—No hay problema —dijo Candy.
—¿Van a bajar al ferry ? —le preguntó Jamjam.
—Sí —contestó ella.
—Parece que hayáis estado viajando sin descanso.
—Oh, sin duda —dijo Malingo—. Hemos visto muchas cosas durante las dos últimas semanas, viajando por todos lados.
—Tengo envidia. Yo nunca he salido de Qualm Hah. Me encantaría ir en busca de aventura.
Un minuto más tarde, el padre de Jamjam apareció con la fotografía, que aún estaba húmeda.
—Puedo venderles un bonito marco, muy barato.
—No, gracias —dijo Candy—. Ya está bien así.
Ella y Malingo miraron la fotografía. Los colores no eran demasiado fieles, pero Guumat les había retratado como si fueran dos turistas felices, con su ropa arrugada de colores llamativos, así que estaban bastante satisfechos.
Con la fotografía en mano, bajaron por la empinada colina hasta el puerto y el ferry.
—Sabes, he estado pensando… —dijo Candy mientras se abrían paso entre la gente.
—Uy, uy, uy.
—Ver el Aliento de la Princesa me hizo querer aprender más. Sobre la magia.
—No, Candy.
—¡Vamos, Malingo! Enséñame. Tú lo sabes todo de los conjuros.
—Un poco. Solo un poco.
—Es más que un poco. Una vez me dijiste que te pasabas todas las horas que Wolfswinkel se pasaba durmiendo estudiando sus grimorias y sus tratados.
El tema del mago Wolfswinkel no solían tocarlo entre ellos: los recuerdos eran demasiado dolorosos para Malingo. Había sido vendido como esclavo de niño —por su propio padre—, y su vida como propiedad de Wolfswinkel había sido una serie interminable de golpes y humillaciones. Solo la llegada de Candy a la casa del mago le había dado la oportunidad de escapar finalmente de su esclavitud.
—La magia puede ser peligrosa —dijo Malingo—. Hay leyes y normas. Supón que te enseño cosas malas y empezamos a deshacer la estructura del tiempo y el espacio. ¡No te rías! Es posible. Leí en uno de los libros de Wolfswinkel que la magia fue el comienzo del mundo. También podría ser el final.
Candy parecía irritada.
—No te enfades —dijo Malingo—. Pero no tengo el derecho de enseñarte cosas que ni siquiera yo entiendo del todo.
Candy caminó en silencio durante un rato.
—De acuerdo —dijo finalmente.
Malingo le lanzó una mirada de soslayo a Candy.
—¿Seguimos siendo amigos? —preguntó.
Ella alzó la vista hacia él y sonrió.
—Por supuesto —dijo—. Siempre.
Capítulo 2
Lo que hay que ver
Después de esa conversación, no volvieron a mencionar el tema de la magia de nuevo. Simplemente siguieron saltando de isla en isla, usando la guía consagrada de las islas, el Almenak de Klepp, como su principal fuente de información. De vez en cuando tenían la sensación de que el Hombre Entrecruzado les estaba alcanzando, y entonces interrumpían sus exploraciones y seguían adelante. Unos diez días después de haber dejado Tazmagor, sus viajes les llevaron a la isla del Gorro de Orlando. Era poco más que una simple roca con un psiquiátrico construido en lo más alto. El edificio había sido desocupado muchos años atrás, pero su interior conservaba los signos inconfundibles de la locura de sus inquilinos. Las paredes blancas estaban cubiertas con garabatos extraños que, en algunos puntos, se convertían en la imagen reconocible de un lagarto, un pájaro, para después reducirse a garabatos de nuevo.
—¿Qué le pasó a toda la gente que vivía aquí?
Candy se lo preguntaba.
Malingo no lo sabía. Pero rápidamente decidieron que ese no era un lugar en el que quisieran detenerse. El manicomio tenía ecos extraños y tristes. De modo que volvieron al pequeño puerto a esperar otro bote. Había un anciano sentado en el muelle, enrollando un cabo desgastado. Tenía un aspecto extraño, con los ojos entornados, como si fuera ciego. Ese no era el caso, de todos modos. En cuanto Candy y Malingo se acercaron, empezó a observarles.
—No deberías haber vuelto —refunfuñó.
—¿Yo? —dijo Malingo.
—No, tú no. Ella. ¡Ella! —Señaló a Candy—. Te encerrarán.
—¿Quién?
—Ellos lo harán, en cuanto sepan qué eres —dijo el hombre, incorporándose.
—No te acerques —le advirtió Malingo.
—No pienso tocarla —contestó el hombre—. No soy tan valiente. Pero puedo ver. Oh, puedo ver. Sé qué eres, niña, y sé lo que haces. —Sacudió la cabeza—. No te preocupes, no te tocaré. No, señor. Yo no haría algo tan estúpido como eso.
Y, después de pronunciar estas palabras, los rodeó, procurando mantener la distancia, y echó a correr por el muelle chirriante y desapareció entre las rocas.
—Bueno, supongo que eso es lo que pasa cuando dejas salir a tipos chiflados —dijo Malingo con una alegría forzada.
—¿Qué era lo que veía?
—Está loco, mi señora.
—No, realmente parecía que estuviera viendo algo. Por el modo en que me miraba.
Malingo se encogió de hombros.
—No sé —dijo. Tenía abierta su copia del Almenak y la usó para cambiar de tema ágilmente—. Sabes, siempre he querido ver la cripta de Hap —dijo.
—¿En serio? —dijo Candy, sin apartar la vista de las rocas por donde el hombre había desaparecido—. ¿No es una simple cripta? Bueno, es lo que dice Klepp.
Malingo leyó en voz alta un fragmento del Almenak.
—«Huffaker: la cripta de Hap de Huffaker, que está en las Nueve en Punto de la Noche… Huffaker es una isla impresionante, en el sentido topográfico. Sus formaciones rocosas, sobre todo las que están bajo tierra, son enromes y están hermosamente elaboradas, ¡asemejándose a catedrales y templos naturales!» Interesante, ¿no? ¿Quieres ir?
Candy seguía distraída. Su sí apenas fue audible.
—Pero escucha esto —Malingo continuó, haciendo todo lo posible por apartar sus pensamientos de las palabras del anciano—. «La más grande es la cripta de Hap»… bla-bla-bla… «descubierta por Lydia Hap»… bla-bla-bla… «Fue la señorita Hap la primera en sugerir la cámara de Skein.»
—¿Qué es Skein? —dijo Candy, algo más interesada.
—Cito: «Es el hilo que une todas las cosas vivas y muertas, sintientes y no pensantes con otras cosas».
Ahora Candy sí que estaba interesada. Se situó al lado de Malingo, mirando el Almenak por encima de su hombro. Él siguió leyendo en voz alta.
—«Según la persuasiva señorita Hap, el hilo se origina en la cripta de Huffaker, y aparece momentáneamente en forma de luz parpadeante antes de recorrer Abarat, invisible… para conectarnos, los unos con los ostros.» —Cerró el Almenak —. ¿No crees que deberíamos ver esto?
—¿Por qué no?
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