Roberto Blatt - Historia reciente de la verdad

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¿Qué es la verdad? Hubo un momento en el que la verdad se escribía con mayúscula, referente de la religión, la Ilustración, el imperialismo, el positivismo, el periodismo ….hasta de la publicidad. Ahora elegimos lo que queremos saber: acudimos a unas webs determinadas, unos grupos en Whatsapp y unas cuentas de Twitter donde la verdad se vota con emoticonos y me gusta/no me gusta. Hemos creado burbujas virtuales de realidad que se extienden desde un confín vagamente tribal y que acaban confinándonos en una trinchera personal. En contraste con la aspiración a una verdad objetiva y universal basada en algún tipo de evidencias, ahora nos conformamos con opiniones, sobre todo la propia. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Roberto Blatt traza una evolución del concepto de verdad desde el siglo XVIII hasta la actualidad.

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Paradoja o dialéctica: la identidad burguesa asume a la vez una irreductible individualidad, así como una subyacente igualdad humana expresada en la premisa de que todos compartimos una visión del mundo utilitaria y racional. Esta perenne contradicción parece resolverse en la figura del consumidor que, ejerciendo su singularidad, tiende no obstante a conformar, con las tendencias en boga que lo igualan a los demás, un proceso imprescindible para movilizar la demanda.

la verdad objetiva

La Verdad revelada descendió, pues, a la Tierra ya no como promesa sino como información, ciertamente ajustada a censura como lo fue anteriormente la Buena Nueva proclamada por la fe,1 y tardó más de un siglo en perder las mayúsculas.

Así como en los monasterios, con la ayuda de incienso y ayuno (o más eficazmente, con chocolate, vino y cerveza), se provocaba la elevación espiritual en el debate teológico; la teína y la cafeína animaron las sobrias e interminables tertulias de los recién estrenados cafés decimonónicos, reduciendo al máximo el improductivo sueño (tan apreciado por los místicos), con el objeto de mantener una mente literalmente más despierta y una jornada productiva más larga. Políticos, literatos y empresarios debatían, en una corte por primera vez a extramuros de palacio, las estrategias y alianzas que cimentaran el avance imparable del progreso en este mundo en toda su extensión.

De los monjes se conservó un poco de austeridad material y sobre todo una cierta continencia sexual, parte de una estricta moralidad al servicio de un objetivo mayor. Convenientemente se asumía que las mujeres no experimentaban ni deseaban el placer sexual en tanto que las prostitutas, serias profesionales, solo lo fingían. Curiosamente, y para amparar la imagen épica de un caballero, hasta la segunda mitad del siglo xx, el adulterio, la fornicación y el lesbianismo por descontado se consideraban pecado, pero solo la homosexualidad masculina, como tanto lo sufrieron de Wilde a Turing –¡póstumamente perdonado por la reina en 2013!– era además un delito.

El fútbol y la mayoría de los otros deportes de equipo fueron codificados en la Britania victoriana para organizar el ocio, solidificar el carácter y el fair play de los jóvenes (de sexo masculino, claro)2 y apartarlos de la masturbación. Pura educación para la élite. Pero demostrando su talante universalista, el deporte también se aplicó a las clases trabajadoras: el Manchester City, fundado en 1880 por Anna Connell, hija de un vicario, tenía como objetivo alejar a los trabajadores del alcohol y de las grescas. Dicho sea de paso, se trata del mismo equipo entrenado por Pep Guardiola que hoy pertenece a los jeques de Emiratos, buque insignia de la que aspira a ser una futura multinacional del fútbol.

Llama la atención, por cierto, la sublimación que en todos estos juegos inventados por los ingleses (fútbol, rugby, cricket) representa la introducción de un balón en una meta… En Francia ese espíritu deportivo ciudadano se expresó en las primeras carreras de ciclismo y en la práctica del alpinismo, eventos filmados por los hermanos Lumière.

Todas estas novedades hicieron posible el más ambicioso, hoy en día tambaleante, proceso de objetivación de la verdad de toda la historia. No olvidemos que en las eras premodernas las verdades colectivas eran de índole metafísica: arquetipos ideales, paisajes celestiales o infernales con sus dioses, ángeles, sátiros y centauros… personajes todos bastante ajenos a la realidad cotidiana, a pesar de que ocasionalmente irrumpían en ella, literalmente, por arte de magia o milagro. Para los mismos griegos, la verdad era eminentemente teórica, abstracta como la geometría; el conocimiento derivado de la experiencia de los sentidos era considerado demasiado inestable. El mundo “natural” entendido como “salvaje”, opaco y amenazante, interpretado por chamanes, brujos, curas y rabinos se fue reemplazando por uno manufacturado, urbano y “artificial”, “iluminado” por la razón práctica industrial… y sobre todo por la electricidad.

Tradicionalmente la pintura, como otras artes, estuvo al servicio de patrones y de sus doctrinas que deseaban ilustradas por temáticas alusivas. A pesar de esa subordinación aparente, a pesar de que los objetivos para los que fue contratado hayan caído en el olvido o sean desconocidos, el extraordinario genio creativo que dio lugar a pirámides, catedrales, naturalezas muertas flamencas, retratos de la realeza y frescos vaticanos ha permitido que las obras perduren y sigan inspirando nuevas interpretaciones. Y un descubrimiento liberó al arte definitivamente de esa dependencia: la invención del daguerrotipo en 1838 o 1839. Ningún pintor podía ya representar eventos con mayor objetividad. El gobierno francés compró el procedimiento para que fuese usado libremente sin tener que respetar patentes. De esta forma, el Estado burgués abría a todo el mundo un punto de vista universal considerado independiente de todo prejuicio cultural, nacional o religioso. Muchos periódicos publicaron la noticia y los detalles de una técnica de alta definición. Se realizaron demostraciones públicas en varios países y antes de llegar al año 1841 ya habían tenido lugar en Portugal, España, Brasil, Estados Unidos, México, Uruguay y Colombia. Sin embargo, un invento similar, el calotipo del británico Fox Talbot, con imágenes de menor definición sobre papel pero reproducibles, no se extendió a causa de las limitaciones de su patente.

El tiempo mismo se medía de forma local hasta el establecimiento de la red ferroviaria; cada pueblo solía tener el suyo. Los trenes, liberados de las limitaciones de la “tracción sangre”, empezaron a conectar destinos lejanos para cuyos usuarios hubo que configurar horarios fijos y comunes. La navegación ya había descubierto el espacio planetario; los trenes, y mucho después los aviones, el tiempo planetario. Para contrarrestar el inconveniente de que la rotación de la Tierra impide la simultaneidad del día o noche en todos los puntos del planeta, se inventaron los husos horarios, siendo la hora 0, ¿cuál si no?, el meridiano de Greenwich.3 Así, en 1884 la referencia universal recibió el nombre del distrito londinense que atraviesa, en justo reconocimiento de que el imperio británico ocupaba la mayor parte del planeta, surcado por sus propias rutas marítimas y controlado por su inmensa flota. Los mapas, anteriormente locales o regionales, se integraron para describir un espacio planetario único permitiendo fijar itinerarios, ubicar la posición relativa de navíos y racionalizar rutas. En el plano de la medición doméstica se estableció el metro en 1889 en la Conférence Générale des Poids et Mesures como “la distancia entre dos líneas sobre una barra estándar compuesta de una aleación de 90% de platino y 10% de iridio, medida a la temperatura de fusión del hielo”. La comunicación se revolucionó con el telégrafo, y la estandarización se extendió a ámbitos como la sanidad, el saneamiento y el alcantarillado. Mientras, las academias oficiales de las potencias europeas continuaron la unificación del lenguaje nacional, con variada incidencia internacional, y se desarrollaba la lingüística como ciencia del lenguaje en general. Las nuevas utopías igualitarias no impidieron, quizá más bien favorecieron, una cierta obsesión por la medición objetiva y cuantitativa de la “normalidad” humana y de su defecto, en general con actitud paternalista. Churchill incluso era partidario de esterilizar y aislar en campos a los “mentalmente incapaces” y encabezó el apoyo a la Mental Deficiency Act de 1913 que suplantó a la Idiots Act de 1886. “Idiotas” se consideraba a quienes requerían protección de sí mismos, “imbéciles” a aquellos de quienes la sociedad debía cuidarse y, finalmente, se identificaba a los “débiles mentales”, que necesitaban mucho entrenamiento y supervisión. Entusiasmados por las medidas “objetivas” del cociente intelectual, los norteamericanos definieron como “idiotas” a los que puntuaban por debajo de 25; “imbéciles” a los de menos de 50 y en 1910 Henry Goddard inventó un término para los que se situaban entre 51 y 70 puntos: los morons o “tontos”, un calificativo muy en uso aún.

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