—Oh, qué decepción —comentó Carroña, pateando el pie del hombre para confirmar que el miedo efectivamente había acabado con él—. Pensé que duraría más tiempo.
Volvió a hablar en idioma antiguo y las ahora nutridas y perezosas pesadillas se desanudaron de la cabeza de su víctima y volvieron hacia Carroña. Houlihan no pudo evitar alejarse uno o dos pasos por si las pesadillas le confundían con otra fuente de comida.
—Vete, pues —le dijo Carroña—. Tienes trabajo que hacer. ¡Encuentra a Candy Quackenbush!
—Dicho y hecho —contestó Houlihan.
Sin mirar atrás ni para echar un vistazo, se apresuró a salir de la cámara de los horrores y bajó por las escaleras de la Duodécima torre.
Primera parte
Bichos raros, dementes y fugitivos
Nada
Tras una batalla que se alargó durante siglos,
El Diablo ganó,
Y le dijo a Dios (quien fue su Creador): «Señor,
Estamos a punto de presenciar la destrucción de la Creación
De mi mano.
No quiero que me consideres un ser cruel,
Así que, te lo suplico, coge tres cosas
De este mundo antes de que lo destruya.
Tres cosas, y las demás desaparecerán.»
Dios lo pensó un breve momento.
Y al final contestó:
«No, no hay nada.»
El Diablo se sorprendió.
«Ni siquiera Tú, Señor?» preguntó.
Y Dios dijo:
«No. Ni siquiera yo.»
De las Memorias del Fin del Mundo
Autor desconocido
(Poema favorito de Christopher Carroña)
Capítulo 1
Retrato de una chica y un geshrat
—Hagámonos una foto —le dijo Candy a Malingo.
Estaban paseando por una calle de Tazmagor, donde, al encontrarse en la isla de Qualm, eran las nueve en punto de la mañana. El mercado tazmagoriano estaba a pleno rendimiento, y en mitad de todas las compras y ventas, un fotógrafo llamado Guumat había montado un estudio improvisado. Había colgado un telón de fondo de color crudo de un par de perchas y había colocado su cámara, un aparato gigantesco montado sobre un trípode de madera pulida, enfrente. Su ayudante, un joven que compartía con su padre el peinado en forma de cresta y una piel con leves rayas azules y negras, exhibía un tablón con ejemplos de las fotografías de Guumat el Viejo.
—¿Quieren que Guumat el Viejo les haga una foto? —le preguntó el joven a Malingo—. Les sacará muy bien.
Malingo sonrió.
—¿Cuánto cuesta?
—Dos paterzemes —dijo el padre mientras apartaba gentilmente a su hijo para cerrar el trato.
—¿Por los dos? —inquirió Candy.
—Una foto, mismo precio. Dos paterzemes.
—Podemos permitírnoslo —le dijo Candy a Malingo.
—Quizá les gustan los disfraces. ¿Sombreros? —les preguntó Guumat, mirándoles de arriba abajo—. Sin coste adicional.
—Nos está diciendo amablemente que parecemos vagabundos —dijo Malingo.
—Bueno, lo somos —contestó Candy.
Al oír esto, Guumat se mostró desconfiado.
—¿Pueden pagar? —demandó.
—Sí, por supuesto —dijo Candy, y rebuscó en el bolsillo de sus pantalones de estampados llamativos, sujetos con un cinturón tejido con biffelreeds, y sacó unas monedas, seleccionó algunas y le entregó las paterzemes a Guumat.
—¡Bien! ¡Bien! —dijo—. ¡Jamjam! Tráele un espejo a la señorita. ¿Qué edad tiene?
—Casi dieciséis, ¿por qué?
—Póngase algo mucho más propio de una dama, ¿de acuerdo? Tenemos cosas bonitas. Como le digo, sin coste adicional.
—Estoy bien. Gracias. Quiero recordar esto tal y como es. —Sonrió a Malingo—. Dos viajeros en Tazmagor, cansados pero felices.
—Eso es lo que usted quiere; eso es lo que yo le doy —Guumat dijo.
Jamjam le tendió un espejito y Candy consultó su reflejo. Estaba hecha un desastre, sin duda alguna. Se había cortado el cabello muy corto un par de semanas antes para poder esconderse de Houlihan entre los monjes de Soma Pluma, pero el corte había sido muy apresurado y ahora le crecía por todos lados.
—Te ves bien —dijo Malingo.
—Tú también. Toma, mírate.
Le prestó el espejo. Sus amigos de Chickentown se habrían reído de la cara de Malingo, con su tono de piel naranja oscuro y los abanicos de piel curtida que asomaban a cada lado de su cabeza, apropiada solo para halloween. Pero en el tiempo que habían pasado viajando juntos por las islas, Candy había llegado a amar el alma dentro de esa piel: bondadosa y valiente.
Guumat les colocó delante de su cámara.
—Tienen que quedarse muy, muy quietos —les indicó—. Si se mueven, saldrán movidos. Bien, ahora déjenme que prepare la cámara. Denme uno o dos minutos.
—¿Qué te hizo querer una fotografía? —preguntó Malingo por la comisura de la boca.
—Tenerla. Para no olvidarme de nada.
—Como si eso fuera posible —dijo Malingo.
—Por favor —dijo Guumat—. Quédense muy quietos. Necesito concentrarme.
Candy y Malingo guardaron silencio un momento.
—¿En qué estás pensando? —murmuró Malingo.
—En la visita a Yzil, al mediodía.
—Ah, sí. Eso es algo que seguro que recordaremos siempre.
—En especial después de ver su…
—El Aliento de Princesa.
Ahora, sin que Guumat lo pidiera, se quedaron en silencio durante un largo rato, recordando su breve encuentro con la Diosa en la Isla del Mediodía, Yzil. Candy la había visto primera; una mujer pálida y bella, vestida de rojo y naranja, de pié en una mancha de luz cálida, expulsando con su aliento una criatura viva, un calamar purpúreo. Este, según se decía, era el modo en que la mayoría de especies de Abarat habían sido creadas. Habían sido expulsadas con el aliento de la Creadora, quien había entonces permitido al suave viento que soplaba constantemente entre los árboles y las vides de Yzil reclamar al recién nacido de sus brazos y conducirlo hasta el mar.
—Eso fue asombroso.
—¡Estoy listo! —anunció Guumat desde debajo de la tela negra bajo la que se había agachado—. A la de tres hacemos la foto. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres! ¡Quietos! ¡No se muevan! ¡No se muevan! Siete segundos.
Alzó la cabeza por fuera de la tela y consultó su cronómetro.
—Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. ¡Ya está! —Guumat deslizó un filtro para detener la exposición—. ¡Fotografía hecha! Ahora tenemos que esperar unos minutos para que prepare una copia para ustedes.
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