
Cerró la ventana y salió por la puerta principal como la persona «decente» que era en su propia casa.
Pensar en la expresión que pondría el rostro, posiblemente operado y plástico, de Keyra Stevens cuando viera a una inadaptada, nerd empedernida y sin vida social alguna como Ginger, entrar a la escuela con un tipo como Sebastian, la llenaba de un ego que jamás pensó que llegaría a tener ni aunque se lo inyectaran.
Cruzaron el estacionamiento de la escuela a pie. Ginger notaba las miradas curiosas y fascinadas que los absorbían.
Volteó a ver a sus admiradoras, pero claro, como era costumbre, ni la notaban. Las chicas miraban directo hacia Sebastian.
Solo a Sebastian.
Para ellas, Ginger era como un mosquito que solo le rondaba por la cabeza, por lo tanto, ni se molestaban en verla.
Eso la embargó de una familiar decepción, pero Sebastian pegó su brazo al suyo y ella se llenó de nueva esperanza.
Subieron las escalinatas principales envueltos en una brisa de murmullos: «¿Quién es ese?», «Pero que retaguardia… bien formada», «¿Por qué está con esa?».
Se internaron en el barullo del pasillo con la estampa típica de Dancey High: los más grandes masacraron a los más pequeños. Era simple ley de selección natural y Ginger pertenecía al grupo de los pequeños masacrados, ¡hurra!
Brandon Winterbourne, un tipo muy fornido, con cuello de toro, cuerpo de gorila abusivo, delantero de campo del equipo escolar de rugby y, obvio, novio de Keyra Stevens, se encontraba con su liga de supervillanos —que, qué casualidad, eran los demás miembros del equipo— amedrentando a un chico de penoso aspecto, debilucho, con los brákets que se sostienen en la cabeza, por fuera de la boca.
Ginger se tensó y apretó los libros que cargaba contra su pecho cuando pasaron junto a ellos:
—Camina, no los mires a los ojos —advirtió.
Cuando los dejaron atrás, se escuchó el alarido del pobre chico: lo despidieron con un calzón chino.
—¡Miren! ¡Son de su abuela! —gritó Brandon al levantarlo de las trusas como si fuera la copa de la liga.
—Mi abuela murió —chilló el chico, con una mueca de sufrimiento.
—Dios mío… —murmuró Sebastian mientras caminaba de espaldas para ver el espectáculo.
Ginger lo tomó del brazo y lo hizo girarse para que caminara hacia adelante.
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