Federico Galende
RANCIÈRE
Lo que en la imagen pensativa está en juego es el poder de cada quien para traducir lo que allí percibe o experimenta a una aventura intelectual singular y libre.
Partiendo del pensamiento de Jacques Rancière, este libro se enfoca en el carácter performático que subyace a las prácticas, las palabras y las teorías en lo que respecta a la construcción de comunidades sensibles inéditas y al modo particular en que los seres nos transmitimos unos a otros la actualización de nuestras capacidades y el contagio de nuestras potencias.
En este sentido, no es un libro sobre el poder, sino sobre la potencia que nace de una inteligencia en común o, si se prefiere, de un comunismo de las inteligencias. Este comunismo funciona como un presupuesto, como una poética o una abstracción que puede siempre materializarse, pues lo que hombres y mujeres compartimos a la hora de emanciparnos no es la lucha singular por una causa en común, sino una lucha en común por causas que nos son singulares.
Federico Galende retoma en Rancière el tema del pueblo y la puesta en común de formas de experimentación que son singulares, viejo dilema al que este libro aporta nuevas preguntas.
Rancière
El presupuesto de la igualdad en la política y en la estética
Federico Galende
Para Horacio González
Las repulsivas costumbres de los funcionarios del castillo, cuyo poder puramente abstracto se alimenta parasitariamente de la impotencia concreta del pueblo.
W. G. SEBALD
Este libro, escrito hace una década atrás, no alcanzó a ser contemporáneo del “Ni una menos” y el conjunto de reivindicaciones que los movimientos feministas del mundo hicieron estallar casi al unísono sobre la tierra. Sin embargo, percibió atisbos de su configuración en el contexto específico en el que fue escrito: el de las intifadas de la primavera árabe, el del movimiento de los indignados de España, el de las marchas de las trabajadoras y los trabajadores de Londres, el de las manifestaciones de Wall Street o el de las masivas irrupciones del estudiantado en Chile. Las protestas del feminismo pusieron de relieve las inquietudes de un siglo que dio la impresión de iniciarse poniendo severamente en crisis el libreto de una historia –letrada, oficial, a la europea – que había atravesado las distintas eras de la humanidad dejando sistemáticamente de lado la potencia igualitaria de las culturas populares. Culturas que por lo demás, como señaló Josep Fontana y como lo probó Carlo Ginzburg en esa viga central de la microhistoria que fue El queso y los gusanos , merecerían llamarse “críticas”, puesto que su caracterización como “populares” fue históricamente el recurso que tuvieron las elites para situarla por debajo de la cultura letrada.
Lo que estuvo a la base de todas estas revueltas es el pueblo. Pero el pueblo no es una cosa, no es algo en sí mismo; es más bien la forma heterónoma de lo que rehúye a cualquier categoría que busque apropiarlo o definirlo. El hecho de que las mujeres no sean tampoco algo en sí mismo, una identidad definida o articulada a la manera de una totalidad, mantiene el sentido de este libro, cuyo problema fundamental fue poner en entredicho muchos de los esquemas categoriales con los que se había hecho una costumbre ya proceder en el campo de la filosofía, en el de las humanidades y en el del discurso académico en general.
La matriz de ese entredicho sigue estando en la lucha que libran los pobres contra los ricos, una lucha de la que no puede afirmarse que se limite a una mera confrontación entre clases. Por supuesto que la confrontación existe, pero como parte de una tensión casi inmemorial que tiene de un lado el poder articulado y viril del uno, y la potencia igualitaria de una multiplicidad heterogénea, del otro. Si esta confrontación toca a la filosofía, es simplemente en virtud de que lo que la multiplicidad introduce en las llanuras del pensamiento filosófico es el escándalo mismo del pensar.
Este escándalo forma parte del partido de los pobres, en el sentido de que “pobres” no son esta o aquella persona en particular (por mucho que también lo sean), sino la reunión de todas las causas humanas que luchan contra el poder del uno sin el consuelo previo de una síntesis que las articule. Sabemos que pastores, intelectuales y sacerdotes suelen precipitarse, tal como no dejaron de hacerlo en los umbrales de este siglo, a abjurar de estas luchas despojadas de una vanguardia que las dirija, de estas improvisadas irrupciones de las mujeres y los hombres del pueblo que de pronto parecen prescindir tanto del horizonte salvífico que trazan probos y expertos, como de los edictos catastrofistas que los inmoviliza. Pero lo cierto es que hay en esto una liberación, un descarte de dictámenes y recetas que lleva a pensar la política en la línea que piensan los feminismos, es decir: como la manera que tienen los cuerpos de definir autónomamente sus formas de estar juntos. No hay otra política que no sea esta, y por eso el problema del pensamiento no es en este aspecto la suspensión de la historia de la metafísica o la pregunta por el origen del Ser, sino más precisamente cómo se enhebran y distribuyen los cuerpos, los textos y las voces sobre la superficie de esta palabra en común.
En relación a esto, la obra de Jacques Rancière representa un aporte fundamental, no solo en virtud de su inclinación por pensar la teoría como una forma de experimentación que pone en común pensamientos habitualmente desencontrados –como lo hace el arte con la comunidad entre los materiales– o por su disposición a hacer pasar la filosofía por un abanico de géneros vinculados a lo sensible que van de la literatura al cine pasando por el teatro, el ensayo o la historiografía, sino también por su persistente rechazo a relacionar la política con el poder.
Rancière dedicó buena parte de sus investigaciones a una provocación que mantiene también su vigencia, y que consiste básicamente en liberar la lógica de la emancipación de la telaraña teórica en la que la ha mantenido entrampada un cierto dogma de izquierda. Esa telaraña fue custodiada a menudo por un pensamiento –él mismo viril, obsesivo– que residió en presuponer la existencia de un punto de llegada al que los oprimidos accederían a condición de que no equivocaran el rumbo, trazado por lo demás de antemano por las directrices espirituales de la revolución teórica. Su conocida posición es la de que esta idea, según la cual los oprimidos desconocen los mecanismos que los oprimen, de manera que deben seguir las directrices de los instruidos en el campo de la ciencia o de la teoría, no se diferencia tanto de aquella otra que asocia la política con la gestión de un orden en el que cada una de las cosas debe permanecer en su lugar. De ahí su insistencia por desarmar el nudo que une las formas de emancipación a los privilegios que son propios del saber de la crítica ilustrada.
Desarmar este nudo significa repensar la separación entre la potencia autónoma de los emancipados del repetido poder de una crítica consagrada a exhibir al pueblo como una materia manipulada. Como entre el régimen comisarial que cautiva que nada ni nadie se mueva del sitio que le ha sido asignado y este otro régimen de la crítica que observa en cada cosa que se mueve una especie de avance ciego hacia alguna emboscada existe más de una simbiosis, lo que a Rancière le interesa es pensar la emancipación como una forma de interrupción y reconfiguración de ese reparto desigual de las partes que el régimen policial entabla y que la crítica, de un modo consciente o inconsciente, propaga.
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