La expresión de esta interrupción no es un aporte de la filosofía a la política; es al revés: hay política cuando la autonomía de la emancipación altera el orden que la filosofía compone. La política es de esta manera una forma libre que desregula el reparto social establecido, pero justamente por esto es necesario que la teoría adopte ella misma un comportamiento experimental, performático. Una teoría no es interesante por el despliegue del acumulado que la conduce a una interpretación estable y privilegiada del estado de las cosas, a un diagnóstico más correcto o menos correcto que la pone a la cabeza de aquello que debe ser transferido o enseñado; su interés reside más bien en la capacidad práctica con la que cuenta a la hora de proponer relaciones que recogen en una misma asociación formas de pensar escindidas, conjunciones o correspondencias inesperadas. La teoría es una práctica performática que propone a la vida colectiva los mismos supuestos con los que experimenta.
Esto quiere decir que entre la autonomía del pensar filosófico y las formas performáticas o experimentales que al interior de este espacio demarcado se llevan a cabo, no hay ninguna contradicción. No es necesario difundir ante el pueblo la promesa eterna de que algún día el filósofo destruirá la distancia que lo separa de la vida para sumergirse por fin en ella, promesa culposa de una vanguardia pasada por el cedazo de una moral ecuménica, ni tratar de derrumbar desde dentro el edificio de la metafísica bajo la ilusión de que se cuenta para ello con la exclusividad de ser “filósofo”. Se puede ser filósofo contemplando de antemano la eventualidad de que esa destrucción sea efecto de una erosión compleja, sin vectores ni trazados previos, en la que se superponen una serie de prácticas heterogéneas.
Este poder performático del discurso teórico tiene que ver con la decisión radical de sustituir la filosofía política por un tipo de experiencia política que la filosofía hace al entrar en relación con lo múltiple. Entrar en relación con este múltiple significa desechar la definición filosófica de la política, así como también la precomprensión teórica de lo que significa emanciparse. De este doble rechazo no sería serio afirmar ni que se realiza de un plumazo ni que Rancière lo consuma en su totalidad. Hay algo relativamente ineludible en el modo que tiene toda filosofía de hacerse cargo del registro experimental de la interrupción política. Pero pese a esto es posible abrir el pensamiento a una serie de presupuestos de los que hombres y mujeres podemos tomarnos para ver qué sucede con ellos.
El más importante de estos presupuestos es el de la igualdad, que como sabemos no es para Rancière parte de un horizonte que alcanzaremos en conjunto depositando nuestra fe en la revolución o el progreso, sino un punto de partida, un axioma, una condición que nos habita y de la que podemos hacer uso para interrumpir el régimen desigual que de ese presupuesto nos separa. Lo que nos vuelve iguales unos a otros es contar con una voluntad de la que la inteligencia es su sierva. La idea de una voluntad servida por su inteligencia significa en la práctica que no hay personas más inteligentes que otras, personas que por el camino de la instrucción o por algún don natural del espíritu resultan más perspicaces que otras, pues lo que es propio en tanto que singular no es la inteligencia misma, la inteligencia como tal, sino la voluntad de cada quien por participar de la potencia común de los seres intelectuales.
Este presupuesto conduce al siguiente: cuando esta voluntad por participar de esa potencia común de los seres intelectuales se afirma, entonces hay emancipación. Esto se debe a que hombres y mujeres –a diferencia de como lo sopesan policías de gobierno o policías teóricas– no necesitan para emanciparse de que alguien les explique la manera en que son oprimidos. Lo que necesitan es simplemente reanudar la confianza en sus propias capacidades a fin de interrumpir el régimen ficticio que separa a los capaces de los supuestos incapaces. La política para Rancière se juega aquí, en esto que podríamos llamar “un comunismo de la inteligencia”.
Sobra decir lo poco que esto último tiene que ver con esa dialéctica que recorrió buena parte del siglo XX y que, a partir de Benjamin o de Brecht, exploró en las diversas formas de politizar el arte una alternativa a las supuestas manipulaciones del pueblo por parte de un esteticismo abocetado en las madrigueras abyectas del nazismo. Discutir esta dialéctica de las manipulaciones condujo experimentalmente a este pequeño libro sobre Rancière a tensionar tres relaciones que en aquel momento fueron erosionadas de un modo práctico: la relación que une la lección del orden explicador a la recepción pasiva de los no instruidos; la que une el espíritu superior de las vanguardias partidarias a los procesos de autodeterminación de los oprimidos; y la que une el virtuosismo del arte político a la concientización del espectador anestesiado por la forma burguesa o la estetización de la vida.
El motivo por el que no sería sensato seguir pensando estas tres relaciones (pertenecientes en principio cada una de ellas al campo de la ciencia, la política y la estética) por separado, escindidas unas de otras, se debe a que todas parten de un prejuicio en común: el que depara a la actividad de los capaces un poder de maleabilidad sobre la pasividad del resto, sean estos últimos alumnos aplicados, obreros explotados o espectadores entusiastas. Este libro trata de recorrer esas tres zonas dejando que cada una orbite en la otra, de un modo no muy distinto a como lo hicieron materialmente en quien alguna vez lo escribió.
I. EL FILÓSOFO ANTE EL ESPEJO
Corre el año 1974, han pasado seis desde la experiencia de Mayo del 68, Jacques Rancière dedica un libro a su maestro. Su maestro es Louis Althusser. El libro que le dedica tiene en realidad al maestro, en caso de que se lo pueda seguir llamando de este modo, como blanco: se llama La lección de Althusser. 1Althusser había sido antes profesor de Rancière en la École normal supérieure y lo había reclutado como uno de sus miembros predilectos para el seminario sobre El capital. Pero llega Mayo del 68 y, según propia confesión del alumno, la lógica del maestro se derrumba. Lo que se derrumba no es el maestro como tal –aunque también un poco– sino ese juego de oposiciones tan rígidas que había establecido entre ciencia e ideología, entre dirección del partido y clase obrera, entre vanguardia y proletariado.
Después los años transcurren; pasan el Mayo de París, la Primavera de Praga y Rancière declara en un periódico lo siguiente: “En 1974 escribí un libro contra Althusser, y todo el resto de mi trabajo ha sido completamente independiente tanto del pensamiento suyo como de aquella ruptura”. 2Esto Rancière lo dice ahora. Cuatro décadas atrás era un joven militante del Partido Comunista que hallaría en los hechos del Mayo francés una suerte de refutación de los conceptos que había internalizado para abordarlos. Lo que entonces se vino abajo fue todo un modo de imaginar el mundo, que obligó así al discípulo a escribir un libro contra su maestro pero también un poco contra sí mismo, tensionando seguramente a partir de esto una relación con su propia identidad.
La idea de que en la discordia con la identidad de uno lo que hay no es necesariamente una traición o una falta de autenticidad, sino una causa de la subjetividad, la idea de que en toda subjetivación hay una cierta tensión con la identidad que se porta es probable que Rancière empezara a incubarla por ese tiempo. Mal que mal su maestro pensaba el asunto al revés: pensaba que toda subjetivación era efecto de una interpelación ideológica, pensaba que los hombres estábamos atrapados para siempre en ese sujeto con el que nos identificábamos, pensaba que la identidad de un hombre y su subjetividad eran lo mismo.
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