—Y Yo. Y él también.
Candy rió.
Alzaron la vista, y por un momento ella pensó que vislumbraba la oscura y andrajosa línea del puente que había encima de ellos. Entonces la corriente del río los arrastró, y lo que fuera que había visto fue eclipsado por el techo de la caverna por la que corrían esas aguas. No tenían otra opción que ir a donde les llevara. A su alrededor solo había oscuridad, de modo que las únicas pistas que tenían sobre el tamaño de las cavernas por las que viajaba el río era el modo en que el agua avanzaba más tempestuosamente cuando el canal se estrechaba, y cómo el escándalo del ajetreo se suavizaba cuando el camino se ensanchaba de nuevo.
En una ocasión, apenas durante unos segundos, vislumbraron lo que parecía un hilo brillante, como el Skein del que hablaba Lydia Hap, a través del aire o las rocas que había encima de ellos.
—¿Has visto eso? —dijo Malingo.
—Sí —contestó Candy, sonriendo en la oscuridad—. Lo he visto.
—Bueno, al menos hemos visto lo que hemos venido a ver.
Era imposible determinar cuánto tiempo pasaba en un lugar tan irregular, pero poco después del atisbo del Skein entrevieron otra luz, en un lugar lejano enfrente de ellos: una luminiscencia que se hacía incesantemente más brillante a medida que el río les conducía hacia ella.
—Es la luz de las estrellas —dijo Candy.
—¿De verdad?
Estaba en lo cierto; sí que lo era. Tras algunos minutos, el río finalmente les condujo fuera de las cavernas de Huffaker y les devolvió a ese momento tranquilo justo antes de la caída de la noche. Una delgada red de nubes había cubierto el cielo, y las estrellas que se habían quedado atrapadas en ella volvían plateada al Izabella.
Sin embargo, su viaje por el agua todavía no se había acabado. La corriente del río los arrastró demasiado lejos de los oscuros acantilados de Huffaker como para intentar nadar a contracorriente hacia ellos y los condujo hasta los estrechos entre las Nueve y las Diez en punto. Ahora el Izabella se hizo cargo de ellos, sosteniéndoles con sus aguas para que no tuvieran que esforzarse en nadar. Pasaron sin esfuerzo más allá de Martillobobo —donde las luces ardían y resplandecían en la agrietada bóveda de la casa de Kaspar Wolfswinkel—, hacia el sur, hacia las brillantes aguas tropicales que rodeaban la isla del Presente. El aroma soñoliento de una tarde interminable salía de la isla, que estaba en las Tres en punto, y la brisa arrastraba semillas bailarinas de las frondosas laderas de esa Hora. Pero el Presente no sería su destino. Las corrientes del Izabella les llevaron más allá de la Tarde hasta la isla vecina de Gnomon.
Antes de que pudieran llegar a las costas de esa isla, sin embargo, Malingo atisbó su salvación.
—¡Veo una vela! —exclamó, y empezó a gritar a quien fuera que estuviera en la cubierta—. ¡Aquí! ¡Aquí!
—¡Nos han visto! —dijo Candy—. ¡Nos han visto!
Capítulo 3
A bordo de Parroto Parroto
La pequeña embarcación que la visión nítida de Malingo había detectado no se movía, así que pudieron permitirle a la corriente gentil que les llevara hasta ella. Era un humilde barco pesquero de no más de cuatro metros y medio de largo y que se encontraba en unas condiciones muy ruinosas. Los miembros de la tripulación estaban trabajando duro arrastrando una red llena a rebosar de decenas de miles de pequeños peces con manchas turquesa y naranja, llamados smatterlings, a la cubierta. Hambrientas aves marinas, estridentes y agresivas, daban vueltas alrededor del navío o se mecían sobre el agua cercana, esperando robarles aquellos smatterlings que los pescadores no pudieran sacar de la red en cubierta para meterlos en la bodega del barco lo suficientemente rápido.
Para cuando Candy y Malingo llegaron a una distancia de la embarcación desde donde poder avisarles, la mayoría del trabajo duro se había acabado, y los felices miembros de la tripulación —solo había cuatro en el navío— estaban cantando una canción marinera mientras plegaban las redes.
«¡Peces que alimentan!
¡Peces del cielo!
¡Nadad en las redes
Y morded el anzuelo!
¡Alimentad a mis hijos!
¡Llenad mis colmados!
¡Por eso os adoro,
Pequeños pescados!»
Cuando acabaron la canción, Malingo les llamó desde el agua.
—¡Disculpen! —gritó—. ¡Todavía quedan un par de peces aquí abajo!
—¡Ya os veo! —dijo un joven de la tripulación.
—Lanzadles un cabo —dijo un hombre enjuto con barba en la cámara del timonel, quien aparentemente era el Capitán.
No les llevó mucho tiempo subir a Candy y a Malingo a la apestosa cubierta.
—Bienvenidos a bordo del Parroto Parroto —dijo el Capitán.
—Que alguien les traiga unas sábanas, ¿no?
Aunque el sol aún era razonablemente cálido en esa región de entre las Cuatro de la Tarde y las Cinco, el tiempo que habían pasado en el agua había dejado a Candy y a Malingo helados hasta los huesos, y agradecieron las sábanas y los boles hondos de sopa de pescado picante que les dieron unos minutos más tarde.
—Soy Perbo Skebble —dijo el Capitán—. El anciano es Mizzel, la moza de camarote es Galatea y el este joven es mi hijo Charry. Somos de Efreet, y nos dirigimos de vuelta allí con nuestra despensa llena.
—Buena pesca —dijo Charry. Tenía una cara ancha y feliz, que encajaba de forma natural con una expresión de sencilla alegría.
—Habrá consecuencias —replicó Mizzel, con unos rasgos tan naturalmente tristes como alegres eran los de Charry.
—¿Por qué tienes que ser siempre tan desagradable? —dijo Galatea, observando a Mizzel con desprecio. Su cabello estaba afeitado tan cerca de su cuero cabelludo que parecía poco más que una sombra. Sus brazos musculosos estaban decorados con elaborados tatuajes—. ¿No acabamos de salvar dos almas de morir ahogadas? Todos los de este navío estamos de parte de la Creadora. No nos va a pasar nada malo.
Mizzel simplemente la miró con desdén y arrancó bruscamente los boles de sopa vacíos de manos de Candy y Malingo.
—Todavía tenemos que pasar por Gorgossium —dijo mientras bajaba a la cocina con los boles. Le lanzó una mirada ladina y ligeramente amenazante a Candy mientras marchaba, como si quisiera comprobar si había conseguido sembrar las semillas del miedo en ella.
—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó Malingo.
—Nada —contestó Skebble.
—Oh, digámosles la verdad —dijo Galatea—. No vamos a mentir a esta gente. Eso sería vergonzoso.
—Entonces díselo tú —espetó Skebble—. Carry, ven, chico. Quiero asegurarme de que la captura está almacenada correctamente.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Candy a Galatea cuando padre e hijo hubieron ido a trabajar.
—Tenéis que entender que no hay hielo en este navío, así que tenemos que volver a Efreet antes de que los pescados se nos pudran. Lo que significa… dejad que os lo enseñe.
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