Menara Guizardi - Des/venturas de la frontera

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Por varios años, los autores se dedicaron a acompañar las experiencias de las mujeres peruanas que viven, transitan y trabajan entre las ciudades fronterizas de Arica (Chile) y Tacna (Perú). Con enorme generosidad, ellas les abrieron las puertas de sus casas y les contaron sus historias de vida, las de sus madres y las de sus abuelas. La narrativa de estas mujeres, el tiempo y las escenas que ellas compartieron, condujeron al tema central de este libro: la relación entre violencia de género, constitución de la agencia y el «ser femenino» de las mujeres migrantes que enfrentan (no siempre con éxito) las imposiciones del patriarcado en las fronteras del Estado-nación.

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Trabajando en Arica, Rafaela logró reunir los recursos para arrendar una casita en Tacna y traer a la ciudad a sus hermanas menores (que tenían entonces doce, once y nueve años), y su hermanito pequeño (de seis años). Después de la muerte de su papá, trajo también a su mamá y fue, por mucho tiempo, la principal fuente de recursos de su núcleo familiar en Tacna. Muchas veces pensó en migrar más lejos, irse a Santiago. Pero la responsabilidad familiar la frenó. Gracias a Rafaela, sus hermanas y hermano pudieron estudiar.

Cuando cumplió veintitrés años, su madre empezó a insistirle en que hiciera su propia vida, constituyera una familia porque sus hermanas estarían “abusando de su buena voluntad”. Y como los caminos de la vida son impredecibles, Rafaela volvió a encontrarse con un compañero de su infancia en Candarave, de quien estuvo enamorada en la adolescencia; y quien se presentó en su casa con su padre y madre para pedirla en matrimonio.

Yo acepté, pero con una condición. Le dije que yo acepto, pero que yo trabajo para mis hermanas. Ellas están estudiando todavía y voy a seguir trabajando allá [en Arica]. No quiero que me digan que por qué doy, por qué no doy. No me gusta que me controlen. Si aceptas esas condiciones, yo voy a estar contigo. Y él aceptó (Rafaela, diciembre 2012).

Poco después, Rafaela se arrepentiría de esta decisión. Descubriría que su pareja era alcohólica como su papá. Además, había rumores de que él solo quería, en realidad, sacarle el dinero. Al parecer, la estabilidad económica que resultaba de su duro trabajo como migrante en Chile provocaba, simultáneamente, desbarajustes en las relaciones familiares y conyugales para los cuales Rafaela no estaba preparada. Intentando solucionar estos conflictos, llegó incluso a separarse y le exigió a su pareja que se fuera de su casa en Tacna (donde él se fue a vivir). Pero tuvo que claudicar en esta decisión al descubrirse embarazada. Para las fiestas de fin de año de 2003, Rafaela llevaba seis meses de gestación. Pasaría las Navidades en Arica (porque le tocaba trabajar), y el año nuevo en Tacna, con su marido:

Cuando regresé para año nuevo allá, yo lo esperé con comida, con chocolatada, con todo, y él nunca apareció en la casa. Entonces yo estaba tan molesta, tan molesta, que me devolví, otra vez, bien temprano. A primera hora, agarré y me vine para acá [a Arica]. Mi jefa me preguntaba qué me pasaba. Le dije que me había aburrido allá. Fue un día jueves, que era primero [de enero]. El miércoles en la noche él supuestamente estaba tomando, por eso nunca llegó a la casa. Según su jefe, que había pasado [año nuevo] con los que estaban tomando, él pasó la medianoche con ellos y, como a la una, salió, diciendo que iba a encontrarse conmigo en la casa. Nunca llegó. Claro, nunca llegó, porque lo atropellaron. Nadie supo, ni sus hermanas. Nadie supo, porque él andaba sin documentos. Llegó vivo al hospital. Lo cocieron, le arreglaron todo. Estaba vivo hasta las seis de la mañana. Y, a esa hora, según el doctor, dijo dos palabras que había hablado. “¿Cuáles son las palabras?”, le pregunté al doctor. Había dicho: “Mi señora, mi hija”. Eso dijo y murió (Rafaela, diciembre 2012).

El incidente trastocó a Rafaela, sumiéndola en una depresión profunda que le hizo enfermar gravemente en el período posparto. Siguió trabajando sola en Arica. De hecho, trabajó hasta la mañana del día en que entró en trabajo de parto y tuvo a su hijo en el hospital público de la ciudad chilena. Nadie la acompañó en el nacimiento de su hijo, que fue registrado como chileno. Su principal preocupación era sobre cómo seguir trabajando y cuidándolo sola (el bebé era un varón, al contrario de lo que pensó hasta el último momento el papá). Era imposible, pensaba.

Mientras estaba en su licencia posnatal, se enfermó cada vez más y su mamá la llevó con el niño a Candarave, donde esperaba ofrecerle un espacio más tranquilo, con la cabeza lejos de las responsabilidades. Rafaela recuerda solo pequeños retazos de este período. Lo pasó muy mal, pero juntó sus fuerzas para emprender su viaje de vuelta a Arica. Se consiguió una casita en un campamento y decidió limpiar casas por día. Con algo más de flexibilidad horaria, podía organizarse mejor para los cuidados del pequeño e incluso llevarlo a la espalda al trabajo (en su aguayo, tal como hacía con sus hermanas y hermanos). Cuando el pequeño cumplió tres años, lo matriculó en una escuela municipal de educación inicial (en el “kínder”, como se dice en Chile). A los siete, el niño entró a un colegio, pero su experiencia entre los compañeros de clase chilenos era muy dura: le trataban de negro e indio. De “peruano ilegal”. Para las fiestas patrias chilenas, en septiembre, le apuntaban metralletas simuladas con los cuadernos y, pensando reproducir los refranes militares chilenos de la guerra del Pacífico (1879-1883), le gritaban “muerte a los peruanos”. Su hijo nos contó, cuando hablamos de esto con él, que siempre se adelantaba a mostrar su carné de identidad chileno, o decir que en Arica también hay muchos que, como él y su mamá, también tienen la piel morena.

Rafaela decidió entonces mandarle a su casa en Tacna. Allá, cuidado durante la semana por la abuela, el niño va a un colegio católico particular. Le dan una beca porque es muy buen estudiante. Rafaela lo ve todos los fines de semana, cuando tiene su día libre. La semana pasa muy rápido en Arica, dice. Trabajando tres turnos para juntar los recursos para seguir construyendo su casa en Tacna y para los gastos de su hijo, de su mamá y de su hermano menor (el único que aún no se independizó económicamente), apenas le queda tiempo para nada más.

Indagaciones circulares

La historia de vida de Rafaela ilustra y ejemplifica casi la totalidad de procesos socioeconómicos y culturales que observamos incidir en la constitución de las mujeres peruanas como sujetos transfronterizos. Estos procesos encarnados, observados reiteradamente en la historia de tantas mujeres, inspiraron los interrogantes que dieron origen a este libro.

En la trayectoria de Rafaela, la vemos cruzar un sinfín de obstáculos, atravesando limitaciones y desafiando (por lo menos parcialmente) a las jerarquías y disposiciones sociales que demarcan las posibilidades de movilidad para las mujeres. Nuestra protagonista condensa, en su itinerario vital, diversos factores que empujan a los sujetos a condiciones marginales de la jerarquía social peruana. Ella es indígena, originaria de sectores rurales empobrecidos7. Proviene de una familia aymara que ha sido desposeída de sus territorios por el avance de la industria minera (por los capitales e intereses macroeconómicos), cuestión que además ha contribuido a profundizar el alcoholismo de su padre (quien siempre se avergonzó de no poder ejercer el rol proveedor del núcleo familiar). Aunque pueda parecer una obviedad, y quizás justamente por ello, hay que reiterar que Rafaela es mujer, además de indígena, del campo y pobre. Su condición femenina dictó su obligación social de aceptar la violencia paterna y también la materna, y su entrega a terceras familias para la explotación de su mano de obra. El tránsito entre casas para trabajo esclavo inició a nuestra protagonista en una intensa circularidad de migraciones entre ciudades, villas y campos del sur peruano. Por ello, y por su responsabilidad laboral iniciada a edad muy temprana, no ha podido dar proseguimiento a sus estudios: tuvo poco acceso a la educación formal.

Todo este proceso se enmarca en un contexto social transversalmente impactado por las violencias de género; además de sufrir esta realidad de la mano de sus progenitores y madrinas, Rafaela la sufrió de desconocidos. Su experiencia del “ser mujer” está fuertemente impactada por la violación sufrida cuando niña, y también por las violencias machistas que se repiten en diferentes momentos de su historia migratoria. Estas violencias de género también se manifiestan en la sobrecarga de la madre de Rafaela; en la persistencia de una responsabilidad femenina de hacerse cargo de todo el núcleo familiar, en términos económicos y de cuidados. Rafaela reproduce esta especie de prisión femenina en la que vive su madre, porque se hace cargo de sus hermanas y hermano menor.

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