Las objeciones que Rancière dirige a Althusser en aquel libro le son útiles para exhibir un continuum no suficientemente revisado entre régimen policial y orden explicador. Dicho de otra manera: lo que Rancière cuestiona no es el modo particular en que Althusser piensa, sino el modo en que este pensamiento se suma al procedimiento general de un régimen naturalizado de dominación. Sumándose a este régimen, el maestro participa pasivamente del proceso de singularización que el poder de los intelectuales ha conferido a un conjunto específico de operaciones. Estas operaciones reproducen el orden porque parten de tres supuestos bastante sospechosos: parten del supuesto de que la verdad existe, consideran después que esta verdad distingue con claridad a los capaces que la poseen de los incapaces que la necesitan y concluyen, por último, que de esta verdad se está más próximo por el camino de la ciencia o la teoría que por el de las prácticas colectivas con las que los hombres se autodeterminan.
Nada de esto sería posible si los intelectuales no hicieran residir su poder en una inmunidad misteriosa a los embates de la ideología, por lo que la lección del maestro funciona como una especie de encarnación material de esta excepción de la que los desposeídos del mundo están, sin embargo, privados. Se supone que el estado de excepción en el que vivimos es la regla , así como se supone que la ideología no es una falsa representación de la realidad sino la realidad misma ya configurada . Quienes han tenido la virtud de notar cosas como estas son evidentemente excepcionales a toda excepción o bien cuentan con un pensamiento que tiene el privilegio de no rozarse con realidad alguna. Hombres “fuera de lo común” hubo siempre y los habrá seguramente en el futuro, pero lo que a Rancière le interesa no es el misterio de estos virtuosos sino, más bien, el análisis de la distribución de los espacios, los tiempos y las prácticas que los han elevado a esa condición.
Sin una lectura acerca de la génesis de esta distribución no hay, propiamente hablando, política, así como tampoco hay política si en nombre de una instrucción dirigida a los más débiles se mantiene intacta la división entre la virtud de los capaces y la ceguera de quienes no lo son en absoluto. Si en el caso de Althusser el remedio es evidentemente, como Rancière lo insinúa, peor que la enfermedad, esto se debe a que la lógica de su lección posee respecto de sí misma una ceguera idéntica a la que achaca a los dominados: cree erosionar un modelo que en última instancia ampara o legitima. Su lección nos enseña, al fin y al cabo, que quienes iban a cambiar el mundo no pueden hacerlo porque han quedado entrampados en una estructura que inmoviliza sus prácticas. La ciencia puede regular el acceso de estos incapaces a la porción de verdad que les falta, pero ese faltante es ya inevitablemente una abstracción elaborada por la ciencia, y no una verdad sentida por los dominados. En los intersticios que habitan entre la verdad abstracta de esta ciencia y la realidad distorsionada de esta ideología no parecen quedar vestigios de vida, no hay rastros. 6
Althusser tiene una explicación para esto: la impersonalidad de la ciencia, intocada por la distorsión ideológica que es inherente a toda práctica, le permite al pensamiento mantenerse a distancia de esa fe humanista que confía al hombre la omnipotencia de su autogénesis. Esta omnipotencia puede ser muy peligrosa. Benjamin mismo la discutió a propósito del mito genial del creador que se comporta como un segundo dios, predilecto como sabemos en la época del fascismo y las teorías del arte por el arte. El punto de confluencia entre el mito de la autogénesis y el mito de la creación genial sería el del yo soberano, el mismo desde el que Goebbels pronunció estas recordadas palabras: “nosotros, los que modelamos la política moderna alemana, nos sentimos artistas a quienes se ha confiado la gran responsabilidad de configurar a partir del material crudo de las masas la sólida estructura de un cuerpo acerado”. 7
Este tipo de peligros Althusser procuró conjurarlos elaborando desde la ciencia una crítica al mito autogenético del hombre. Esta crítica la dirigió como Benjamin, pero también como casi todos los pensadores de la segunda mitad del siglo, al humanismo. La crítica del humanismo se convirtió en una necesidad filosófica por remontar y desmontar a la vez la génesis metafísica del concepto de hombre, liberándolo de la abstracción de la maquinaria categorial que lo determina. De la separación del hombre del modo de emplazamiento de su concepto o idea se espera, por decirlo rápidamente, la emancipación del espíritu viviente respecto de su configuración como mera vida o como vida desnuda. Se entiende que la destrucción del humanismo no tiene nada que ver, como a veces se piensa, con la destrucción del hombre: la destrucción del humanismo es la violencia por medio de la cual la potencia del viviente traspasa la red categorial en la que la historia de la metafísica ha encerrado la existencia.
Lo que este tipo de crítica sin embargo desconsidera es que el “hombre” opera también como una figura práctica, como un útil a mano del que los movimientos obreros pueden hacer uso con el fin de oponerse al derecho de propiedad que sobre ellos ejerce la burguesía. 8En nombre de esta destrucción del montaje metafísico de lo humano se pasan así por alto ciertos usos concretos que, situados históricamente, comportan todo un sentido para la lucha de los oprimidos. No es indiscutible que la ideología burguesa contenga ella misma una noción de “hombre” que sirve a un dispositivo de sujeción de la vida ni que el humanismo sea, incluso, una disciplina exclusivamente burguesa; lo que resulta discutible es la conveniencia de pasar por encima de los diversos usos que este concepto ha tenido en el espacio de las reconfiguraciones de la lucha política. Esta conveniencia evidentemente deja de lado lo que el propio Foucault designó como una lucha táctica al interior de la ambivalencia de los discursos.
Esta ambivalencia táctica lleva desde luego a suponer, por muy pragmático que parezca, que un mismo discurso puede operar de modos muy distintos según el contexto en el que emerge. En este sentido la crítica de Rancière a Althusser no pasa por probar, como de hecho podría hacerse, que la intensidad del humanismo no es menor en el campo de la ideología que en el de la teoría o la ciencia, sino por demostrar que la apelación a la figura del hombre puede tener en ciertas ocasiones un potencial de emancipación. La experiencia práctica de este potencial es mucho más importante que el rigor de cualquier concepto o la precisión de cualquier teoría, siempre que se entienda que este rigor no nació sino para asistir la causa de aquella potencia. Ninguna teoría es interesante en sí misma, en tanto causa de sí misma. Lo que la teoría hace es práctico toda vez que pone en relación, en estado de conjunción o de correspondencias maneras de pensar escindidas entre sí, recogiendo formas impensadas en una misma asociación y produciendo, de este modo, una multiplicidad de potencias emancipadoras inéditas. La teoría no cambia la realidad por sí misma ni puede ser considerada por esto a distancia del mundo de la práctica.
La diferencia que en este aspecto Rancière mantiene con Althusser no reside, como más de una vez se ha sugerido, en atenuar la fuerza de la filosofía materialista elaborada por el maestro. Es exactamente al revés: Rancière considera que una filosofía materialista se radicaliza cuando justamente se prescinde de toda referencia a un núcleo de verdad que la ciencia o la teoría protegen de las distorsiones de la vida práctica. Es en esta referencia estricta a una ciencia apartada de la contaminación de la ideología donde el materialismo de Althusser choca y se diluye. El correctivo que aporta Rancière consiste en apartar a la filosofía materialista del presupuesto de que existe un fundamento de las cosas o algún tipo de necesidad histórica. Este correctivo no impugna solamente la atmósfera cientificista que el materialismo de Althusser deja intacta, impugna también la superstición que va de la veneración de la ciencia a la fantasmagoría de los conceptos.
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