Clive Barker - Días de magia, noches de guerra

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Días de magia, noches de guerra: краткое содержание, описание и аннотация

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Los sueños pueden convertirse en pesadillas.Candy está en el archipiélago de Abarat, huyendo de isla en isla para que no la atrapen los asesinos enviados por Carrion, el Señor de la Medianoche, que conspira para que caiga sobre Abarat la oscuridad más absoluta.Por suerte, Candy ha comenzado a desarrollar asombrosos poderes mágicos y, junto a sus compañeros, la joven emprende una aventura donde tendrá que tomar decisiones que alterarán la vida de todos los que la rodean, justo cuando la batalla entre luz y oscuridad está a punto de comenzar."Te mantiene enganchado a sus páginas con mucha facilidad." The New York Times Magazine"Una segunda entrega impresionante que revela su verdadera identidad en el asombroso clímax de la novela." Jennifer Hubert

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La isla de Huffaker estaba a solo una Hora de distancia de Yeba Día Sombrío, la primera isla que Candy había visitado en su llegada a Abarat. Pero, mientras Yeba Día Sombrío aún tenía algunos rayos de luz tardía en el cielo que la cubría, Huffaker estaba bañada en oscuridad, una gruesa masa de nubes que oscurecían las estrellas.

Candy y Malingo se hospedaron en un hotel andrajoso cerca del puerto, donde comieron, hicieron sus planes para el viaje y, tras algunas horas de sueño, partieron hacia la carretera oscura, aunque debidamente señalada, que conducía hasta la Cripta. Habían tomado la precaución de cargar con comida y bebida, puesto que la necesitaban. El viaje era considerablemente más largo de lo que les había hecho pensar el dueño del hotel, quien les había dado algunas indicaciones. De vez en cuando, oían el ruido de algún animal persiguiendo y derribando a algún otro en las tinieblas, pero generalmente el trayecto estuvo desprovisto de acontecimientos.

Cuando finalmente llegaron a las cuevas, se encontraron con que algunos de los escarpados pasadizos tenían antorchas llameantes colocadas en unos soportes dispuestos a lo largo de las frías paredes para iluminar la ruta. Sorprendentemente, teniendo en cuenta cuán extraordinario sonaba el fenómeno, no había más visitantes allí para presenciarlo. Estaban solo ellos dos recorriendo los empinados caminos que les guiaban dentro de la Cripta. Pero no necesitaban a ningún guía que les indicara cuándo habían llegado a su destino.

—Oh, Dios Lou… —dijo Malingo—. Mira este lugar.

Su voz resonó a lo largo de la extensa caverna en la que habían entrado. Del techo, que se encontraba a suficiente distancia de la luz de las antorchas como para estar sumido en completa oscuridad, colgaban docenas de estalactitas. Eran inmensas, cada una podía ser fácilmente del tamaño del capitel invertido de una iglesia. Eran las perchas de los murciélagos abaratianos, un detalle que Klepp había olvidado mencionar en su Almenak . Las criaturas eran más grandes que cualquier murciélago que Candy hubiera visto en Abarat, y ostentaban una constelación de siete ojos brillantes.

En cuanto a las profundidades de la caverna, eran de un negro tan oscuro como el techo.

—Es mucho más grande de lo que esperaba —dijo Candy.

—¿Pero dónde está el Skein?

—No lo sé. Quizá lo vemos si nos ponemos en el centro del puente.

Malingo le dedicó una mirada nerviosa. El puente que colgaba sobre la oscuridad insondable de la Cripta no parecía muy seguro. Las vigas estaban agrietadas y eran antiguas; las cuerdas, desgastadas y delgadas.

—Bueno, ya que hemos llegado hasta aquí —dijo Candy—, será mejor que veamos lo que hay que ver.

Puso un pie tentativo sobre el puente. No cedió, así que se arriesgó a seguir adelante. Malingo la siguió. El puente crujió y se balanceó; las tablas —dispuestas a escasos centímetros las unas de las otras— rechinaban con cada paso que daban.

—Escucha… —susurró Candy cuando llegaron a la mitad del puente.

Encima de ellos podían oír el parloteo de un murciélago parlanchín. Y, muy a lo lejos, bajo ellos, una corriente de agua.

—Hay un río aquí abajo —dijo Candy.

—El Almenak no dice…

Antes de que Malingo pudiera terminar su frase, una tercera voz emergió de las tinieblas y resonó por toda la Cripta.

—Mientras viva y respire, ¿me harás el favor de mirarlo? ¡Candy Quackenbush!

El grito alteró a varios murciélagos. Se precipitaron desde sus perchas hacia el aire oscuro y, al hacerlo, despertaron a cientos de sus hermanos, de modo que, en pocos segundos, incontables murciélagos aleteaban sin descanso; una nube agitada agujereada por constelaciones cambiantes.

—¿Eso ha sido…?

—¿Houlihan? —dijo Candy—. Me temo que sí.

Tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, se oyeron pasos al final del puente, y el Hombre Entrecruzado apareció a la luz de las antorchas.

—Por fin —dijo—, te tengo donde no puedes huir.

Candy echó un vistazo al tramo de puente que tenían detrás. Uno de los stitchling secuaces de Houlihan apareció de las tinieblas y avanzaba hacia ellos a zancadas. Era una cosa grande y deforme, con los dientes propios de una calavera, y, en cuanto puso un pie en el puente, la frágil estructura comenzó a balancearse de lado a lado. Al stitchling sin duda le gustaba esa sensación, ya que procedió a zarandear su peso de aquí para allá, haciendo más y más violento el movimiento. Candy se agarró a la barandilla, y Malingo hizo lo mismo, pero las cuerdas desgastadas ofrecían poco consuelo. Estaban atrapados. Houlihan avanzaba ahora desde su extremo del puente. Había cogido una de las antorchas llameantes de la pared y la sujetaba delante de él mientras avanzaba. Su rostro, con sus tatuajes entrecruzados, relucía por el sudor y el triunfo.

Por encima de sus cabezas, la nube de murciélagos seguía creciendo, a medida que los sucesos del puente perturbaban a más y más de ellos. Algunos de los más grandes, quizá con la intención de expulsar a los intrusos, se abalanzaban sobre Candy y Malingo, soltando chillidos estridentes. Candy hizo todo lo posible por ignorarles; le preocupaba mucho más el Hombre Entrecruzado, quien ahora no se encontraba a más de dos metros y medio de distancia.

—Te vienes conmigo, niña —le dijo—. Carroña quiere verte en Gorgossium.

De repente tiró la antorcha por encima de la barandilla y, con las dos manos ya vacías, echó a correr hacia Candy. Ella no tenía a donde ir.

—¿Ahora qué? —dijo él.

Candy se encogió de hombros. Desesperada, buscó a Malingo a su alrededor.

—Será mejor que veamos…

—¿Lo que hay que ver? —contestó él.

Ella sonrió levemente y, entonces, sin ni siquiera echar un vistazo a sus perseguidores de nuevo, los dos se lanzaron de cabeza por encima de la cuerda que servía de barandilla.

Mientras se zambullían en la oscuridad, Malingo soltó un grito salvaje de euforia, o quizá miedo, quizá ambos. Pasaron segundos y seguían cayendo y cayendo y cayendo. Y todo estaba oscuro a su alrededor y los chillidos de los murciélagos se habían desvanecido, borrados por el ruido del río que tenían debajo.

Candy tuvo tiempo de pensar: «Si nos golpeamos contra el agua a esta velocidad nos partiremos el cuello», y entonces Malingo le agarró la mano y, haciendo uso de algunos trucos acrobáticos que había aprendido colgándose boca abajo del techo de Wolfswinkel, consiguió darles la vuelta a los dos, de modo que ahora caían con los pies por delante.

Dos, tres, cuatro segundos más tarde, cayeron al agua.

No estaba fría. Al menos no congelada. Aun así, la velocidad que llevaban los sumergió muy hondo, y el impacto los separó. Candy sufrió un momento de pánico al pensar que ya había agotado todo el aire que había cogido.

Entonces, ¡gracias a Dios! Malingo la agarró otra vez y, agonizando para coger aire, salieron juntos a la superficie.

—¿Ningún hueso roto? —jadeó Candy.

—No. Estoy bien. ¿Tú?

—No —contestó, casi sin creérselo—. Pensaba que ya nos tenía.

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